Antonio Azorín, el novelista revolucionario

GASPAR JOVER POLO.

Los escritores de la generación del 98 presentan productos novelísticos profundamente revolucionarios, frescos, llamativamente irreverentes con respecto a la tradición literaria. Unamuno dice escribir “nivolas” en vez de novelas; Valle-Inclán se sumerge con toda determinación en la prosa poética de sus famosas Sonatas; y José Martínez Ruiz, apodado Azorín, escribe sus primeras novelas con un argumento mínimo o sin ningún argumento; este último autor publica libros que todo el mundo llama novelas pero que están compuestos principalmente por colecciones de anécdotas protagonizadas por el personaje Antonio Azorín, por descripciones paisajísticas y por reflexiones filosóficas y sociológicas. La tradición cuenta poco para este grupo de escritores de principios del siglo XX, o solamente cuenta como base de partida sobre la que desarrollar sus nuevas ideas y sus apetitos literarios más íntimos. A las primeras novelas de Azorín, también se les podría llamar nivolas perfectamente pues coindicen poco con los objetivos y con las características que antes y después se han considerado propias del género narrativo. Se trata casi de despreciar algunos de los componentes que han sido básicos en la novela del XIX y que, luego, lo serán también en la del siglo XX y en la del XXI. Son escritores tremendamente modernos si los comparamos con la generación que los precede, y, todavía resulta mucho más llamativo que también sean modernos si los comparamos con la mayoría de los autores que han escrito después e incluso con la mayoría de los novelistas de la actualidad.

La segunda novela escrita por Martínez Ruiz, la que tituló Antonio Azorín, carece de argumento y también de evolución en la trayectoria vital y en el pensamiento del personaje protagonista. El protagonista, que se llama Antonio y se apellida Azorín, ya ha llegado, en las primeras páginas, a una etapa personal que podemos considerar como de escepticismo existencialista, y ya no se mueve de esta posición ideológica en el resto del texto; mientras que en la novela anterior del escritor de Monóvar, en La voluntad, todavía se puede notar cierta evolución en el pensamiento del protagonista, de un joven provinciano que, al principio del libro, todavía se indigna ante el estado de las cosas dominante en España. El protagonista de Antonio Azorín es un periodista que ha vuelto a su pueblo en la provincia de Alicante hastiado de la vida madrileña, de la agitación de la vida en la urbe, y a partir de este punto de partida, el autor se dedica a contarnos, a lo largo de la mayor parte del resto del libro, las anécdotas pueblerinas que protagoniza este personaje principal o de las que es solamente testigo; todas ellas, llamativas, sí; todas, significativas, sí, interesante, líricas; pero también del todo intranscendentes; es decir, sin ninguna consecuencia práctica para la vida del protagonista y de la gente que lo rodea.

En cuanto a las reflexiones filosóficas y sicológicas, también muy abundantes, en esta segunda novela de Azorín, el tema es que, según el narrador, resulta necesario bajar a ras de suelo y poner los pies en la realidad más cotidiana y en apariencia más simple: bajarse de la ilusión por cambiar las cosas; es decir, del anarquismo ideológico que han profesado tanto el autor como el personaje protagonista, y adentrarse en la tarea mucho más productiva de vivir la vida tal como viene y de atender solo a la realidad más próxima y más elemental. El obispo de Orihuela señala en la larga conversación que mantiene con el personaje Antonio Azorín: “Nietzsche, Schopenhauer, Stirne son los bellos libros de caballerías de hogaño. Los caballeros andantes no se han acabado; los hay aún en esta tierra clásica de las andanzas. Y yo veo a muchos jóvenes, señor Azorín, echar por las veredas de sus pensamientos descarriados”. Y poco después, en la misma línea de pensamiento, el personaje periodista que vuelve desengañado de Madrid defiende la tesis de que es preciso conformarse con lo que se tiene alrededor, al lado, con la situación establecida, y dedicarse a sacar el mayor partido a lo que la vida tiene a bien ofrecernos: “Los hombres, querido Sarrió –ha dicho Azorín–, se afanan vanamente en sus pensamientos y en sus luchas. Yo creo que lo más cuerdo es remontarse sobre todas estas miserables cosas que exasperan a la Humanidad. Sonriamos a todo; el error y la verdad son indiferentes”.

Y por último, al final de un libro que hemos convenido en llamar novela pero que rompe con varios requisitos importantes del género narrativo, el joven Antonio se aleja de su localidad natal, de Monóvar, y se pone a transitar por la meseta castellana sin venir a cuento, sin siquiera explicar mínimamente la necesidad de este salto físico, sin dar ninguna pista sobre el porqué de este cambio brusco de ubicación. La novela pasa, en esta parte final, de tercera a primera persona narrativa, y el protagonista Antonio Azorín se pone a desarrollar y a explicar al lector una especie de estudio de corte sociológico sobre por qué la región castellana se encuentra tan atrasada económica y culturalmente; sobre por qué los pueblos de la meseta por los que va transitando resultan tan tristes a los ojos del viajero.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *