RELATO// ‘Las vicisitudes de un sol’, de Elmer Ernesto Alcántara

ELMER ERNESTO ALCÁNTARA.

Créanme; no hay nada como las calles del Perú para encontrar contrastes increíbles, los seres humanos más peculiares y curiosidades muy llamativas. Lo digo yo, un observador curioso y fisgón que cuenta con bastante tiempo libre y que además disfruta mucho de salir a caminar. Yo mismo soy bastante peculiar; casi nunca salgo a la calle con un propósito fijo, casi nunca voy a algún lado. Yo deambulo simplemente, deteniéndome aquí o allá a observar la alocada persecución de dos moscas, el destino de una hoja seca a merced del viento, los olisqueos de un perro entre la basura, o los dibujos que forman las nubes en el cielo. Si alguien se dedicara a observarme, probablemente vea a un tipo errático que vaga sin rumbo, que se interesa por nimiedades y tonterías que pasan en cualquier esquina, en cualquier plaza o en cualquier parque, y que a nadie más le importan.

 

Pero no les voy a hablar de mi, no soy yo el tema de este relato. Les voy a hablar de un juego mental que mi ociosidad y mi afiebrada fantasía han ido creado a lo largo de los años para hacer mis caminatas más interesantes. Es un juego inofensivo (que muchos podrían calificar de inútil) que consiste en lo siguiente: voy caminando por alguna calle cuando de pronto, por alguna razón, una persona cualquiera despierta mi interés; entonces la observo, la “estudio” detenidamente con una mirada atenta que considera y analiza todos y cada uno de los detalles que individualizan y definen a esa persona. Pondero datos como su apariencia, su expresión facial, el promedio de su edad, su lenguaje corporal, su actitud hacia el entorno, etc.; y cuando he logrado identificar y aislar sus características y particularidades más propias, mi juego comienza: organizo, ordeno y hago encajar en mi mente todos los datos obtenidos por mi atenta observación, y con ellos como base y mucha imaginación, le “creo” y “proyecto”, a la persona observada, una procedencia, una vida, un destino. El juego claro, es puramente mental y nunca sé si acierto en algo o me equivoco en todo; el sólo hecho de jugarlo satisface mi desbocada fantasía, anima mis caminatas y es además una suerte de práctica o entrenamiento pues yo escribo cuentos y relatos y siempre estoy a la caza de situaciones aprovechables. No es algo que suceda muy a menudo además; pues tienen que ser personas peculiares o personas normales en situaciones peculiares. Y no dura más de cinco minutos pues rápidamente se agota y todo se acaba.

 

Pero para mi sorpresa hace poco me pasó dos veces seguidas en una misma tarde y terminé en un café recreando un “experimento mental” y ése, si es tema de este relato: Caminaba por el céntrico jirón Pizarro de la ciudad de Trujillo (cerrado ahora para los carros y convertido en paseo peatonal); y como era de esperarse a esa hora, un nutrido enjambre de vendedores ambulantes, adivinadoras de la suerte, uno que otro mendigo, y hasta artistas en ciernes se desplegaba a lo largo de sus cuadras y se mezclaba con ensimismados, distraídos o despreocupados transeúntes que apuraban el paso en una soleada y tibia tarde de invierno.

 

Yo por supuesto, caminaba disuelto entre la multitud, cuando vi de pronto a una niña de no más de dieciséis años que tocaba canciones de los Beatles en un clarinete y tenía, desplegado delante de sus pies, un gracioso sombrerito puesto hacia arriba donde de rato en rato caía una que otra moneda. La situación me pareció curiosa desde el primer momento: que en estos tiempos de Facebook, videojuegos, salas de chat; cumbia y reggeton… una niña toque el clarinete (un instrumento musical que nació en la edad media) con la pericia y emoción con que ella lo hacía no es, por decir lo menos, común. Además, tocaba nada más y nada menos que viejas canciones de los Beatles. Entonces, como sucede siempre en estos casos, mi juego empezó. Mis ojos se fijaron en ella (en cada detalle de ella) y mi mente empezó a configurar a esa niña que tan genuinamente se esmeraba en agradar con su música. Primero que nada era evidente, por la ropa sencilla y modesta (aunque no menesterosa) que llevaba; pero sobre todo por el hecho de que estuviera allí, tratando de conseguir algunas monedas con su arte, que no era lo que se suele llamar “una hijita de papá”; debía pertenecer, sin duda alguna, a una familia pobre. Por su fisonomía deduje casi con seguridad que era de alguna provincia de la sierra. Por su porte digno y bien llevado, a pesar de la pobreza, que era hija de alguna pareja de empleados públicos mal pagados pero decentes (¿profesores quizá?), que se llenaron de hijos (¿cinco, seis?), y que en medio de la pobreza no han perdido la alegría y la esperanza (en una familia que se cultiva el gusto por la música, siempre habrá lugar para la alegría y esperanza). Se podía claramente ver que hacía poco había migrado a la costa (aún conservaba en sus mejillas las “chapas” propias de los que viven en la sierra), muy probablemente siguiendo a la familia que se movía a una ciudad costera como Trujillo por las mayores posibilidades de educación para los chicos que empezaban a entrar en la adolescencia. Proyectándome un poco más, casi podía asegurar que ella era la hija mayor (son los hijos mayores los que casi siempre ayudan en la economía familiar) y “Marisol” (se me había metido en la cabeza que la niña se llamaba Marisol), lo hacía consiguiendo algunos soles tocando su clarinete.

