El jardín, de Javier Garrido

Los relatos de Culturamas publica esta semana un cuento de Javier Garrido que hará que el lector se adentre en un jardín inquietante, lleno de sombras. Os invitamos  a que os dejéis atrapar por esta narrativa tan minuciosa.

 

El jardín

Javier Garrido

Un gozque famélico, todo hueso y pellejo, se las ha ingeniado para colarse por el agujero de la tapia. Olisquea furioso bajo la luz de la luna, correteando de aquí para allá, gimoteando de hambre; de pronto se detiene, y comienza escarbar la tierra correosa con exaltación maníaca, levantando una profusa polvareda.
Fue una vez un jardín, y le sigo llamando así por la fuerza de la costumbre, aunque sospecho que para el resto de la humanidad no pasaría de ser un erial pelado, un cuadrado de suelo duro y reseco en el que apenas crecen unos matojos raquíticos, y en el que el único accidente digno de mención es el insano tocón de la araucaria, emergiendo en medio del terreno como un brazo mutilado. Apenas en uno o dos puntos se ven signos de una reciente perturbación del suelo, y es en uno de esos lugares en donde el perrillo se dedica a hurgar con frenesí.
No quiero encender la luz, así que tanteo a ciegas en el cajón de arriba del seibó, hasta que mis dedos tropiezan con la helada dureza del revólver. Y le apunto cuidadosamente, pues mi intención no es herirlo o matarlo, sino sólo darle un susto, y que, por su bien y por mi tranquilidad, se vaya por donde vino y no se le ocurra volver.
Pero no me ha resultado bien: intenté apuntarle delante del hocico, pero ese ligerísimo temblor de mi mano, del que ya no se librarme, ha hecho que el tiro salga desviado y que la bala le roce el lomo. Un poco menos y le doy en la cabeza, y entonces el problema ya no hubiera sido solo mío. Tengo más que sabido que no es sabio ni sensato despertarlos. Y si el estampido no ha alertado a los vecinos, lo habrá hecho el aullido de dolor. El animal huye encogido hacia el hueco del muro, con el rabo entre las patas, dejando atrás un rastro de sangre. Las luces de las casas vecinas se encienden, y oigo voces aturdidas y airadas.
Mala cosa.
Devuelvo el revólver a su sitio y me siento otra vez a esperar en la oscuridad, en la butaca colocada de cara a la puerta corrediza que da al jardín. No puedo dejar de cavilar en que esa sangre, a semejante hora, podría acarrear malas consecuencias.
 
Hace dieciséis años que vivo en esta casa; los últimos trece, completamente solo. O, mejor dicho, no tan solo como quisiera. Recuerdo vagamente, como en otra vida (o en la vida de alguien más), que al principio todo estaba llena de ruidos y de voces, que con el tiempo fueron raleando hasta extinguirse. Era una casa digna, ya antigua pero muy bien conservada, en una zona tranquila y honorable, con vecinos respetuosos y su pulcro jardín en la parte posterior, la que da hacia la cañada. No lo rodeaba aún el muro: una simple alambrada lo separaba de las parcelas linderas. Empezó aquello sin que nadie lo notara, y se inició precisamente en ese jardín, sin aviso y sin saber cómo ni por qué. Los rosales fueron los primeros en caer: me vi obligado a arrancarlos al año o al año y medio de habernos mudado. Los lirios, las azaleas y el ciruelo aguantaron un poco más. Unos meses más tarde siguieron los hasta entonces invictos arbustos de cayena que tapizaban el linde con la casa de la derecha, y eso me decidió por fin a sustituir la cerca de alambre por un muro de mampostería. El trabajo tardo mucho en terminarse, ya que tuve que exigir que la tapia pasara de los dos metros de altura a dos y medio, y luego a más de tres. La pared del fondo, la que da al riachuelo, quedo a medio levantar cuando un día cualquiera la cuadrilla de obreros qua había contratado decidió no regresar, y tuve que completarla yo mismo con manos inhábiles; pero desde entonces he adquirido mucha experiencia en esa clase de trabajo. Al final solo quedó la inmensa araucaria, cercada entre las cuatro paredes, aparentemente inmune hasta hace poco más de cinco años, cuando me vi obligado a talarla pues su comportamiento singular ya me resultaba intolerable. Aunque todavía de tarde en tarde su tocón marchito y negruzco se empecine en emitir brotes malsanos y contrahechos, que me apresuro a extirpar a fuerza de hachazos, fuego y veneno.
Esta vez no tuve que esperar demasiado. Han transcurrido exactamente doce minutos en la esfera luminosa de mi reloj de pulsera cuando oigo el timbrazo seguido de golpes impacientes a la puerta. Son las 2:27 de la madrugada.
Abro y me encuentro con la pareja de policías. No los conozco: acaso sean nuevos en la zona. El más cercano, justo frente al vano de la puerta, tiene ojos de sueño, es un sargento bajo, moreno, obeso y de bigotillo ralo. El otro, un poco más alto y de expresión bovina, permanece junto a la reja de la calle, espabilándose con un cigarrillo. Han dejado la patrulla estacionada en la acera de enfrente
—Buena noches, señor. Disculpe que lo molestemos a esta hora. Uno de los vecinos acaba de llamarnos para avisar que se oyó un disparo en su residencia. ¿Sabe algo de eso?
—Por supuesto. Le disparé un perro que entró a mi jardín. Quería espantarlo.
La mirada ahora es de incredulidad.
—¿Le disparó a un perro para espantarlo? —el otro policía arrojó el cigarrillo y se acercó para oír mejor, ya despierto del todo—. ¿Habla usted en serio, señor?
—Por completo. Eso fue exactamente lo que ocurrió.
—Las armas de fuego no son para jugar, señor.
—Es mía y tengo permiso. Y no estaba jugando. Tenía que espantar a un perro que se coló en mi propiedad.
—Pues debe estar informado de que hay restricciones para su uso, así tenga licencia. Por ejemplo, está prohibida dispararlas en áreas urbanas sin un motivo muy justificado, como defenderse de una agresión proporcional.
—Ya le expliqué que tenía un motivo justificado.
—¿El perro lo atacó? ¿Sabe a quién pertenece el animal?
—En absoluto. Y para defenderme de semejante piltrafa no hubiera necesitado un arma. Solo quería espantarlo y la verdad es que lamento haberlo herido.
—¿Porta usted el arma en este momento, señor? —preguntó con precaución.
—Pues no, preferí guardarla en su sitio. No me gusta andar por ahí con ella encima.
—Necesito sus datos, señor. Y por favor, si no le es molestia, saque las manos de los bolsillos de la bata. Despacio.
—Para nada. Aunque hace frio.
—¿Está usted solo en esta casa, señor? ¿Hay alguien más con usted?
Eso ya resultaba más difícil de contestar.
—Estoy solo.
Siguió toda una ronda de preguntas estúpidas, de las que anotó algunas respuestas en una libreta.
—Espere un momento —y le entrego la libreta al otro agente, que se dirigió con paso apresurado a la patrulla—. Supongo, señor, que no tendrá ningún inconveniente en mostrarme su identificación y porte de armas.
