El padre

Por Rafa Mellado

Unos diez minutos de inicio de película memorables. Dos bestias de la pantalla, Olivia Colman y Anthony Hopkins, cara a cara:

—¿Qué va a ser de mí?

Ella tiene que rehacer su vida. Vendrá a verlo siempre que pueda. Él no puede quedarse solo, imposible, si se niega a tener un cuidador…

—¿Qué vas a tener que hacer?

El padre, es la adaptación cinematográfica por Florian Zeller y Christopher Hampton, nada menos, de Le Père (El Padre), obra teatral del propio Zeller, director del filme. Su primer largometraje, Óscar al Mejor guion adaptado, y al Mejor actor, Anthony Hopkins, en 2021. Un debut de Champions League.

Si el cine existe es gracias a su capacidad de manipular las emociones del espectador, que diría la gran montadora Teresa Font. Y el montaje es el gran elemento efectista de esta película. Pero, ¿qué trasciende del truco? Se juega con los detalles de vestuario, de decorado, de una puesta en escena impecable. Los espacios, caras, muebles, objetos, cambian, se transforman en piezas de un puzzle mental que hay que encajar. La peli se vuelve confusa, laberíntica, repetitiva…

El padre, perfectamente caracterizado, entre lo payaso y lo trágico. Recalcitrante en su deseo de que no lo cuide ningún extraño en casa. La hija, armada de paciencia, en ocasiones lo asfixiaría bajo la almohada mientras duerme. Ambos transmiten la angustia propia de su punto de vista, que va alternándose de manera desigual en el relato. No olvidemos que ella es la protagonista, quien toma las decisiones. Pero estas decisiones, estos puntos de giro se omiten voluntariamente en el metraje, un recurso muy teatral y válido. No sabe qué hacer con el padre. Aunque desea que éste lo entienda.

Aquí se pierde la tensión dramática. Desde el planteamiento la respuesta está dada, aunque no verbalizada por ella. Se suplanta el drama por un intento de thriller. Se pretende interesar por la relación de la hija con el marido, del marido con el padre, del padre y la hija con las cuidadoras, se dilucida el destino de una hermana fantasma. Poco más aporta todo esto a una relación padre-hija inmutable. Como digo, el nudo se convierte en un juego inteligentemente dispuesto para que la espectadora vaya juntando las piezas, se enmarañe en el proceso, sienta pena, empatice con la decadencia del personaje, y obtenga el premio de la reconstrucción… Transitamos el laberinto igual que ratones de laboratorio, sabiendo a donde nos lleva el camino. El minotauro tiene la boca sumida, los ojos hundidos, la piel como la de un recién nacido.

Me gusta la metáfora del laberinto, los encuadres de los pasillos, de las estancias y habitaciones. Leí que un estudio reciente publicado en American Journal of Archaeology dice que el laberinto nunca existió. La construcción que alojaba al Minotauro solo es una “memoria abstracta”, que no está relacionada con un monumento real.

Hace Zeller también guiños a Schopenhauer y a American Beauty, en esta retrospectiva, de los dos o tres días previos a su ingreso (puede que sean meses), de un padre con demencia senil o Alzheimer, en un intento convulso y confuso por entender la decisión final de su hija respecto a él. Solo así se llega a entender el clímax de la película, y toda esa corriente de amor subterráneo que hay en la relación paterno filial. El mayor deseo de ella es que su padre entienda una decisión nada fácil, tomada tras muchos sacrificios.

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