El escritor y su curiosidad (17)

                                        Directores de editoriales que se quedaron calvos

(de tanto tirarse de los pelos)

 

 

Que el lector de una editorial, por muy profesional que sea, cometa errores, no deja de formar parte de la normalidad. La literatura es subjetiva, con independencia de los parámetros de calidad que se quieran añadir. Lo que a unos agrada, a otros disgusta; donde uno ve méritos, otro descubre fallos. Unos devoran literatura romántica, otros se decantan por la tipo policial, social, fantástica… Hay quienes prescinden del tema, que en el fondo reducen a dos: el poder y la muerte, y todo lo demás –incluido el amor- lo consideran variantes. Hay editoriales que siguen una línea, tienen unos requisitos preestablecidos y fuera de ahí no aceptan nada.

Siempre queda el consuelo de pensar que si rechazaron algunas de las mejores obras literarias, tales como  Cien años de soledad o La conjura de los necios, por poner dos ejemplos conocidos, la tuya puede correr la misma suerte, pero no mata la posibilidad de que, con el tiempo,  algún avispado corrija el error.

Cuando eso sucede, el editor se desespera, reparte broncas, se mesa los cabellos hasta quedarse calvo. Y con una cara de idiota que no hay barba que la tape. De ello podrían hablarnos los de la editorial Gallimard, una de las importantes en Francia, cuando André Gide, escritor también de fama y autor de libros tan interesantes como Los monederos falsos, se tragó Por los caminos de Swan, el primer libro de los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Menos mal que al final lo arregló y publicó toda la obra. Otro fue Jonathan Cape, inglés, que le pasó a un tal Jackson los manuscritos de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, con el agravante de pretender decirle al autor lo que debía escribir. Por supuesto que no modificó una coma cuando lo publicó.

 

Otro que también demostró sus dotes de adivino fue el editor al que Vladimir Nabokov envió el manuscrito de Lolita. Aquí hemos de tener en cuenta la época (1953) y el país, EE.UU., donde el sentido de la moral no da para muchas alegrías. Y en ello siguen, por más que hayan transcurrido setenta años. Como él, otros muchos editores se negaron a publicarla por ser demasiado obscena y la fueron rechazando. Se publicó en Francia y en EE.UU. hubo de esperar hasta el año 1958. Uno de los editores que la rechazaron decía: “Es nauseabunda, incluso para un progresista. Para el público será repugnante. No venderá y le hará un daño inmensurable a su reputación… Recomiendo que la entierre bajo una piedra durante mil años”.

Otra gran obra rechazada fue El túnel, de Ernesto Sábato. Ante las dificultades insalvables para su publicación, se vio obligado a recurrir a una revista, SUR, que dirigía Victoria Ocampo.  Por alguna razón rocambolesca, El túnel cayó en manos del escritor francés Albert Camus, que  también buceaba, como Sábato, sobre la condición humana. Los elogios de Camús y sus influencias fueron decisivos para ser publicada en forma de libro en 1948 por la editorial Gallimard.

¿Y si les digo que los problemas con los manuscritos llegaron hasta el mismísimo Borges y su cuento más conocido, El Aleph? La razón, ¡cómo no!, de tipo crematístico. Será invendible, decían. La carta de rechazo añadía: “Está fuera de duda que es extraordinario, pero me parece que su excepcionalidad va en su contra. Lo rechazo con las apropiadas expresiones de asombro”. Para quitarse, no el sombrero, sino la correa. Y atizarle con ella.

Parece ser que ningún genio de la literatura se salva de la ignominia del rechazo, por más Nóbel que sea. Que le pregunten a García Márquez, si no. O quizás sea que Argentina tiene un nivel al que no están ni Borges, ni Sábato ni García Márquez. Un problema de dioses. El caso es que un tal Guillermo de Torre, cofundador de la editorial Losada de Buenos Aires, poeta ultraísta y casado con una hermana de Borges, tras leer el manuscrito de La hojarasca  aconsejó a García Márquez que se dedicara a otro oficio diferente de la literatura. Lo curioso es que este mismo personaje ya había metido la pata hasta más arriba del corvejón con otro título universal, Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. Me resisto a creer en su incompetencia, por lo que no descarto el afán de protagonismo. Vivir a la sombra de Borges debía ser duro en el planeta literario y el ultraísmo no daba para una reseña en la prensa.

No hace falta, sin embargo, salir de este bendito país para tropezar con casos sangrantes entre nosotros. Sin ir más lejos, una de las novelas claves tras la guerra civil, La familia de Pascual Duarte, de Cela. Sufrió el rechazo de varias editoriales por su tremendismo y posibles problemas de censura (¿censurar al censor?). Le dijeron que le resultaría difícil publicarla y, como a García Márquez,  le aconsejaron que cambiara de oficio. (Las comparaciones entre ambos escritores acaban en este dato)

Antonio Tejedor

 

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