«Cuando ya no quede nadie», de López Barceló: memoria histórica y fecundo peregrinar femenino

Horacio Otheguy Riveira.

Muchas son las muertes que aparecen y desaparecen en esta obra que aúna agudeza crítica y potente energía vital. Uno de los mayores aciertos de Cuando ya no quede nadie radica en narrar el dolor que provoca la muerte ajena con una ternura y una calidez únicas. Evita en todo momento el tono lánguido, triste, que suelen conllevar estos temas porque la autora, Esther López Barceló, avanza con gran luminosidad, para ella la vida no se convierte en una fosa donde seguir cavando para quedarse allí, sino, por el contrario, un lugar donde bregar para no existir de entre los muertos.

Una novela política y sentimental con muertos verdaderos e inesperados, al calor de emociones eminentemente femeninas.

Pasados unos minutos, Ofelia interrumpe la congoja. Debe serenarse. Hay tareas de las que en adelante solo ella puede hacerse cargo. Ya no queda nadie más que se ocupe. Nadie. Y le pesa tanto la inmensidad de esa certeza que la aparta de su pensamiento como a la maleza en un bosque. Lleva años instalada en el desamparo de saberse huérfana, a pesar de que su padre siguiera vivo. Como tantas otras veces antes, se pregunta si un padre sin memoria sigue siendo un padre. Y, por primera vez, se dice que sí. Ahora que ya no está, lo sabe. Reconoce el valor de que hubiera un cuerpo caliente al que asirse, al que abrazarse, al que cuidar. Aunque Ofelia no lo hiciera apenas. Apenas. Se repite a sí misma ese apenas, que no es tan gélido y rotundo como un nunca o un jamás. Ese apenas que es un pequeño oasis en el desierto de culpa que la ha sepultado.

El recorrido adquiere diversas tonalidades, como si se tratase de un paisaje desde el amanecer hasta la noche, entre pueblos y ciudades, con la guerra civil española marcando el paso con el fiero dolor de posguerra y la mirada larga en un hasta siempre del que los personajes no están dispuestos a apearse. Y es que hay conocimientos que de pronto se sienten inválidos, como le sucede a Ofelia cuando descubre que sus padres no fueron simplemente un humilde trabajador ferroviario y una portera de señoritos. Así que deambular por sorpresas y lo que está a punto de descubrir podría desbaratar por completo su percepción de la vida, su familia y la historia de su propio país, una España cuyas grietas nunca logran cerrarse, acaso como cicatrices que demasiados intereses políticos hacen lo posible para que permanezcan abiertas, sangrantes.

Una novela testimonial que, entre breves capítulos, consolida un estilo de periodismo literario. Importante debut de una periodista, autora a su vez de obras de no-ficción: Testimonio de la memoria y La conquista de las ciudades. 

Imagen de una exhumación organizada por la Delegación de Memoria Histórica de la Diputació de València: «… localicé el paradero de mi abuelo antes que muriera mi padre. Está en una fosa del «paredón de España», así es como llaman al cementerio de Paterna, porque bajo su tierra reposan los huesos de más de dos mil doscientas personas de todas partes del país».

«Se levanta y arrastra su cuerpo con un pie descalzo hasta el dormitorio, donde va abriendo, sin ton ni son, los cajones verdes. Necesita ropa negra. De luto. Pero no encuentra nada. Tampoco sabe si tiene. Se siente aturdida después de haber llorado tanto. Y se rinde. Agarra la butaca del rincón y la sitúa frente a la cómoda para sentarse al fin. Por un momento permite que su cuerpo ceda a la gravedad y se le desgaje. Quiere vaciarse entera. Apoya la cabeza en el respaldo y ancla sus ojos al cuadro que cuelga sobre el mueble. Es el dibujo de unas cerezas que, siendo muy niña, pintó su madre y que muchas décadas después, dos días antes de su muerte, heredó de sus propias manos. Lo observa como si contuviera un mundo y a través de las pequeñas frutas rojas pudiera trasladarse a la casa familiar. Ese lugar en el que ha vegetado el cuerpo amnésico de su padre durante casi cuatro años y que apenas ha pisado desde entonces. Y rememora una a una las estancias del piso de su infancia, tan escueto y humilde. Aquella casa improvisada en la sexta planta del que un día fue un edificio señorial. Lo reconstruye a través de su mirada infantil. Cierra los ojos y ve el mágico armario con cerradura, el mensaje oculto que imaginaba en el papel pintado del pasillo, el salón ocupado a perpetuidad por la tabla de planchar de su madre. Incluso recuerda el olor a pasado detenido en la habitación en que murió su abuela y que, casi desde entonces, ocupa Lucía, la leal amiga de la familia desde que el tiempo es tiempo. Quien durante los últimos años se ha convertido en lo que no supo ser Ofelia. En una enfermera, una amiga, una hermana: en una hija para su padre».

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Melilla 1936, Luis María Cazorla

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