Hotel Bombay (2018), de Anthony Maras – Crítica

 

Por Irene Zoe Alameda.

Siete años ha tardado Anthony Maras en dar el salto al largometraje después de su rutilante corto Palace, hasta el punto de que el francés Nicolas Saada se le adelantó con su notable Taj Mahal, también centrada en los salvajes ataques terroristas de Bombay de 2008, que acabaron con la vida de 170 personas.

Siguiendo la senda explorada en su trabajo previo, Maras revive la cadena de atentados de manera poliédrica, desde numerosísimos puntos de vivencia que recogen no solo a las víctimas –unas se salvarán, otras no– y a los verdugos –auténticos imbéciles ignorantes y sanguinarios–, sino incluso también a las fuerzas del orden –personajes a medio camino entre la comedia ramplona y el drama heroico–, los (ir)responsables políticos y los rapiñeros medios de comunicación.

Es precisamente a causa de ese intento megalómano de incluir información hasta más allá de lo narrativamente posible, que la película pierde la cohesión hasta quedar despojada de cualquier rastro de emotividad. De hecho, cuando en el último tercio del metraje se intenta crear impacto dejando morir a uno de esos personajes “compuestos” –no poseen correlatos absolutos en la realidad, sino que son construcciones de guion– lo que parecía un docudrama hiperrealista salta sin éxito al género del suspense de forma abrupta y casi desquiciante.

Dicho esto, la cinta exhibe momentos de brillantez técnica, especialmente en las áreas de cámara, fotografía y etalonaje –a cargo de Nick Remy Matthews–, postproducción, y sobre todo diseño de producción, repartido entre Adelaida (Australia) y Bombay (India). Además, cuenta con un reparto internacional tan variado y caótico como sus premisas estructurales: el británico-indio Dev Patel –como humilde y heroico camarero sij–, el norteamericano Armie Hammer y la británico-estadounidense-iraní Nazanin Boniadi –como pareja mixta con un bebé y su nani de visita en el Taj Mahal Palace Hotel–, el británico Jason Isaacs –como millonario ruso adicto a la prostitución–, el indio Anupam Kher –como bondadoso y entregado jefe de cocina–…

En términos generales, la cinta envuelve al espectador con una rara mezcla de exuberancia de superproducción y toques de cine indie, y lo introduce en el desconcierto de la aterradora lotería de vida y muerte que supone cualquier ataque terrorista. Al concluir, no obstante, se siente una punzada de vacío que cabría atribuir tanto al absurdo evocado en la gran pantalla, como al fracaso que siempre supone una película que finalmente no cumple las expectativas.

 

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