Francofonia (2015), de Aleksandr Sokurov

 

Por Miguel Martín Maestro.

francofonia cartelEl cineasta mantiene una conversación por videoconferencia con un capitán en plena travesía marítima, al tiempo, habla de su película recién terminada. Es una película que no será un éxito, afirma, “habla del pasado”, “deberíamos hablar sólo del presente”, qué listo, cómo conoce la deformación del espectador, del crítico, de la masa que huye de la palabra cultura. El buque mantiene la estabilidad a duras penas, en medio de una tormenta la nave se escora, empieza a perder los contenedores de carga. El puerto de Amsterdam parece muy lejano, los contenedores transportan obras de arte. El arte se encuentra a la deriva, como nuestra memoria, como nuestra referencia como cultura europea. Sokurov dispara con saña, pero con elegancia, contra nuestro presente a través de nuestro pasado. Siendo un encargo del propio Museo del Louvre, el Museo pasa a un segundo plano, es su historia y su constitución, su conservación lo que el director utiliza para establecer una reflexión en la que se han acumulado muchos siglos de arte y de conciencia europea común, una conciencia dispuesta a saltar por los aires en cualquier momento.

Los padres de Europa duermen, los padres de la Madre Rusia no quieren despertarse, Tolstoi, Chejov, se mantienen inactivos, su pueblo, sus rostros, sus revolucionarios esperan el despertar, mientras tanto, por unos pasillos vacíos del museo del Louvre, Marianne corre sin rumbo, nadie la sigue, sus constantes repeticiones “liberté, egalité, fraternité” no son seguidas ni asumidas por nadie. La revolución ha muerto, el museo aparece abandonado, no hay lema ni argumento que permita incendiar nuestra alma y lanzarnos a la aventura. Parados delante de La balsa de la Medusa, el espíritu de Gericault se traslada a ese carguero en dificultades, la zozobra del arte se transmite a la realidad, la desesperación e impotencia de ese capitán de barco es la misma que la de esos náufragos desquiciados y asustados, salvados in extremis de la muerte, pero sin poder asegurar que lo han conseguido definitivamente. Transportar arte por mar se convierte en un acto heroico, pero alejado de la humanidad, el arte fue creado para permanecer entre sus destinatarios. El museo como contenedor de culturas diversas se transforma en episodio de colonización y dominación. El Louvre estuvo a punto de sufrir el colapso del invasor, la rapiña y saqueo del poder. Dos espíritus fieles a la idea de arte por encima de las naciones lo evitaron.

Para remarcar ese punto de inflexión, Sokurov se traslada a un momento de la historia de Francia bastante vergonzante, 1940, el año del armisticio, de la no guerra, de la rendición incondicional al enemigo fascista, del inicio de la colaboración, del régimen títere de Vichy. Un momento de la historia que levanta sarpullidos, que no ha evitado considerar a Francia como una de las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial pese a su inactividad oficial. Hitler, Himmler, Goering, primavera de 1940 y los nazis desfilan por París mientras la ciudadanía, poco a poco, pero con rapidez, recupera la calle, la confraternización con el oficial y con el soldado, sin dudar en trabajar para fábricas que crean para el ejército nazi que mata a los pocos franceses libres. “Paris, ville ouverte”, ciudad de casi descanso para la tropa, un París que era una fiesta y en la que permanecía un símbolo absoluto del arte y de la historia de la Humanidad. Ese Louvre como un gran contenedor, un palacio real transformado paso a paso, gobernante tras gobernante, en un museo donde caben todas las manifestaciones de nuestra capacidad creativa. Cuando los nazis entran en París buscan el Louvre, cuando Hitler se dirige al arco del triunfo, busca con la mirada ese Louvre al final de la avenida cardinal de la ciudad. Cuando Hitler humilla a Francia, Napoleón se revuelve como fantasma y se nos aparece, “c’est moi” repetirá incesantemente ante nuestros ojos, solo, o acompañado por el espíritu de la revolución en forma de Marianne, el “c’est moi” se mezcla con el “liberté, egalité y fraternité” de la musa libertaria, creando una cacofonía francófila que nos enseña la falta de conexión entre el imperio y la revolución, ambos contenidos en el interior del Louvre, pero ambos separados por diferentes objetivos y sensibilidades. Los cuadros de David, la coronación del emperador, poco tienen que ver con un régimen republicano. Pero también los valores de la revolución sirvieron para el crimen y no sólo para las luces, ahí mismo, junto a la sede del arte, la sangre tiñó los adoquines. El Napoleón de Sokurov le permite remontarse a otra invasión, la del emperador en Rusia, a otra debacle por exceso de ego, a otro camino de muerte y destrucción. Porque la historia del continente no está exenta de construcción a base de destrucción. Si la película de Sokurov se construye a partir de la relación entre un oficial nazi y un conservador artístico francés, los lazos de conexión con el pasado no olvidan que quien ahora es invadido y sometido, también sometió e invadió, en este caso al país del director, al país del Hermitage. Lanza Sokurov la pregunta, ¿quién necesitaría a Francia sin el Louvre? ¿Qué sería Rusia sin el Hermitage? ¿Qué seríamos, en definitiva, sin museos?