—Para nada. Soy de la opinión de que el ciudadano honesto debe colaborar con la policía, así sean las dos de la madrugada.
—También quisiera ver el arma, y el lugar de los hechos. Mero formulismo, como usted se imaginará….
Esto último ya no me agradó. Según iban las cosas, lo más probable es que el “mero formulismo” terminara por hacerme pasar parte de la noche en la delegación, lo que no me interesaba en modo alguno. Con un par de llamadas a viejos conocidos podría salir del paso, pero a esa hora iba a demorar forzosamente. ¿Quién iba a cuidar entonces el jardín hasta que amaneciera? Ni pensarlo. También recordé el reguero de sangre, y me pregunté otra vez si no habría alguna secuela indeseable.
Por lo visto, notó mi vacilación, aunque esta solo duró una fracción de segundo.
—¿Algún problema con eso, señor? —y descubrí el esbozo una sonrisa ominosa.
—En absoluto. Si usted dice que es necesario, no tengo inconveniente. Pase por favor, no faltaba más.
—Enseguida vamos. Mi colega está haciendo unas comprobaciones de rutina, así que le pediré un poco de paciencia.
Y en efecto, vi que el otro conferenciaba animadamente por la radio de la patrulla.
—Con tal de que no se demore demasiado. Es tarde, y en verdad quisiera volver pronto a mis ocupaciones.
—¿Dispararle a algún gato, quizás? Tranquilícese señor, que ya no se demora.
Finalmente regreso e intercambiaron entre ellos un par de frases que no alcance a discernir. Atravesamos el recibo, completamente vacío, y los guíe por el corredor, a sabiendas de la extrañeza que debía provocarles las estancias desamuebladas de la derecha, y las tres puertas condenadas con tablones sin desbastar a la izquierda.
En la parte posterior de la casa está la atiborrada estancia que me sirve a la vez de despacho, comedor y dormitorio, y que se comunica con el jardín por la puerta corrediza. En otro tiempo correspondía a la cocina y el lavadero, pero tuve que demoler el tabique de separación para disponer de un espacio habitable. Un diván bajo, una cocinilla eléctrica, la butaca, un refrigerador pequeño, un escritorio desvencijado y el seibó atestado de libros y latas de conservas agotan su mobiliario. A la izquierda, una puerta pintada de azul da al baño. En un rincón, una montaña de ropa sucia, y colgando de la cuerda unas pocas prendas recién lavadas, justo las que necesitaría para cambiarme al día siguiente. Sobre el escritorio hay un calendario, en el que voy marcando las fechas con círculos rojos, y tres ceniceros desbordados de colillas a medio fumar.
—Bien, aquí estamos. ¿Qué desean ver?
Por primera vez mi perseguidor pareció desconcertado, pero enseguida recuperó (o pretendió recuperar), el aplomo.
—Muy acogedora su vivienda, señor —intentó un sarcasmo, pero su tono resultó poco convincente.
—Huele raro – intervino el otro.
—Es por el ozono – le respondí.
—Bueno, primero lo primero. Veamos la identificación, la licencia y el arma.
Saqué la identificación y la licencia de la billetera, y se las entregué.
—El revólver está guardado en el seibó, en el cajón de arriba. Imagino que preferirán ser ustedes quienes lo busquen.
—Si así lo desea… —y le hizo una seña a su compañero.
«Buenos chicos» —pensé.
Infinitamente revisaron el arma, y al final anotaron algo en la libreta. Luego se aplicaron con idéntica escrupulosidad al carnet.
—Por aquí todo parece estar en orden, señor. Pero como ya le informé, tener un permiso en regla no lo autoriza disparar un arma a lo loco.
—Cierto, eso ya me lo dijo, y ya le di mi explicación. ¿Les puedo servir en algo más?
—Necesitamos ver el lugar del incidente. Y después nos hará el favor de acompañarnos a la central. De preferencia, por las buenas.
—¿Estoy detenido? ¿Por qué razón?
—Pues sabrá señor, que me han informado que no esta es la primera queja levantada en su contra. Será necesario que haga una declaración formal por el incidente. Luego… ya veremos. Pero vamos por partes: por lo pronto, vamos al lugar de los hechos.
—Ya le dije que fue en el jardín.
—Pues igual, necesito verlo personalmente.
—Ya veo que es acucioso en su trabajo. Puede ver lo que desee a través de la puerta corrediza.
—Eso está muy bien, pero preferiría de verdad inspeccionarlo más de cerca. Por favor, encienda alguna luz, si es que la hay. Mendoza, ¿trajiste la linterna?
