Alberto Santamaría

Por Jorge Díaz Martínez

La poesía de Alberto Santamaría ha ido progresivamente perdiendo ataduras figurativas y estructurales para sumergirse de lleno en los siempre multiformes universos paralelos de la conciencia y sus correspondientes reflujos discursivos, ensayando una suerte de pincelada dispersa alrededor de algo, sea lo que sea ese algo, intuición o materia, en cuyas líneas de fuga se translucen las ganas de mostrar sin definir, de decir sin acotar, y cuyos trazos abiertos tienden a prolongarse hacia lo siguiente sin que en algún momento parezca que haya necesidad de cortar o que cualquier apunte merezca menos peso que otro. Y dice: Pero hay que explicarlo todo. O dejarlo fuera con diplomacia. La lluvia y el olor de los neumáticos se mezclan con algo de música. Acercándose, con premeditación, a Ashbery: I thought if I could put it all down, that would be one way. And next the thought came to me that to leave all out would be another, and truer, way.

 

Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976). Es autor de los siguientes libros de poesía: «El orden del mundo» (Renacimiento, 2003, Premio Surcos), «El hombre que salió de la tarta» (DVD ediciones, 2004), «Notas de verano sobre ficciones del invierno» (Visor, 2005) y «Pequeños círculos» (DVD ediciones, 2009). Ha publicado los ensayos «El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime» (Universidad de Salamanca, 2005) y «El poema envenenado. Tentativas sobre estética y poética» (Pre-Textos, 2008, Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso). Ha editado la poesía ultraísta de José de Ciria y Escalante bajo el título «De mi sortija penden todos los merenderos» (Carmichael Alonso, 2003), y del mismo poeta —junto a Juan Antonio González Fuentes— su “Poesía y prosas completas” (Icaria 2010). Igualmente ha sido editor de la novela «Logaritmo» (Quálea Editorial, 2009) de Antonio Botín Polanco. También ha llevado a cabo una antología y estudio de la poesía de Luis Felipe Vivanco titulada «El alma de un oso blanco» (La Mirada Creadora, 2008). En 2010 ha editado una antología de prosas de Leandro Fernández de Moratín con el título de “El hombre que comía diez espárragos” (El Olivo azul). Ha publicado una obra en prosa titulada “B” y próximamente aparecerá un libro de poemas bajo el título de “Interior metafísico con galletas”. Actualmente es profesor de teoría del arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca.

 

 

LA MAGIA


Lo extraño es que hoy he vuelto a pensar en mi padre. Un buen tipo sin suerte.

La carretera apenas tiene desniveles. El sonido de las ruedas sobre el asfalto produce un sonido tan típico y literario que me da asco. Pero hay que explicarlo todo. O dejarlo fuera con diplomacia. La lluvia y el olor de los neumáticos se mezclan con algo de música. Mi padre nació…

Al recordar su gesto esta mañana frente al mostrador la espita idiota del pasado se abrió por un segundo. Suelo ser inmune a la nostalgia, menos hoy. No es nostalgia realmente. Es como ver un antiguo episodio de alguna de tus series favoritas, un episodio que crees recordar perfectamente y que al verlo de nuevo, después de mucho tiempo, compruebas que realmente lo habías olvidado. ¿Conoces  esa sensación? No es placer, ni siquiera asombro.

Tómalo así. A medio camino entre la invención y el recuerdo. No sé, imagino que si me gustara el cine sabría explicarlo mejor.

La cosa es que durante un segundo reviví el punto exacto en el que estuve muerto. Ya sabes a qué me refiero.

 

¿Es ahí realmente a donde querías llegar? La noche lo inunda todo. Parece caer desde el avión más alto. La oscuridad se hace pegajosa por momentos.

 

Enciende las luces.

 

Alguien vendrá a rescatarnos.

