El elogio de la locura de Erasmo de Roterdam

CESAR ALEN.

En los siglos XV y XVI hubo una verdadera eclosión del sentimiento humanista, una acuciante necesidad de arrojar luz a una época sombría como había sido la Edad Media en muchos sentidos. Este nuevo giro vital, estaba basado en las viejas ideas y conceptos de la antigüedad clásica. Esta nueva época fue el Renacimiento. En ese sentido, resulta muy acertada la nomenclatura. Nos recuerda una vuelta a algo anterior. Se trataba, en definitiva, de volver a colocar al hombre en el centro del universo, un punto de vista claramente homocéntrico. Todo ello, apuntalado por nuevos hallazgos técnicos y científicos. El desarrollo de la imprenta, por ejemplo, resultó de una magnitud sin parangón. La divulgación de las ideas creció exponencialmente. Se convirtió en la principal arteria que irrigaba el ansía de conocimiento que había despertado durante aquel siglo. Un hecho coadyuvante fue el apogeo que alcanzó la prosa del pensamiento en la historia literaria.

 Es curioso que la mayor parte de este impulso humanista, haya venido de ciertos sectores del clero, desde la escolástica como referencia hasta el humanismo más avanzado. Sin olvidarnos del decisivo impulso reformista de Tomas Moro. En ese contexto surge la figura de Erasmo de Rotterdam, prototipo del humanista por excelencia. En su condición de clérigo, dejó claro que la imitación de los clásicos debería estar en perfecta armonía con las creencias cristianas.

 A pesar de su carácter eminentemente religioso, nunca se sintió demasiado cómodo bajo el control del clero. Consiguió salir del monasterio de canónigos de regulares de San Agustín en Steyn. Estudió teología en París y comenzó una profusa labor de creación. Su obra fue un referente para todos los intelectuales europeos. No en vano, en la historiografía el “erasmismo” representa la vanguardia del pensamiento, en la que se engloba la ideología religiosa y los temas literarios. Nace así, un género que el crítico literario Rollo denomina “Prosa ensayística”.

En este contexto, Erasmo escribe El elogio de la locura. Lo redactó en la casa de su amigo Tomas Moro, en tan solo siete días. Sentía la necesidad de alejarse de la mala experiencia vivida en el Vaticano bajo el papado de Julio II. En El Enquiridion ya esbozaba la necesidad de un nuevo enfoque del cristianismo, que fuera más auténtico y cuyo espíritu residiera en el interior de cada hombre, y no en agotadores rituales que se vaciaban de sentido con el paso del tiempo.

El Elogio de la locura es un texto satírico, con clara influencia del gran Luciano de Samósata (padre de la literatura satírica). En algunas biografías, se dice que lo escribió para entretenerse en medio de una enfermedad que le aquejó en su estancia en la Inglaterra de Enrique VIII.

Hay algo de paradoja en el enfoque de la obra, ya que para los humanistas en general, la literatura de entretenimiento no era la más loable. Sin embargo, en esta ocasión él mismo se permite una utilización de la ironía como hilo conductor de la obra, como fuerza motriz de un argumento que básicamente arremetía contra todo lo establecido. De esta manera se ponía de manifiesto que entretenimiento y didactismo podían conciliarse perfectamente. A la locura se le atribuye la cualidad de decir siempre la verdad, de no temer, de no doblegarse ante nada ni nadie (el loco es el único que se atreve a decirle al Rey que está desnudo). Por el contrario, se reivindica a sí misma en un juego hilarante, desproporcionado, pero en la mayoría de las veces, certero. La locura se presenta ante una asamblea de naciones, donde expone la idea de que está en la esencia de todas las actividades humanas: el arte, el amor, la guerra.

“Todo lo que se hace entre mortales no está exento de locura”. Para el autor neerlandés, la utilización de la locura le permite reírse de sí mismo, poner en evidencia la grandilocuencia de los intelectuales, la futilidad de la razón: “Llevad a un sabio a un convite, y aguará la fiesta con su triste silencio o con molestas cuestioncillas. Llevadlo a un baile, y diréis que salta como un camello. Llevadlo a un espectáculo, y sólo su rostro bastará para que el público no consiga divertirse y piense en pedir a Catón que salga del local, ya que no puede desarrugar el entrecejo”.  Bien mirado, cualquiera que se pare a observar con detenimiento el devenir de la humanidad, sus motivaciones, sus sueños, sus anhelos y ansiedades, no puede dejar de percibir cierta vacuidad, un desesperado y patético onanismo colectivo. Lo que en un principio habría sido concebido como una obra menor, se ha convertido con el paso del tiempo en una obra capital, referencia para las nuevas generaciones de intelectuales.

En todo caso, lo nuclear está en la necesidad de reflexionar, de proponer ideas aunque sea como pretexto para refutarlas. Ése es el espíritu de Erasmo y por extensión de los humanistas.  A pesar de la ascendencia moral del cristianismo, esta nueva visión liderada por personas como Erasmo, propugnaban la confrontación de ideas, la prospección de nuevas vías de pensamiento. Una ética acorde al nuevo orden. Para Erasmo era muy importante mostrar las contradicciones de los cristianos, sobre todo la de la doctrina oficial, donde la cúpula amoldaba los dogmas a sus intereses, y toda aquella iconografía extenuante. Aunque se distanció de la propuesta de Lutero por su carácter político y su decidida intención rupturista.  Nuestro filósofo mantuvo una equidistancia entre las dos propuestas religiosas.

Leer El Elogio de la locura es un auténtico placer. Su redacción es ágil, divertida, amena, incluso hilarante. Pero no por ello, carente de sentido. Ofrece una aguda mirada sobre la Europa renacentista, sobre las contradicciones y sensibilidades de una sociedad cambiante, en un momento histórico crucial para el desarrollo del pensamiento de occidente. Por desgracia, en España la contrarreforma truncó toda esa energía creativa e ilusionante que había calado en la España del XVI. La valiente decisión de los humanistas de revisitar la historia que habían heredado. Según algunos críticos se puede rastrear sus huellas en el Quijote. Lo importante es que dejaron como legado el decidido impulso de cuestionarse las verdades absolutas, lo establecido por decreto.  En el futuro ya nada sería igual.

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