Escritor como profesión o la utilidad del arte

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

“Escritor no es una profesión” me dijo la dependienta de la papelería dejándome allí, sola, frente al mostrador, en el que las figuritas de papel mache, representativas de las distintas profesiones y oficios, trazaban una perfecta línea recta. El médico, la profesora, el periodista, el bombero, la veterinaria, la peluquera… imposible enumerarlos a todos, más de veinte figuritas que yo observaba con atención buscando alguna que pudiera pasar por una falaz representación de escritor. Caracterizadas hasta al más mínimo detalle, ninguna de aquellas figuritas podía servir para el engaño; “pero, si tienen un pintor”, exclamé de pronto, ante un pequeño ser vestido de negro y que sostenía en su mano derecha una paleta de colores, “si el pintor es un oficio ¿por qué el escritor no lo es?”, pregunté a la indiferente dependienta, “pues no lo entiendo”, me contestó, “eso de pintar no lo veo yo como una profesión”. Ante mi perseverancia, debía existir el oficio de escritor, la directora de la papelería se acercó a mí con un gran cartapacio; “no creo que encontremos ningún escritor, pero para que te quedes más tranquila, ojea el catálogo, aquí están todas las profesiones disponibles”. Irónico, entre las profesiones estaba la de recién licenciado, “¿y qué profesión es esta?”, pregunté a la directora que trataba de disimular el tedio por mi insistencia, “no sé qué decirte, yo no hago estas figuritas, yo sólo las encargo” me dijo y mientras con su mano izquierda trataba de cerrar el catálogo –yo a había repasado dos veces cada una de las posibles profesiones allí representadas-, añadió: “lo único que te puedo decir es que eso de ser escritor no es ninguna profesión. ¿Desde cuándo escribir ha sido un trabajo?”.

 

escritor 1Salí de la tienda sin el regalo para Juan Gómez Bárcena, con quien había quedado pocas horas después en el Pipa’s Club, donde junto a Juan Trejo y Ignacio Vidal Folch leería un fragmento de su novela El cielo de Lima. Llegué puntual, todavía quedaban unos minutos para el inicio de aquella lectura pública organizada por los Encuentros Albor; en la puerta me encontré con Juan Soto Ivars y la agente literaria Amaiur Fernández, detrás de ellos estaba Juan, apostado en una esquina con una copa de vino tinto en la mano. Fui a saludarle, habían transcurrido unos meses desde que nos habíamos visto por última vez en Madrid, meses en los cuales El cielo de Lima había conseguido llegar a su segunda edición y Juan había ganado el Premio Ojo Crítico de Narrativa. “Quería hacerte un pequeño regalo para felicitarte materialmente por el Premio, pero no he podido”, le dije; “eso está bien, decir que quieres hacer un regalo a alguien pero no hacérselo”, me contestó Juan entre risas, “es contradictorio, pero me gusta como táctica, nunca antes la había escuchado”. No se trataba de táctica alguna, tampoco de excusa, pero qué le iba a hacer yo si los fabricantes de muñequitos de papel maché consideraban que el escritor no merecía representación alguna. “No es excusa, el problema es que el escritor no es un oficio” le dije y le expliqué mi anécdota en una de las cadenas de papelería con más tradición en Barcelona. “Vamos, que soy un hombre sin oficio, pues puede que tengan razón, ya lo dicen todos, los escritores, los artistas somos unos bohemios que pretendemos vivir del arte”. “Escribe quién no tiene nada que hacer en la vida, ¿a qué si Juan?”, dijo con ironía un amigo común que acababa de llegar; la sesión de lectura iba a comenzar, Juan se dirigió hacia el escenario y los demás buscamos acomodo en los asientos. No volvimos a hablar del tema.