No tenía sentido resistirse, así que accioné el interruptor. A pesar de la oscuridad (la luna se había ocultado tras las nubes) ya había notado una tenue niebla iridiscente que comenzaba levantarse a ras del suelo, aunque ellos, obviamente, no se fijaron en ese detalle. La intensa luz de los reflectores iluminó de golpe todo el cuadrado de tierra, limitado por el alto muro de ladrillo. Como siempre, el renegrido tocón de la araucaria simulaba un brazo amputado.
Los policías se miraron entre sí, por lo visto incapaces de decidir con qué clase de loco tenían que vérselas.
—Muy bonito su jardín señor —volvió el tono sarcástico, esta vez con un poco más de éxito; se ve que lo iba perfeccionando—. Lleno de vida y verdor, en verdad. Y, sobre todo, bien cuidado. ¿No te parece Mendoza? —el otro asintió con una risita estúpida.
—Se hace lo que se puede. Usted lo ha dicho: reboza de vida, aunque a primera vista no lo parezca….
—¿Dónde dice que estaba el perro al que le disparó?
—En aquel lugar donde se ve la tierra removida. Supongo que habrá entrado por un hueco que hay en la tapia, y por allá habrá salido también. No he vuelto a verlo.
Con aprensión noté que el suelo había comenzado hundirse en varios sitios, formando depresiones como conos invertidos.
—Pues por favor señor, acompáñenos. Vamos a echarle un vistazo al lugar.
Ellos podrían creer que yo estaba loco, pero yo sabía que no lo estaba lo suficiente como para poner un pie allí a esa hora.
—El relente de la noche agrava mi bronquitis —me excuse—. Si no le es molestia, preferiría permanecer bajo techo.
—En fin, como guste. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Mendocita, quédate con el caballero mientras doy un vistazo. Y procura no quitarle el ojo de encima.
Caminó hasta el punto que le había indicado, donde se acuclilló para observar mejor. Luego fue siguiendo el rastro de gotas de sangre hasta el lugar del muro en que una decena ladrillos se habían desprendido, derrumbándose hacia la quebrada.
Empecé a oír (o creí empezar a oír) como un levísimo zumbido que parecía llegar desde algún lugar en lo profundo; o más bien, algo así como incontables guijarros entrechocando en una corriente de agua; o quizás solo fue mi imaginación, pues los otros parecieron no escuchar nada. Ya el sargento regresaba de su recorrido, con pasos cada vez más incómodos e inseguros a medida que el terreno se iba ablandando y la calina brillante le rebasaba los tobillos. Llegó hasta el centro del jardín y no pudo avanzar más. Sus facciones se contrajeron con una mueca de dolor, y lo oí gritar:
— ¡Dios! ¿Pero qué mierda en esta? ¡Mendoza! ¡Ven a…!
Algo ahogó el resto de sus palabras, de las que apenas me llegó un bramido áspero e inarticulado. Nunca he sido capaz de acostumbrarme a ese espectáculo: cerré los ojos, y escuché una especie de explosión silenciosa, y un golpe de luz oscura me hirió a través de los párpados cerrados, y sentí que el imbécil de Mendoza pasaba a mi lado corriendo desbocado, oí sus los pesados zapatos hundiéndose en el suelo inseguro, y otro grito y enseguida un ruido de succión y luego un silencio espeso como agua turbia.
Al volver a abrir los ojos ya la bruma retrocedía, absorbida por la tierra. Sobre el suelo removido quedaron apenas dos manchones oscuros e irregulares, que a más tardar en un par de horas habrían desaparecido por completo. Bien lo sabía por experiencia.
En verdad estaba mortalmente cansado, así que apagué las luces y después de cerrar con llave la puerta de la calle me volví a mi lugar de siempre, en la butaca. Hubiera deseado dormir un rato, como todo el mundo, una hora, aunque fuera, o al menos veinte minutos. Pero si lo hago, ¿quién cuidará mientras tanto del jardín?


Sobre el autor


Javier Garrido (Caracas, 1964). Médico y Pediatra, residenciado en la Isla de Margarita.
1989: Primer Premio del II Concurso de Narrativa “Miguel de Unamuno” del ICIV. Cuento: “Máscaras”.
1990:  Primer Premio, mención Narrativa, en el Primer Concurso Literario “Simón Bolívar” (Juan Griego). Libro de cuentos “Viernes”.
1991: Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: “La muñeca descalza”.
2017: Mención en el II Concurso de Cuentos “Salvador Garmendia”.
Publicaciones: Viernes (cuentos). Porlamar, 1992.  La muñeca descalza (cuentos). Porlamar, 1993. Abbadón y otros cuentos siniestros. Amazon, 2018

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