Amijima (2016), de Jorge Suárez-Quiñones

 

Por Rafael S. Casademont.

amijima 02FILMADRID nació hace solo un año para hacer llegar a la capital de España todo ese cine que se queda fuera de sus fronteras, ya sea por riesgo, radicalidad, originalidad o simple lugar de procedencia. En su segunda edición, programada de nuevo por Javier H. Estrada, experto conocedor de filmografías poco accesibles, se encontraba una estimulante paridad de obras, tanto de Latinoamérica como de Asia, películas belgas o filipinas, estadounidenses o marroquíes. El crítico y programador nos contó cómo les pide escribir sus películas favoritas a sus alumnos, ya sean de toda la historia del cine o de un solo año. La respuesta siempre contiene un dominio aplastante de Europa y Estados Unidos. El racismo audiovisual al que nos vemos obligados por el sistema de distribución y exhibición del cine mundial provoca, sin remedio, que esto sea así hasta en los más avanzados cinéfilos que, con éxito incierto, intentan remediarlo buscándose la vida por escondidos blogs de internet para encontrar películas de otras procedencias no dominantes ni monopólicas en el mercado del séptimo arte.

Con estas intenciones, FILMADRID reúne el mundo del cine, el verdadero, el completo, en una selección oficial apasionante, diferente y totalmente acertada, donde cada obra está por un motivo, por representar una parte de ese complejo panorama que, actualmente, forma el cine mundial. Con estas intenciones, con este planteamiento tomado como una especie de código de honor, la atención del público se dirigía sin remedio a Amijima, la única película española de la selección. Al contrario que las películas francesas que se pasean por Cannes o las españolas en San Sebastián, si Amijima estaba en competición era exclusivamente porque, de entre todas las seleccionables del mundo, para el programador y su equipo se merecía estar por méritos propios. Si sumamos que dicha proyección suponía el estreno mundial de esta película de solo 54 minutos de duración (el festival no distingue entre largos y cortos, una distinción cuya única diferencia procede, aunque solemos olvidarlo, de una imposición de las condiciones de exhibición del mercado) y que es obra de un joven realizador de solo 24 años, la expectación era tan alta como la curiosidad.

Jorge Suárez-Quiñones dirige esta radical apuesta como una adaptación libre de la obra de teatro bunraku, Los amantes suicidas de Amijima. En dicha obra del siglo XVII, un hombre se dirige a su suicidio en escena mientras el camino hacia la muerte de su amada se muestra fuera de de la misma, únicamente a través del sonido. Dicha obra clásica supone una invitación descarada a la principal hazaña de Suarez-Quiñones, igualar el sonido y la imagen en la narración de su historia y en la experimentación de su cine. Por un lado, vemos a un hombre que aparece entre la niebla, con la cámara alejada, dicha presencia se adscribe al paisaje en su camino hacia la muerte. Las trabajadas imágenes en blanco y negro nos regalan bellísimas escenas, destacando la primera de todas ellas, con el protagonista dibujando su silueta negra entre la blanca imagen de la niebla y, en mitad de metraje, el plano detalle de cómo el protagonista de la imagen, interpretado por Guillermo Pozo, limpia lentamente sus manos de tierra con el lento caer de una gota.

amijima 01El joven director leonés no solo juega con las imágenes acercándonos y alejándonos de su protagonista, haciéndolo desaparecer en la inmensidad del espacio, moviendo la cámara solo cuando le resulta imposible no hacerlo, moviendo las imágenes y el tiempo hacia atrás o, incluso, retrotrayéndonos hasta los hermanos Lumière en el segunda plano largo del filme. Si antes decíamos que la imagen era puesta a prueba, el sonido no se queda atrás, la banda lateral del casi desaparecido celuloide parece haber olvidado su poder expresivo (como ya hace mucho que ocurrió con el color) para caer en una rutina de pura corrección técnica cuyas formas y posibilidades mueren ante planteamientos realizados con el piloto creativo en modo automático. En Amijima, el sonido es el otro amante, la otra parte de la película, convirtiendo la obra “audio-visual” justo en lo que su nombre compuesto indica. Mediante la repetición de los diálogos, la fuerza y dureza del sonido, el personaje sonoro nos indica su muerte, como lo hace su contraparte derivando en el paisaje confrontado.

Llega el momento de una imagen costera donde el sonido grita de dolor, nos deja claro que no es complaciente, que es duro, que está herido y que, como la imagen, se va a suicidar. Dicho sonido nos incita a no querer oír, igual que las más poderosas imágenes nos hacen no querer mirar. Al final, Amijima sigue ahí, como el lugar, como la obra, donde ambos personajes, donde la imagen y el sonido caminan, al fin a la par, hacia su final.

 

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