El silencio de la ciudad blanca (2019), de Daniel Calparsoro – Crítica

 

Por Luis Alberto Comino.

Contrasta la escasa producción cinematográfica española, durante los últimos años del siglo pasado en el llamado género negro, con la cantidad de cintas de ese mismo género que se han producido en las dos décadas que llevamos de este, especialmente en los últimos años. Si exceptuamos la genial El crack y su secuela, pocos títulos nos vienen a la memoria (quizás Todo por la pasta de Urbizu en 1991 o El beso del sueño de Moreno Alba en 1992, como más representativas), sin embargo en el siglo XXI, desde la genial X de Luis Marías en 2002, los títulos se suceden en cascada, como Secuestrados, Que Dios nos perdone, Tarde para la ira o la que continúa siendo la gran referente entre sus ellas, la genial La isla mínima. Quizás sea que la producción literaria de este género ha aumentado de manera casi exponencial, empezando por mi admirado Lorenzo Silva y su serie Bevilacqua (que tan poco y tan mal se ha llevado al cine) y finalizando por Dolores Redondo con su trilogía del Baztán (llevada al cine por Fernando González Molina), o Eva García Saenz de Urturi con la trilogía de la Ciudad Blanca, cuya primera entrega, El silencio de la ciudad blanca, Daniel Calparsoro (Barcelona 1968), ha llevado a la gran pantalla.

Calparsoro, que llevó con bastante acierto sus últimas cintas (la mas que correcta El aviso y la genial Cien años de perdón), hace esta nueva incursión en la adaptación literaria, con un título muy complicado de llevar a la pantalla. La película no tiene la suficiente cohesión entre las distintas tramas que plantea la novela, lo que deja al espectador que no la ha leído, en un mar de dudas que el director no es capaz de aclarar, ni tan siquiera en el desenlace final de la trama. Los personajes no están bien definidos y basculan en la película entre la acción y la trama detectivesca, sin llegar al fondo de los mismos. Eso sí, en las escenas de acción (léase persecución), Calparsoro está inmenso (especialmente en la persecución por los altos de la Catedral de Vitoria), apoyado en la magnífica fotografía de Josu Inchaustegui, que le da un toque de frialdad a la acción interesante y que convierte a Vitoria en un personaje mas de la cinta, eso sí sin llegar a la profundidad que la novela exige de la ciudad alavesa. El desarrollo de la acción tampoco aclara las omisiones a aspectos que se me antojan claves en la trama, ignoro si intencionadas o debidas al metraje de la cinta: Los lugares donde se encuentran los cadáveres, que no son aleatorios y sobre todo, el papel que en ellos tiene los “eguzkilores” (la carlina angélica, una planta que es todo un símbolo y una leyenda en la mitología vasca) con la que el asesino, tapa los genitales de sus victimas.

Los actores, encabezados por Javier Rey y Belén Rueda, no llegan en ningún momento a transmitir lo que sus personajes pueden dar de sí, y se pierden en giros deslavazados de la acción y de su relación personal que queda, como otras muchas cosas del guión, a la mas que libre interpretación del espectador. Aura Garrido, una buena actriz a mi modo de ver, me parece una vez mas desaprovechada, en un papel en el que podría dar mucho más de si. Y entre los secundarios, destacar Ramón Barea, que esta muy bien en un papel que debería ser mas extenso y profundo y sobre todo a Manuel Soro (extraordinario en su papel de villano) y Àlex Brendemühl (en su doble papel de gemelos), que están a gran altura. El resto se pierde en una narración inconexa en la que aparecen y desaparecen sin tener la profundidad que el argumento requiere.

En resumen, estamos ante una película que satisfará a los amantes del genero, pero que evidencia defectos narrativos importantes, que nos dejan con la sensación de que la historia tiene mucho mas calado. Aunque no hayamos leído la novela.

 

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