Visitar el Louvre es reconocer las caras de los retratos, los paisajes de los cuadros, la armonía de una construcción clásica, las músicas, las creencias, los oscurantismos, lo salvaje de nuestra condición. El museo es Europa, ¿cuántas culturas tienen la suerte de verse reflejadas en los museos desde sus inicios? Por eso entre el conde Wolff Metternich (descendiente de aquel otro Metternich que barrió el espíritu de la revolución y del imperio francés tras la derrota napoleónica) y Jaujard, el director del museo puesto por el gobierno ocupado, surge la complicidad por encima de su condición de enemigos por su nacionalidad. Surge la convicción de la solidaridad y el entendimiento por pertenecer a un mundo con un pasado de construcción común. El primer diálogo, para el que Sokurov utiliza la recreación de las situaciones como si de un viejo documental se tratara, envejeciendo las imágenes, recortando los encuadres, apagando los colores como si se hubieran ido borrando, se inicia de manera distante. El francés no quiere perder su posición de privilegio, su conocimiento le hace valioso para el delegado nazi encargado de conservar el patrimonio artístico, “¿habla usted alemán? No, soy demasiado francés”. Se marca la distancia entre quien se siente amenazado, y siente amenazado el museo, y quien quiere establecer un diálogo fértil para preservar el patrimonio. Ambos evitaron que las obras representativas del museo fueran trasladadas a Alemania para gozo de los jerarcas nazis, la desprotección de sus traslados juega con la imagen de ese barco a punto de naufragar cargado con una colección artística a punto de perderse. ¿Cuántas maravillas esconden los océanos, cuántas han sido devastadas por la acción del hombre, por su religión contraria, por su afán de borrar el rastro de una cultura precedente?

francofoniaFrancofonia reivindica el derecho a disfrutar del arte, pero también el derecho a mantenerlo en su espacio. Francia usurpó para llenar sus colecciones de arte de la antigüedad, a nadie le escandaliza ahora, pero ¿alguien preguntó a egipcios, iraquíes…? En Francofonia la reivindicación del espíritu cultural francés se hace sin ocultar ese pasado oscuro de la ocupación, si se quiere peca de condescendiente con el invasor nazi, apenas se muestra mal trato a la población civil, a los judíos franceses. Probablemente no era el propósito de Sokurov, pero sí que debe advertir ese respeto del nazi al francés cuando las imágenes nos trasladan a Leningrado-San Petersburgo, a la diferente forma de comportarse el ocupante en el oeste frente al este, cómo se respetó la ciudad de París y cómo se arrasó la ciudad del Hermitage sin pararse a pensar si su interior era o no, tanto o más, valioso, que el Louvre. Es esa Francofonia, que asemeja una francofilia, la que Sokurov retrata, como también la aparente aceptación del parisino medio a la presencia del alemán en sus tiendas, en sus restaurantes, en sus espectáculos, en sus mujeres… Una francogermanización que había que ocultar por ser molesta en su veracidad. Si Vichy no era la verdadera Francia, París tampoco, pero uno se transformó en el resort de los alemanes y de los franceses con pocos escrúpulos y otro en una capital floreciente hasta que el poderío nazi empezó a resquebrajarse, momento en el que la colaboración entre Metternich y Jaujard se hizo más necesaria. Trasladar las obras a Alemania implicaba un grave riesgo de perderlas, por eso era mejor llevarlas a la periferia de París, a châteaux donde almacenarlas a la espera de mejores tiempos.

