Los libros de la isla desierta: ‘El señor de las moscas’, de William Golding

ÓSCAR HERNÁNDEZ-CAMPANO (escritor).  Tw: @oscarhercam

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, justo después de la bomba de Hiroshima, un avión inglés se estrella en una isla desierta en algún lugar del Pacífico. A bordo viajaban un grupo de escolares de los que sobrevive una treintena. Los niños, de entre seis y doce o trece años, se encuentran solos y desamparados, sin adultos que los cuiden e impongan normas. Poco a poco se organizan para sobrevivir: Ralph, uno de los mayores, asume el mando y organiza asambleas para debatir y establecer las normas de convivencia. Piggy, un muchacho inteligente, gordito, asmático y miope, actúa de consejero, es la voz de la razón. Jack, el líder del coro que viajaba en el avión, rivaliza con Ralph, insiste en dedicarse a cazar y cuestiona las decisiones del grupo. Simon, Roger, Sam y Eric, además de otros muchos y la masa que forman los peques, completan el grupo. Una caracola es usada para convocar las asambleas y simboliza en turno de palabra, el orden y la civilización. Las tareas, a la espera del rescate, son sencillas: mantener un fuego encendido cuyo humo atraiga a los eventuales barcos que pasen cerca, construir unos refugios, recolectar agua y fruta y cuidarse unos a otros. Sin embargo, la naturaleza humana que describe Sir William Golding (1911-1993), premio Nobel en 1983, es malvada y pronto hace acto de presencia.

El Señor de las Moscas (1954), el sobrenombre de Belcebú, la maldad del ser humano, da título a una novela en la que el mito de Robinson vuelve en forma de grupo de niños aislados de la civilización. Entonces el viejo Hobbes impera: Homo homini lupus, afirmó el filósofo. Y así lo describe Golding. El hombre es un lobo para el hombre y solo la sociedad lo protege. Algo parecido dice Ralph en un momento de la narración: las reglas son lo único que tenemos. Son las normas la muralla que nos protegen del estado salvaje, de la naturaleza malvada que el autor se empeña en descubrirnos. Quizá su experiencia en la Royal Navy durante la II Guerra Mundial fue todo un máster en violencia y en crueldad de humanos contra humanos. Y pese a definirse a sí mismo como optimista de corazón, añadía que era, no obstante, pesimista intelectualmente hablando. También Golding debía de vivir una lucha en su interior entre el optimista y racionalista con elementos cristianos y el pesimista que señalaba lo que había visto con sus propios ojos. Así las cosas, escribió esta novela que, repleta de imágenes bellísimas y párrafos sobrecogedores, tuvo una fría acogida inicial, aunque acabó convirtiéndose en un clásico de lectura obligada en los institutos ingleses. 

William Golding siguió escribiendo, poemas, teatro y novelas, durante toda su vida, aunque nunca repitió el éxito de El Señor de las Moscas. Volvió sobre un tema que lo obsesionaba: la maldad humana. Narró el contacto entre neandertales y homo sapiens sapiens en Los herederos (1955) y contrapuso, como en la isla del libro que nos ocupa, la inocencia y la maldad. Venció la segunda, encarnada en el hombre moderno, y luego se dotó de leyes y normas para enjaular a la bestia, la fiera, el monstruo que llevamos todos dentro. Siempre las normas y su fragilidad. El Señor de las Moscas iba a titularse Extraños desde el interior, en alusión a ese bárbaro encadenado por las reglas de la civilización, presto a salir al exterior.

Golding no fue original en el tema de la novela. Se inspiró en La isla de Coral (1857), de Ballantyne y en Dos años de vacaciones (1888), de Verne, así como en el ya aludido Robinson Crusoe (1719) de Defoe. Puede que quisiera emular la lucha entre la democracia (Ralph y la asamblea, las normas, el orden) y el autoritarismo (Jack y la obediencia ciega, la crueldad, los castigos y la violencia), puede que diera su versión de la lucha del bien contra el mal, o quizá necesitaba exorcizar los males que vio durante la guerra y advertirnos de lo que ocurre cuando no embridamos a la bestia.

El Señor de las Moscas es, en definitiva, una historia sobre la naturaleza humana, el miedo y la esperanza en un marco salvaje e idílico, un Edén en forma de isla desierta; y a otra isla desierta me lo llevo para releer y aprender algo sobre ese misterio que es el ser humano.  

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