 

Pero cuando mis observaciones llegaron a éste punto tropezaron con el siguiente hecho que no acababa de encajar: aprender a tocar el clarinete no debe ser nada fácil ni barato y para hacerlo con la pericia con que ella lo hacía se necesita, por lo menos, de un largo proceso de aprendizaje y mucha práctica que sólo un verdadero amor por dicho instrumento podría resistir, además de un profesor paciente y generoso; y yo no veía por ningún lado cómo una familia pobre podría costear por un tiempo considerable, clases de clarinete para su princesa (y menos en una provincia de la sierra del Perú donde no precisamente abundan los maestros de clarinete). Mi mente entonces arribó a una rápida conclusión: tuvo que haber sido su padre; imaginé inmediatamente a un melómano empedernido de pelo largo y de cincuenta y tantos años (y casi con seguridad profesor de música), desde muy joven amante de la nueva ola y el rock en inglés de los sesentas. Tuvo que haber sido él, aprendiz casual de algún maestro español o francés que pasó por su vida y le enseñó a tocar el clarinete (que luego se convirtió en su medio de vida), quien con mucho esfuerzo le regaló el clarinete a Marisol cuando ella cumplió los ocho o nueve años, y quien pasó con ella muchas tardes enseñándole a tocar. Por eso ahora ella amaba tanto el clarinete, por eso pudo aprender a tocarlo así, con esa pericia; por eso tocaba vieja música los Beatles. La miré con suma atención; vi en su cara la emoción de la música, en sus ojos el fulgor de un sueño; y nada me costó saber que su color favorito era el verde claro, que extrañaba el cielo estrellado de la sierra, que en su casa tenía un perrito que adoraba, y que ya empezaba a saber que el corazón es una cosa que se puede romper… y el juego se acabó.

 

Simpaticé de inmediato, en silencio y a la distancia con Marisol; mi primer impulso fue darle unos soles; pero rápidamente recordé que no tenía monedas, que debía cambiar un billete de cien si quería dejarle algunos a ella. Decidí entonces buscar dónde cambiar el billete… y bueno, en esas estaba cuando, dos o tres cuadras más adelante, se dibujó ante mis ojos la imagen misma del dolor, el sufrimiento y la muerte.

 

Se trataba de un hombre enfermo que doblado en una vieja silla de ruedas pedía ayuda para no morir. La imagen era chocante; impactaba. Estaba muy flaco y demacrado y su edad era indefinible; podría fácilmente estar al comienzo de los treintas como al final de los cincuentas; y tenía deliberadamente expuesta (cuando estuve cerca pude verlo bien), la herida de una operación reciente que cruzaba gran parte de su espalda. Pero sobre todo era su expresión; tenia la expresión desencajada y tétrica, la cara amarillenta, la boca seca y sus ojos eran como dos tenues velas resistiendo apenas la negrura de una noche que se acerca. Podía claramente verse en ese hombre el sufrimiento, la terrible enfermedad y la sombra de la muerte; el frasco de suero asegurado con alambres a un tubo (asegurado a su vez a la silla de ruedas) que pendía sobre su cabeza era sólo un complemento más, de esa imagen desgarradora que además, llevaba un cartel que decía: “AYUDAME A NO MORIR ACE OCHO DIAS SALIDO DEL OSPITAL NO TENGO PARA MEDISINA MI MADRE ESTA VIEJA NO QUIERO MORIR Y DEJALA SOLA”. Completaba esa lastimosa imagen, un tarro de lata herrumbrosa colocado delante de él donde se acumulaban los soles que le dejaban los compadecidos transeúntes.