 

(De Pequeños círculos)

 

 

 

CALOR, DESTREZA Y FILO CORTANTE: BREVE EXCURSUS FAMILIAR A PARTIR DE DON DELILLO


Tienes que cortarlo en rebanadas gruesas, eso es lo que dijo acerca del pan, luego siguió a lo suyo. Hablaba frente al espejo y su voz seca se grababa en el aire como el recuerdo de la comida: el fantasma del jengibre y las cerezas picadas. Solía afeitarse con una toalla sobre el hombro,  con la camisa pálida, abierta a la altura de la garganta. Cuando él hablaba, con la voz agotada entre el vapor y  la espuma (en ese instante donde el sol  en su batalla salpicaba de luz mi cara  —sometida a la fe del cansancio—  con un dibujo similar al resultado de un bombardeo) ella se sorprendía escogiendo las respuestas, eligiendo, entre el sonido luminoso de las voces, preparándolas (en el salado corazón de lo vivido) una detrás de otra, una detrás de otra, como racimos de páginas no escritas. La cuchilla producía entonces un sonido que me agradaba escuchar, como el roce de un papel de lija sobre su espesa barba. El eco de su gesto atravesaba el pasillo, y sobre el cuenco húmedo, agitada, una brocha con sus ramas esperaba el suave descanso de lo vencido. Tienes que cortarlo en rebanadas gruesas, eso es lo que decía acerca del pan mientras tomaba por el mango un viejo cuchillo de cocina, así, aprende y su rostro —allí, gastado entre maleza y aire— a medio afeitar, delataba de pronto (también) el amargo sabor de lo vencido. (Fue esta historia la que hoy escuchaste frente al espejo.) Y el sol relucía (sólo para él) en lo alto de las torres más cercanas.

 


ESTÉTICA DEL COBERTIZO (o polipropileno es su nombre)


Pensé en el tipo que esta mañana golpeaba las alfombrillas del coche contra el tronco de un árbol, y luego en el momento en el que decidí regresar a un confortable pasado. Desayunábamos. Pensé “es fácil contemplar el paisaje” y luego “tan sólo necesitas saber manejar la distancia entre dos puntos”. Un lugar no es más que su deseo de ser visto. Pensé en ello; en el modo en el que asociamos imágenes que de pronto se esfuman, formas que se contraen ferozmente como plástico que arde. El tipo sujetaba la alfombrilla con ambas manos y en un rápido gesto de verdugo descargaba todo su peso contra el árbol, con los ojos entrecerrados y la boca abierta. Ascendían a su alrededor motas de polvo que desaparecían delicadamente en el aire como pequeños ovnis. La acción carecía por completo de ritmo pero se elevaba por encima de nosotros —atrapándonos— en una especie de mito indescifrable. Más tarde pensé en la forma en la que ese tomatero crece junto a las vías del tren y luego en lo fácil que sería compadecer la miseria de estos postes de la luz cuya madera gris desbarata toda posible perspectiva. Pero no es el momento adecuado para nostalgias, dijiste a la hora del desayuno y luego, mientras abandonabas discretamente la tostada sobre la mesa, “deberíamos saber apreciar el desorden del cobertizo donde todo ejerce un extraño magnetismo”. Las herramientas amontonadas dentro de un barreño comienzan a contemplar la posibilidad de un día de lluvia. Pensé “volveré y comenzaré donde lo he dejado” y luego “ese tipo golpea con ganas”. Pensé en comprar aceite y luego en la necesidad de tener anticongelante suficiente en el maletero. Pensé en la lluvia y en las nubes sobre nosotros atravesadas de nuevo por la panza plateada del avión que aterriza. Pensé en ello, en su forma de dar sentido a las cosas, y luego, otra vez, en ese tipo que horas más tarde regresará a su casa feliz y sin secretos.

(Inéditos)

 

 

LA PELUCA DE LAS COSAS. LO IGNORADO


Pero lo ignorado también existe en sus pequeños actos. Se trata

de no volver con las manos vacías, por eso traemos vino

y algo de queso para la cena; miramos el rastrillo

que junto a la puerta tienta nuestros dedos, la barba del cartero

que se espesa casi blanca a la altura de la barbilla; medimos nuestra distancia

hasta el cubo lleno de leche

sobre el que un hongo de humo asciende —niebla

que atrae al alto hocico del invierno—. Nos llevamos el vaso a la boca

que luego volveremos a colocar sobre la mesa

con la marca lechosa del sorbo en su filo. Es algo más

que la aparente variación de un músculo. En los márgenes

siempre hay vida, como ves. ¿Quién guardará entonces nuestro secreto

ahora que hemos perdido los billetes de vuelta?