El día siguiente deambulaba por la Diagonal tratando de dar forma mental a mi tesis doctoral; “aprendo de memoria los guiones paseando a lo largo de Gran de Gracia”, me dijo en una ocasión un actor”, yo aquella mañana trataba de escribir mi tesis paseando, convirtiendo cada paso en una palabra de aquel texto todavía por escribir. Caminaba por la acera de la montaña, esa acerca que, como dijo Vila-Matas desde su Ciudad Nerviosa, está siempre a la sombra, contraponiéndose a la otra acera, siempre iluminada por el sol. Llegué a Plaça Francesc Macià, allí la terraza del histórico bar Sandor comenzaba a llenarse; eran las doce y treinta, la hora del vermut estaba próxima. Nunca me gustó ese bar, siempre lo relacioné con un tiempo pretérito, empolvado de cenizas de puros trasnochados y de viejas copas de whiskie de una modernidad que fingía ser “progre”. “Allí, en una ocasión, me encontré con Salvador Dalí”, me contaba mi madre casi siempre que pasábamos frente al bar, “debía ser el año ’73; Dalí estaba allí sentado, escondido bajo un largo abrigo de piel, jugueteando con sus peculiarmente afilados bigotes y con una copa en la mano, imposible no reconocerle”.

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 Decidí ocupar una de las mesas, pedí una cerveza y jugué a ser quién no era: a mi lado un hombre de tez artificialmente morena, con ampuloso estómago y con los cinco primeros botones de la camisa desabrochados se deleitaba, con movimientos eróticamente poco sugerentes, fumando un espectacular puro. El Sandor, aquel bar que yo siempre había asociado con una cultura de la que no quería ser heredera, había perdido su esplendor; “todo terminó cuando Dalí dejó de venir y ocupar su terraza”, me dijo en una ocasión un profesor que de joven solía pasar por aquella terraza en busca de algún ilustre artista o escritor; “durante breve tiempo el Sandor fue, para mí, como el Café de Flore para Hemingway, pero como sucedió también con el famoso café parisino, pronto los ilustres rostros fueron sustituidos por sus parodias”. Transcurrí allí unos tres cuartos de hora, nada notable que reseñar; leí el periódico y me aburrí ante una plaza que se agotaba por sí sola; pensé en Dalí, en el respeto institucional y público que había obtenido, ¿alguien habría puesto en duda su oficio como pintor? Recordé la mesa en una de las esquinas del Café de Flore que cada tarde estaba reservada, a la espera de que llegasen Sartre y Simone de Beauvoir; entonces esa mesa se convertía en el centro gravitacional del bar, un lugar de encuentro y de tertulia al que nadie quería sustraerse. Participar de aquellas tertulias era un privilegio, como lo era, algunos años más tarde, participar en los seminarios que Jacques Lacan impartía en la Sorbona, en una sala atestada de gente y envuelta por el humo que desprendían los cigarrillos. “Antes el escritor, el artista, el intelectual merecía un respeto, era reconocido”, me comentaba hace algún tiempo un periodista a la salida de una presentación de un libro, “ahora a nadie le importa. Los periodistas hemos dejado de acudir a presentaciones de libros porque sabemos que no interesan, pero sobre todo porque nos han dejado de interesar a nosotros”. El arte, en todas sus expresiones, se ha convertido en algo dispensable; “la literatura interesa sólo en cuanto venta y el periodismo cultural se circunscribe a reducidos ámbitos de los periódicos donde siempre se habla de los mismos”, me decía este periodista, mostrando el cansancio por una profesión que ya no parecía responder a sus exigencias, “por eso he dejado de hacer reseñas, ¿para qué? ¿Para hablar de los de siempre? ¿Para no poder hablar de otra literatura que no sea la oficial? ¿Para hacer alabanzas y no periodismo de verdad?”. Y, pese a todo, la literatura ha tenido suerte, “piensa en los otros ámbitos artísticos”, le comenté, “en la gente que se dedica al cine, a quienes se tacha de bufones, de maleantes; estamos recuperando la jerga de aquellos años dictatoriales en los que el arte y la reflexión, sinónimo de crítica y libertad, eran despreciados y perseguidos”.