 

Por supuesto, la imagen de ese hombre no me dio ninguna gana de jugar mi juego, pero era evidente lo que pasaba: un trabajador informal sin seguro social en extrema pobreza y un cáncer terminal al que operaron por caridad en algún hospital pero para el que ya no había recuperación post-operatoria, una madre vieja que con mucho esfuerzo le hace una sopita de cualquier cosa una vez al día en una choza de esteras de alguna barriada…, y la muerte implacable royéndole las carnes irremediablemente. Quedé impactado ante la presencia corruptora de la muerte que minuto a minuto se tragaba a ese hombre en la calle, a la vista de todos.

 

Después de observarlo por unos minutos seguí caminando, pero a los pocos pasos perdí las ganas de caminar y entré a un café. Me senté a una mesa, pedí un capuccino y estuve ahí pensando; muchas cosas se me venían a la cabeza; pensé por ejemplo en el poema Masa de Vallejo, en el que un hombre moría y al que se le fueron acercando primero uno, despues veinte, después cien hombres que le suplicaban juntos: no mueras… pero el hombre seguía muriendo; le rodearon miles, millones; repitiendo lo mismo: no mueras, te amamos tanto… pero el hombre seguía muriendo. Finalmente le rodeó la humanidad entera con la misma súplica… y entonces el hombre, emocionado, se incorporó, abrazó al primero que se le había acercado y se echó a andar. Como poema es hermoso, pero la realidad es la realidad y las cosas pasan porque tienen que pasar; y nosotros, para bien o para mal debemos aceptarlo. Mientras saboreaba despacio mi capuccino y en apariencia estaba ahí, siendo parte de la legión de parroquianos que conversaban, revisaban sus celulares o leían periódico en sus mesas, mi mente estaba muy lejos, como siempre divagando; cuando sin previo aviso se me presentó la pregunta que inició todo: si se diera el hipotético caso de que tuviera solamente un sol; uno solo y una sola oportunidad de darlo entre esas dos opciones; ¿dónde estaría mejor puesto mi sol: en Marisol, o en el hombre moribundo? Claro, a estas alturas muchos dirán; pero por qué tanto problema con respecto a dar un sol en la calle; con darle unos soles a cada uno problema resuelto. Pero ya les he dicho, yo soy un fantaseador irremediable que le gusta especular sobre todo; así que me dejé llevar y empecé a “abstraer” el problema Marisol y el hombre moribundo. (Abstraer, ustedes saben, es separar por medio de una operación intelectual un rasgo o una cualidad de algo para analizarlo aisladamente o considerarlo en su pura esencia o noción. Un claro ejemplo de ello es cuando se estudia el funcionamiento del Mercado, en Economía. Para comprenderlo mejor se dejan de lado ciertos fenómenos propios del mundo real que lo distorcionan  como la especulación, la inflación o los monopolios; y así es posible entender mejor el mecanismo de su funcionamiento y conocerlo en su pura esencia.) Y yo, repito, empecé a abstraer el problema Marisol y el hombre moribundo, y mi abstración me llevó a imaginar el siguiente experimento mental. Pedí otro capuccino.

 

* * *

 

Para realizar dicho experimento partí de las siguientes premisas:

 

1.- Vamos a suponer que la cantidad de personas que caminan diariamente por el Jirón Pizarro de la ciudad de Trujillo es X (y constante) y que todas van a destinar un sol (uno solo), por sesis meses, para ayudar a un prójimo que lo necesite.

2.- Vamos a convenir también que durante esos seis meses van a existir solamente dos opciones para compartir ese sol: el gracioso sombrerito de Marisol y el tarro de lata herrumbrosa del moribundo; y

3.- Vamos a ver qué pasaría si todos los soles (X soles) van los seis meses al gracioso sombrerito y ninguno al tarro de lata herrumbrosa; o si por el contrario, todos van al tarro de lata herrumbrosa y ninguno al gracioso sombrerito. (No olvidemos que se trata de una abstracción)

 

Ahora, con el fin de hacer el experimento más interesante vamos a poner una “vida real” detrás de cada recipiente de soles, y además; se nos va a hacer saber (antes de dar el sol por supuesto), todo lo que pasaría en las vidas de las personas detrás de los recipientes, al optar por uno u otro; todas las implicancias que eso tendría en sus vidas.

