La vaca como ejemplo

FRANCISCO CERVILLA.

En una de mis visitas a La Central del Museo Reina Sofía de Madrid, tiempo antes de su transformación en librería especializada en arte, encontré por casualidad uno de los volúmenes de Lecturas no obligatorias de Wislawa Szymborska, cuya prosa no conocía.

El titulo me resultó atractivo porque entre sus posibles significados se encuentra la expresión de un anhelo, el gusto por la lectura, ajeno al  imperativo que marcan algunas listas de libros de “obligada lectura”, mal avenidas siempre con el placer de entrar en una librería, tomar un libro entre las manos, abrirlo, mirar dentro y poder elegirlo, o no. 

En Lecturas no obligatorias Szymborska escribe sobre libros de escaso valor literario pero de gran éxito comercial. Sintió la “necesidad”, es el término que ella emplea, de prestar atención a ese fenómeno habitual que relega a las “bellas letras” a un polvoriento rincón en contraste con el triunfo de los libros no valorados o no comentados.

Los libros, afirmaba, te dan libertad y hasta del más estúpido se puede sacar algo. Con estas premisas emprendió una tarea que duró años. De la estupidez, supongo, se puede obtener a veces su opuesto. Y de este movimiento pendular de Szymborska en sus lecturas no obligatorias en las  que asocia con otras lecturas suyas conseguí una joya.

Así di con una referencia a Mr. Pickwick de Dickens, acompañada de una advertencia de la autora a su eventual lector: “si da la casualidad que usted no tiene el libro en casa, no quiero ni oírlo”.

Su ironía me hizo reír para mis adentros cuando pensé que yo no lo tenía. Y de inmediato se apoderó de mí ese tipo de pensamiento mágico atribuido a la infancia y que tantas veces se apodera de los adultos, e imaginé que si Szymborska aún viviera y viniera a mi casa se llevaría una gran decepción al no encontrar en mis estanterías el libro de Dickens. Y puesto que no quería darle ese disgusto a la poeta en caso de su imposible visita, y agitado mi deseo por el suyo, enseguida compré Los papeles póstumos del club Pickwick, cuya lectura le agradezco enormemente. 

Szymborska recuerda a Pickwick en un texto al que puso título de chiste, La vaca como ejemplo, donde comenta el libro de un reputado especialista estadounidense en comunicación y relaciones humanas: Dale Carnegie, padre de los libros de autoayuda y de la psicología a domicilio.

Sin asomarse siquiera a las sombras que el sufrimiento psíquico extiende sobre los sujetos, Carnegie, como si no hubiese más realidad que la que él imagina, aborda las dificultades de la vida dando recomendaciones y pautas que se le podrían ocurrir a cualquiera. De modo tal que las certezas en las que flota lo conducen a la puerilidad, o peor: niega los malestares subjetivos, sueña con un inexistente justo equilibrio y empuja a sus lectores a inventarse una conciencia moral con la que silenciar las palabras que pudieran hablar del dolor y les permitiera enfrentar su destino humano. 

Los ejemplos con los que el psicólogo americano intenta ilustrar sus reflexiones, señala Szymborska, le causan problemas con el libro y con el autor. Desconfía de alguien incapaz de poner en cuestión una sola de sus ideas: “La ausencia de toda inquietud es aún peor que la angustia”, escribe la poeta. Y ya es decir. 

Con ironía y caústica ternura Szymborska vapulea a Carnegie, quien en su orgiástico optimismo llega a proponer la vaca como modelo a imitar por las mujeres engañadas por su marido, puesto que “la vaca no enferma sólo porque el toro se interese por otra vaca”. 

El desvarío queda engullido por el absurdo y el momento bovino agota la curiosidad lectora de una paciente Szymborska, que deja la guía conductual a sus lectores. 

Rompe así la poeta con el mundo cerrado, silencioso y carente de preguntas de Carnegie, y en oposición a éste echa mano de su arsenal literario para referirse a un desatino mayor, un tesoro literario del humor, una obra fresca y divertida, libre de consignas y admoniciones, en la que sus personajes bullen bajo la letra impresa dentro de unas páginas inolvidables: los informes entrañables e inútiles de los pickwickianos, inmortales exploradores de la naturaleza humana. 

Mientras Pickwick y sus amigos recorren los “terrosos caminos” de su país en busca de aventuras y conocimiento, Carnegie, ser de ficción al fin y al cabo aunque él no lo hubiera creído ni aceptado jamás, se aferra a su conjetura de una homeostática armonía humana, corre detrás de sus seguidores -¿quién sigue o persigue a quién?- para acabar corriendo detrás de sí mismo. O de su idea, que se escapaba.

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