utilidadLa subida indiscriminada del IVA cultural es la primera y más cruel señal del desprecio hacia la cultura y hacia las profesiones con ella relacionada; “¿Profesiones?”, preguntan algunos, “los artistas son unos vagos”, responden los mismos; son aquellos vagos que, sin embargo, ensayan sin límite de horario, aquellos vagos que pasan horas frente al escritorio tecleando con fuerza palabras en busca de un sentido, aquellos vagos que se olvidan de su cuenta corriente y apuestan todo para montar un espectáculo, aquellos vagos cuyas manos se desgastan frente un lienzo en blanco, aquellos vagos que confían en la utilidad de lo inútil, aquellos que hacen propia las palabras de Ionesco: “La poesía, la necesidad de imaginar, de crear es tan fundamental como lo es respirar. Respirar es vivir y no evadir la vida”. Necesitamos pan, pero también rosas, me comentaba hace un año Juan Diego Botto, y para ello es necesario que haya gente que imagine y cree esas rosas, profesionales que dediquen su tiempo a ello, a la creación y a la reflexión, a todo aquello que escapa del mero mercantilismo, y de la empresa, falsamente considerada como única salida ante la crisis, todo aquello que conforma el sustrato cultural a partir del cual la reflexión, la crítica, pero también el goce artístico se hagan posible. “El entusiasmo no se ensaya. El entusiasmo no se dibuja, ni se entrega. El entusiasmo no es una sonrisa. Es rabia, el entusiasmo. Apretón de dientes. Es negación y canto y diferencia y manos arriba, no es un atraco”; recuerdo las palabra de Albert Lladó en su magnífico libro de aforismos La Fábrica; las recuerdo y pienso que en mi silencio ante la dependienta faltó entusiasmo, faltó la rabia y la negación, no hubo apretón de dientes, sino sonrisa de aceptación. “El entusiasmo volverá”, añade Lladó, pero volverá cuando desde nuestra cotidianidad hasta el momento de la pública manifestación apretemos los dientes y alcemos las manos hacia arriba, porque, como dice Nuccio Ordine “Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam”. El dolor debe convertirse en rabia, en negación, en desobediencia pública, sólo entonces comenzará a calar en la sociedad, independientemente de las leyes, un nuevo discurso, un nuevo sentir que ya no niegue la profesión del escritor y del artista, sino que la reconozca y la resitúe en aquel escenario del que nunca debió bajar.

2 thoughts on “Escritor como profesión o la utilidad del arte

  • el 3 enero, 2015 a las 4:18 pm
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    Yo sí creo, claro, que ser escritor es un profesión. Una profesión amada, que empieza como «amateur» y, si hay suerte, te permite subsistir con ella, bien como periodista, como autor si vendes algún libro, como crítico, como presentador, conferenciante… El oficio de escritor es un maravilloso oficio, como decía Pavese, identificable solo para algunos de nosotros con el oficio de vivir. Me ha encantado tu artículo-crónica… tan bien escrito como todos los tuyos. Yo, a pesar de vivir ahora en Madrid y de haber viajado mucho por el mundo, sigo recordando Barcelona – desde que leí Nada en mi adolescencia ya ocupó un lugar especial, como reflejo en una de mis novelas – como un lugar donde la Literatura está en cada ángulo, cada rincón. Leerte a ti y es seguir conservando a Barcelona, junto a París, como un lugar mítico. Literariamente mítico.

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  • el 24 marzo, 2015 a las 10:39 am
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    No consigo comprenderlo.

    ¿Que es un escritor? ¿El que escribe libros? ¿Si me autoedito un libro soy escritor? ¿El que vende libros que ha escrito? ¿Valdano es un escritor? ¿Por el que apuesta una editorial para ganar mucho dinero? ¿Los escritores los forjan entonces las editoriales?
    ¿El que quiere y no puede? ¿Hay millones de escritores?

    No es una crítica, pero es que de verdad no lo entiendo:

    ¿Qué es un escritor? ¿Y un pintor? ¿Y un escultor?

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