Bueno, comencemos con Marisol: Se nos hace saber que es verdad casi todo lo que mi configuración dedujo de ella, salvo que no pide dinero para ayudar a su familia sino para hacer realidad su más preciado sueño: Marisol sale a conseguir monedas con su música porque necesita reunir una cantidad Z de soles para poder viajar a Lima y matricularse en una importante escuela de música para perfeccionar su técnica con el clarinete y así intentar hacer una carrera. Su idea es estudiar unos años en Lima y luego tentar una veca en el extranjero. Del moribundo se nos hace saber que hace quince días ha sido operado de cáncer y le fue extirpado un riñón; que es un cargador del Mercado Mayorista caído en enfermedad desde hace tiempo, que tiene treinta y cuatro años y que toda su vida ha sido muy pobre. Que fue operado con los recursos que generaron varias polladas organizadas por otros pobres de su barriada de los arenales donde la pobreza suele hermanar de tal manera a las personas que a veces hace milagros.

 

Ahora, nuestro primer escenario es el siguiente: Si la cantidad X de soles se va toda, durante los seis meses, al tarro de lata herrumbrosa del moribundo. ¿Qué pasaría?; Lo lógico: el moribundo tendría recursos suficientes para atenderse en una clínica de regular prestigio, para costearse algunos tratamientos ambulatorios y comprar sus paliativos; para mejorar sustancialmente la sopita diaria que la mamita le prepara en su choza de esteras y comer bien. Podrá controlar en algo los terribles dolores que lo atormentan, y podrá sentirse mínimamente aliviado, cuidado, y sobre todo no abandonado; aunque la muerte no dejará de roerle las carnes día a día. Con la ayuda recibida esos seis meses, podrá extender su vida casi dos año más y morirá irremediablemente. Por el otro lado, si los soles fueron todos a la lata herrumbrosa; tendremos a una Marisol que no recibirá nada en su gracioso sombrerito; y como consecuencia de ello, no logrará reunir la cantidad Z de soles que necesita y no conseguirá matricularse en esa importante escuela de Lima. No podrá entonces hacer carrera con el clarinete. Su más amado sueño no se hará realidad. La vida de Marisol quedará marcada para siempre por esa temprana frustración; su talento natural y su amor por el clarinete no bastarán, le faltó ese pequeño empujón extra que nunca tuvo. Con los años se convertirá en una mujer frustrada, dolida y amargada y toda su vida se verá contaminada por estos sentimientos. Llegará a odiar el violín.

 

Segundo escenario: ¿qué pasaría si por el contrario, todos ponen su sol en el gracioso sombrerito de Marisol?; Lo lógico: conseguiría reunir esa cantidad Z de dinero que necesita, se matriculará en esa importante escuela de Lima, se entregará con amor y pasión a mejorar su técnica por algunos años, se ganará una beca para una escuela de música de Alemania y eventualmente alcanzará su sueño de ser una concertista de clarinete y será una mujer realizada que irradia pasión y amor junto a su música. Al mismo tiempo claro, tendremos al moribundo que sin los recursos necesarios, sufrirá una terrible agonía; los dolores lo atormentarán hasta el delirio, y muchas veces la mamita no podrá conseguir nada para la sopita y además de los terribles dolores, lo atormentarán también el hambre y la desesperación; hasta que finalmente la horrible muerte terminará de tragárselo en pocas semanas y morirá sintiéndose solo y abandonado.

 

Esos son los escenarios, ésas las posibilidades: resumiendo: el buen morir de un hombre pobre por el caro sueño de una niña; o la otra opción, una horrible agonía llena de dolor, de hambre, de desesperación, y de una terrible sensación de abandono y soledad… por un sueño alcanzado, por una niña pobre convertida en talentosa concertista. Y la decisión no es de ellos, la decisión es de los que dan diariamente un sol, solamente uno, por seis meses. Si tú fueras uno de ellos y en verdad fueras plenamente consciente de las implicancias que conlleva tu decisión al poner tu sol en uno u otro recipiente, ¿Dónde pondrías tú tu sol; en el tarro de lata herrumbrosa, o en el gracioso sombrerito?

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