Y en el centro, en el núcleo de todas las reflexiones que se proyectan sobre una idea muy simple, reivindicar el arte y el espacio que lo alberga, el Louvre, su edificio, su colección. Que Napoleón persiga la libertad, la igualdad y la fraternidad y no consiga atraparla, es accesorio, lo importante es la construcción del museo, la construcción de una maravilla desde Enrique III, pasando por el verdadero arquitecto del poder, el Pierre Lescot buscador del alma del espacio, hasta llegar a otra ensoñación del poder, del imperio, de la grandeur, “le grand Louvre”, la magnificencia total del imperio Miterrand, la última ampliación, la pirámide externa que reconoce el límite del imperio en las arenas del desierto, la pléyade de galerías, caminos, recovecos subterráneos en los que lo medieval se renueva con lo contemporáneo. El Louvre está en París y Sokurov no lo olvida, desde las terrazas del museo nos lo muestra, el dron ofrece una visión de las calles de París como a muchos nos encantaría movernos por las calles estrechas del 5 eme, del 6 eme, del Marais, las perspectivas de 360 grados, los movimientos elípticos de la cámara no ocultan la imbricación del museo con su contenedor urbano, pero lo que no quiere es mostrarnos el museo como un albergue de turistas. La visión de Sokurov pretende ser más elevada, a modo de mística del siglo XXI hacernos comprender la importancia del arte en la formación del hombre, alejado de mercantilismos, de modas, de peregrinajes y turismos culturales. “Pourquoi j’ai fais la guerre? Pour tout ça” dirá Napoleón mientras deambula por su recuerdo. “Miren esto arquitectos”, lanza el director mientras rememora la obra de Lescot.

Metternich utiliza el Château Sourches como su palacio natal de Alemania, rodeado de arte, cultura, siglos de creación y acumulación, apropiándose metafóricamente de la colección puede aspirar a salvarla, y Jaujard sabe que sólo así podrá persistir algo creado a base de siglos y sangre. En una coda final valiente, arriesgada y magistral, Sokurov, el permanente narrador de la historia (sólo me queda la explicación de que sea él el maestro de ceremonias de esta aventura didáctica) hace pasar a su habitación a los dos personajes de los años 40, frente a ellos, va a revelarles su futuro, su trabajo posterior, su destino, su muerte y, en definitiva, el olvido de las generaciones presentes. Ambos quedarán abrumados y cabizbajos ante esa perspectiva, pero Sokurov, al tiempo que dice una cosa, demuestra la contraria, el espíritu de ambos persiste en la conservación de las obras, eso que el capitán del barco no va a conseguir en su travesía.

Gran película que vuelve a reivindicar el museo como espacio de diálogo, esta ocasión desde un punto de vista muy diferente, como excusa para el diálogo con el arte, alejadísima de, por ejemplo, Wiseman, del Oleg y las raras artes, de El gran museo, de Jem Cohen. Huyendo del didactismo academicista, de la vida diaria del museo, de sus personajes, Sokurov crea una obra magna para hacernos reflexionar sobre quién es Europa, qué ha sido Europa y hacia qué se dirige este espacio, abrumado y deprimido, sin rumbo fijo y a cuyos mandos no hay sino capitanes impotentes para mantener un rumbo decente y que no nos avergüence.

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