‘Días, meses, años’, de Yan Lianke

Días, meses, años

Yan Lianke

Traducción de Belén Cuadra Moras

Automática

Madrid, 2019

114 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La intuición de que la soledad no tendrá término, es, posiblemente, el gran miedo, de entre los miedos personales, que sobrecoge al hombre. La isla desierta dejó de ser un paraíso en manos de Daniel Defoe, que nos dictó que Robinson pasó las de Caín durante una estancia en la que lo peor fue no poder escuchar su propia voz. Los recursos a nuestra disposición para superar un trance de tal calado, son muy escasos y apenas dan para imaginar que al día siguiente puede haber un segundo de bondad que te permita justificar haber sobrevivido unas horas más. La maldición del solitario la supo interpretar Cormac MacCarthy, cuya literatura aturde de tanta potencia, en unos anuncios que podemos catalogar de postapocalípticos sin Apocalipsis previo.

Ahora llega a librerías este Días, meses, años, de Yan Lianke (Henan, 1958), que crea a un protagonista débil, un anciano, para enfrentarse a esa soledad sin aristas. Al terror individual se añade el social de la sequía. Que toda la tribu, toda la gente que ha sido tu sustrato se haya visto obligada a huir, a exiliarse, a dejarte atrás, dará lugar a un miedo que abarca no solo lo cósmico, lo divino, lo que no está en nuestra mano proteger, sino también lo humano. Supone gestar miedo a los hombres. La única compañía del anciano es un perro que ni siquiera puede ayudarle con la mirada. La supervivencia de ambos, que apenas pueden desplazarse, está en función de la población de ratones y el cuidado de una planta de maíz. El anciano afrontará la situación con un espíritu que nos lleva a preguntarnos qué necesidad tiene siquiera de mantener una brasa de dignidad. En realidad, ninguna. Y a pesar de ello, observa y cuida a las plantas respetando la belleza de un ser que nos permite alimentarnos y permite alimentar nuestros sentidos.

Lianke, al contrario que MacCarthy, trata la novela con el cuidado de quien ama a sus criaturas. Construye un texto hermoso, en el sentido en que son hermosas las alegorías, en el que nos recuerda que nuestro planeta, el planeta de los hombres, no es nada sin el mundo campesino. Y que el mundo campesino no es únicamente el del Beatus Ille ni el del Ángelus de Millet.

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