Nada en este lugar nos es familiar. Ni la luz que exagera

sus límites, ni el timbre metálico del carnicero

que afila sus cuchillos alejado ya de su presa. Nada. (No te preocupes,

estás a salvo,

la ola de secuestros no te afectará a ti que comercias

con pequeñas lagartijas de cobre. Pero ¿quién es toda esta gente

que respira dentro de un enorme signo de interrogación?)

 

—Oye, preguntas mientras descifras el número exacto de tu asiento,

¿sabríamos vivir en una ciudad tan común como esta?

 

(Pequeños círculos)

 


ANÉCDOTA DEL HOTEL


No hay teoremas para esto.

Quizá ni siquiera haya gasolina suficiente para la vuelta.

 

Donde hay espejos es inevitable la vida.

 

(Pequeños círculos)


 

 

EL HOMBRE DE LOS DARDOS

 

«porque media un tiempo distinto entre lo hermoso y lo normal», Andy Warhol

 

El gran lanzador de dardos

encoge su brazo derecho,

a la altura del oído las plumillas del dardo

aletean cerca de su piel. Un susurro breve.

Le gusta. Ya conoce esa sensación.

Reconoce en ella la primera caricia

de Tajta al amanecer sobre las sábanas,

el beso antes del pan y la naranja.

Por su cabeza pasa el rumor de las voces,

el estaño envejecido de las vigas,

alguna palabra suelta, envenenada

en un idioma que desconoce. Lejano,

un olor familiar desciende hasta sus límites.

Es precisa su colocación, tal como le enseñó

su maestro Schönen en la lejana Baviera.

-Todo el mundo espera grandes cosas de su gesto-

Ligeramente el pie izquierdo adelantado,

los ojos afilados, alerta sobre el difuminado

círculo rojo. Achina sus párpados, enflaquece

su sentido del caos durante un instante, casi puede

tocar con el iris el paisaje desigual de la diana.

La puntería es una forma del orden y del tiempo

-dice alguien en el diario deportivo- pero yo me quedo

con la forma a secas, con la suave

posición de sus pies.

Con el dardo atrapado así entre

pulgar,

índice

y corazón,

un instante antes de ser orden y tiempo,

es casi una forma simbólica –diría Cassirer-.

Su disposición en el espacio

bien puede pasar a la historia.

Es simétrica su elegancia y su fuerza. Sobre su traje

blanco y raso luce esbelto

la dureza ocre de sus pecados. Es una forma

arcaica y francesa de contemplar un mirlo

antes de su vuelo. (Qué pena que no esté Sara

para hacer una fotografía –alguien piensa junto al dardo-).

Que no lance, que sea así para siempre

-pide otro

ante esta sensual pureza de las formas.

 

Sin embargo, poco importarán las voces ya,

y el lejano sabor a Tajta, ante la inminente

figura –mediocre y vulgar- del hombre

que observa la punzada inútil del acero sobre el corcho.

Nada importa ese hombre que mira una vez que lanza.

Es uno más que espera

junto a la diana.

Sin estilo no hay lugares –reza un slogan-,

no hay formas, ni poemas ni mundos. Sin estilo no hay mitología.

Y él sabía ya –se lo había dicho su maestro Schönen-

que todo cambio de estilo es un cambio de rostro.

Recuerda entonces a Wallace:

“que sea –al fin- el triunfo de la apariencia”.

 

(coda)

-No lo he dicho, pero en su mano izquierda,

inmóvil permanecía una copa fina y alta de vino-.

Después de lanzar

a nadie le interesa ya la perfección de su estilo.

Pero

¿qué vino bebe el hombre de los dardos?

 

(De El hombre que salió de la tarta)

 

 

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