Alanis (2017), de Anahí Berneri

 
Por Miguel Martín Maestro.
El cartel promocional de la película aporta bastante información acerca del personaje principal. La vestimenta, la pose claramente sexuada, la mirada directa y sin complejos de una mujer joven, y al tiempo, la maternidad, ese niño colgado de su pecho que rezuma tanta iconografía religiosa pero que reivindica el papel de un personaje, la Alanis del título, creíble y excepcionalmente interpretada por la actriz Sofía Gala, como madre con independencia de su trabajo. Porque Alanis es un film con, y sobre, prostitutas, pero cuyo leitmotiv no es combativo contra esa realidad de una sociedad donde quien tiene dinero compra lo que necesita y quien tiene algo que vender lo hace si tiene necesidad, incluido su propio cuerpo. Alanis es prostituta en Buenos Aires, una prostitución si no directamente querida sí que al menos asumida, aceptada como profesión ejercida dentro de una vivienda, en compañía de otras mujeres que dan seguridad, apoyo y afecto, y en la medida de lo posible esquivando la sordidez y el peligro de la calle. Para Alanis ser prostituta no es ningún demérito, el problema es que para los demás sí es una tacha y una marca que parece incapacitarla para, al mismo tiempo, ser madre. El justo equilibrio entre trabajo y maternidad se quiebra cuando la policía metropolitana clausura la vivienda en la que la joven ejerce su trabajo con otra compañera de mayor edad. Sola, sin trabajo, sin casa, sin posibilidad ni ganas de regresar a su ciudad de origen de la que se fugó tras quedar embarazada para evitar a su hijo el calificativo fácil e hiriente, los escasos días en los que se desarrolla Alanis son los de una carrera contra el reloj para reubicarse en una casilla de salida similar a la del principio, una vida con una jornada laboral y un apoyo que, si no puede ser familiar, al menos sea de personas capaces de comprender lo que sucede por pertenecer al mismo entorno profesional, es decir, reencontrar una nueva familia aunque sea a través de las ofertas de trabajo en las páginas de contacto sexual en la prensa para conseguir un nuevo refugio.
Que una película resulte multipremiada en un festival como San Sebastián apenas significa gran cosa, y los premios otorgados a dirección e interpretación no son objetables, aunque tampoco indiscutibles. Es fácil imaginar este papel infinitamente peor interpretado por múltiples actrices, e incluso es fácil advertir que en manos de otro director/a esta historia estaría remarcada de reivindicación político-social, llena de subrayados emotivos, inflada en lo emocional hasta decir basta, y gracias a que Berneri no machaca a su protagonista, y simplemente retrata un episodio puntual de su vida, apenas unos días duros y especialmente estresantes, unos días de supervivencia gracias a un familiar que, rápidamente echa en cara el aparente desinterés de la joven por “resocializarse”, donde la dureza del retrato viene motivada por lo ocurrido y no tanto por la profesión que ejerce la protagonista, la película es capaz de no perder el interés en lo que de retrato parcial y temporal tiene, donde Alanis se revela como una mujer luchando por lo suyo desde lo que sabe hacer y sin renunciar a su condición. Berneri opta por evitar juicios morales, como en la larga escena del polvo sórdido en una especie de “love hotel” en el que la incomodidad se transmite gracias a ese primer plano sobre la cara de la actriz en el que la voz presuntamente excitante para el cliente contrasta con el odio que refleja la mirada por tener que soportar en su cuerpo tanta humillación, llegando a la conclusión de que Alanis no quiere abandonar ese tipo de vida, sino ese tipo de ejercicio callejero en el que puede surgir la agresión en cualquier momento, o el cliente violento, o las mafias que organizan y se lucran del trabajo ajeno. Alanis es puta, y sin reivindicar su profesión, tampoco percibe un futuro mejor en el tipo de trabajos que se le pueden llegar a ofrecer, ejercer la prostitución no es más sucio ni más sórdido que aguantar la suciedad ajena limpiando pisos, pues al menos como prostituta puede permitirse escoger las normas higiénicas, algo que como empleada de hogar sólo puede evitar renunciando al trabajo.
Este Buenos Aires muy alejado del núcleo financiero, de la postal de nuevo rico del puerto reconvertido en centro de ocio, alejado de Recoletas y Retiro, se convierte en un territorio hostil en la noche, algo sólo evitable recibiendo a domicilio y con la garantía de que, tras la puerta, hay otras mujeres dispuestas a intervenir si el cliente se propasa, hay que buscar una familia en ausencia de la propia. La cámara encima a los personajes, sigue el gesto y la mirada, entre desafiante y segura de Alanis, que pierde su entereza cuando se ve obligada a deambular sin ocultar su condición por la noche bonaerense. Un retrato urbano en el que la inmigración sexual se presenta como el nuevo éxodo laboral del siglo XXI. Alanis desconfía de lo institucional porque lo institucional ha puesto patas arriba su seguridad y estabilidad y porque todo servicio social que se cruza en su camino se empeña en que abandone el mundo de la prostitución, en que ha sido víctima de una mafia o está siendo explotada por terceros, o es víctima o es culpable, y Alanis no es ninguna de las dos cosas. Ni mucho menos, Alanis es una profesional que sabe hacer su trabajo y negociar las condiciones para sentirse segura durante su ejercicio. Quizás moleste ofrecer una visión neutra de un mundo objetivamente oscuro, potencialmente peligroso, lleno de abuso y víctimas pero en el que persiste un porcentaje de personas que voluntariamente se prestan a ejercerlo. Alanis ha decidido, con 25 años, dedicarse a ello y criar un hijo, otro problema será cuando quiera abandonar ese mundo y no encuentre apoyo ni soporte, pero esa será otra película, no la que convincentemente ha rodado Anahí Berneri.

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