«El sirviente», de Robin Maugham, en el Teatro Español

Por Horacio Otheguy Riveira

Robin Maugham siguió los pasos de su tío William Somerset Maugham, como hombre de letras y de teatro, prolífico y abierto a romper tabúes. Hijo de un vizconde, formó parte del partido laborista y llegó a la Cámara de los Lores con un mensaje rotundo con enorme eco internacional alertando sobre la impunidad de la trata de personas, «la nueva esclavitud».

En castellano se le conoce poco y mal, y es «El sirviente» su obra más difundida. Novela publicada en 1948, diez años después el propio Maugham la adaptó al teatro, y en 1963 el director Joseph Losey la llevó al cine con guión de Harold Pinter, quien aportó mayor interés a la trama, entonces protagonizada por dos primeras figuras como Dirk Bogarde y James Fox.

Hay una interesante edición española de 1967, «El criado», con traducción y adaptación de Luis Escobar, quien logró estrenarla con facilidad ese mismo año: «la censura de entonces no entendió la pieza y la pude estrenar sin problemas, a los censores la decadencia de la aristocracia les traía al fresco, y con eso se quedaron». Según algunos críticos de la época, Escobar innovó con una puesta en escena para la que el público no estaba preparado, fiel a las intenciones del autor, para quien la solapada homosexualidad de los protagonistas no era más que una erótica del poder y de la necesidad de encontrar apoyo por una clase en decadencia: el poder repentino de una subclase social, y la perdición del aristócrata venido a menos. La novela es muy recomendable. En poco más de 100 páginas se desarrolla toda la historia desde la perspectiva del gran amigo del joven Tony Williams, Richard Merton, quien narra la alarmante situación en que ha caído aquel en manos de su criado para todo servicio. En todo caso, deja muy evidente su interés en la exposición de un mundo seguro que acaba convirtiéndose en una pesadilla.

La presente puesta en escena carece de casi todos los elementos que hacen atractiva la historia. De hecho, el ambiente de posguerra calamitoso de un Londres cuya aristocracia ya no es lo que era conforma un contexto esencial que aquí desaparece por un juego escenográfico y de vestuario atemporal, confuso, en el que la morbosa relación que se intentó poner por primera vez sobre un escenario resulta en esta ocasión poco menos que inverosímil, a través de la relación entre un joven ocioso de familia aristocrática y su posesivo sirviente con vocación de posesión absoluta.

Sin atmósfera de encierro con su sinuosa intriga, con una música que supone un suspense que la escena no aporta, se desplazan situaciones incomprensiblemente superficiales, a cargo de un sirviente al que poco le falta para guiñarnos un ojo, avisándonos de lo que será capaz desde la primera escena. Y esto es tan obvio que duele comprobar que esté a cargo de un actor como Eusebio Poncela. Ha elegido una actitud insolente no más empezar y con ella se mantiene hasta un final más que previsible, dentro de un espacio escénico de lo más arbitrario: salón comedor sin mesa, cocina sin ningún elemento que la caracterice, y dormitorio principal con una gran cama para algunos magreos, aunque los amantes suben una escalera para disfrutar libremente…

Los otros personajes tienen una lógica recurrente en manos de actores contenidos, bien dispuestos con caracteres realistas, entre todos con especial logro para Pablo Rivero, el joven que viene de la segunda guerra mundial, donde fue enviado por su padre aristócrata, y que sólo quiere que le atiendan, que su sirviente le cuide y mime a la antigua usanza, y de paso disfrutar de cuantas muchachas pueda, al tiempo que guarda un secreto deseo de autodestrucción. Rivero luce un perfil muy interesante, transformándose en escena con un crecimiento dramático notable, en realidad clave para permanecer atentos a su elegante sumisión, apasionada sensualidad y peculiar declive.

De izquierda a derecha: Pablo Rivero, Sandra Escacena, Lisi Lander, Eusebio Poncela.
Pablo Rivero y Sandra Escacena en una muy lograda escena de intensa atracción sexual.

La puesta en escena de Mireia Gabilondo infunde una extraña distancia, entre otros motivos porque en nada se refleja el ambiente de posguerra en que transcurre la acción, con sus edificios deteriorados y las influencias culturales aristocráticas en decadencia. También me parece desacertado el subrayado homosexual, una invención de esta producción, pues se pone en gruesa evidencia lo que en el original no es más que subtexto.

En cambio, los intérpretes sí transmiten esa vida «naturalmente» novelesca; junto a Pablo Rivero, todos ellos tienen situaciones bien elaboradas: Carles Francino (como el amigo leal, expresando mucho con muy poco), Lisi Linder (la novia, elegante siempre, una joven burguesa que posiblemente vaya a la pesca de cualquier buena fortuna con pantalones), Sandra Escacena (Vera y Mabel, dos muchachas sospechosamente muy sexuales). Es Barret, el sirviente, el eje de una trama en la que, a través de la interpretación de Eusebio Poncela, no encuentra línea de profundidad ni combate, en una especie de juego que se acerca peligrosamente a la caricatura, apoyado en una dirección general muy fría y, como ya he dicho, confusa social y psicológicamente.

Traducción Álvaro Del Amo

Dirección Mireia Gabilondo

Ayudante dirección Alexandru Stanciu

Diseño Escenografía y Vestuario Ikerne Giménez

Ayudante Escenografía y Vestuario Lua Quiroga

Diseño Iluminación Miguel Ángel Camacho

Composición Musical Fernando Velasco

Productor Ejecutivo Lope García

Directora Producción Carmen Almirante

Jefe Producción Hugo López

TEATRO ESPAÑOL. Del 19 de septiembre al 13 de octubre 2019.

ENCUENTRO CON EL PÚBLICO, MODERADO POR ALMUDENA GRANDES, AL FINALIZAR LA FUNCIÓN DEL JUEVES 26 DE SEPTIEMBRE.

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