Jonathan Franzen y sus reflexiones sobre la literatura


 Franzen reflexiona en entrevista sobre sus temas literarios: el consumismo, la culpa, el dinero, el engaño y la familia

Con cuatro novelas y tres libros de ensayos en su haber, Jonathan Franzen (1959) se ha vuelto una referencia ineludible dentro del amplio mapa de la literatura estadounidense contemporánea. Agudo observador y retratista de la sociedad que se adentra con paso aún titubeante en el nuevo siglo, Franzen dio el salto a las grandes ligas narrativas con Las correcciones (2001), su tercera novela, que afianzó y potenció su atracción por temas que calan hondo como el consumismo indiscriminado, la culpa, la depresión, el dinero, el engaño y la familia. Sobre estos y otros asuntos habló con pasión y cordialidad el también autor de Libertad (2010), su celebrada cuarta novela, en entrevista exclusiva.

Genealogía literaria

Mi genealogía dentro de la narrativa estadounidense comprende nombres como Herman Melville, Henry James y Mark Twain. Pese a que en el siglo XIX tuvimos excelentes narradores de la talla de Stephen Crane y Nathaniel Hawthorne, pienso que la narrativa estadounidense contemporánea crece a partir de Twain. De algún modo Ernest Hemingway halló la forma de seguir con esa recuperación del habla vernácula, esa exploración de la idiosincrasia lingüística de Estados Unidos. T.S. Eliot llegó a decir que Edgar Allan Poe escribía para adolescentes, y creo que no le falta razón: mucha narrativa estadounidense se escribe justamente para jóvenes. Esa es la parte sustancial de mi crítica a varios autores posmodernos de mi país: que escriben ficción para muchachos.

Literatura y espacio

Los rusos son muy buenos para la novela social de largo aliento. Al gestarse en un espacio tan vasto, la literatura rusa transmite la idea de que abarca todo el mundo aunque no aborde todo el mundo. Esta noción, aunada a la sensación de aislamiento, también está presente en la literatura estadounidense. Tanto en Rusia como en Estados Unidos tuvimos que inventar nuestra propia identidad escritural; esto nos diferencia de los europeos, que escriben superponiéndose unos a otros a excepción de los británicos, quienes asimismo hicieron prosperar la novela de largo aliento en tiempos en que Inglaterra era un enorme imperio.

En Estados Unidos existe una realidad de grandes proporciones que parece querer decir algo igualmente grande aunque no universal; creo que un autor está acabado si se embarca en el proyecto de una novela «universal», ya que la novela exige especificidad. Yo no tengo la ambición de crear «la gran novela americana», un concepto estático que nunca me ha gustado; más bien me siento afortunado de escribir en un país que se reinventa constantemente. Si escribes en países como Holanda o Dinamarca, donde hay magníficos autores, tarde o temprano te enfrentas al hecho de abordar una identidad particular, llámese holandesa o danesa, mientras que en el Nuevo Mundo la identidad es mucho más fluida y heterogénea.

Escribir con el lector en mente

En mis dos primeras novelas [Ciudad veintisiete y Movimiento fuerte] estaba expresando mi malestar y mi desprecio por el mundo, aunque había algo de actuación en ello. Me sentía furioso y frustrado, lleno de ideas políticas, pero ignoraba cómo canalizar bien esa energía. No fue sino hasta mediados de la década de los 90 que comencé a preguntarme: «¿Quién va a leer lo que escribo?» A partir de entonces pude comprender mejor lo que debía hacer como escritor de ficción: pasar más tiempo con mis temores y ansiedades, buscando vías para representarlos de forma disfrutable a ojos de un lector que quizá los compartiera.

Así pues, en los últimos 15 años me he dedicado a reconocer esa conexión con el otro. Me doy el extraño lujo de pasar buena parte del día sentado en una habitación oscura, a solas conmigo mismo, meditando en lo que ocurre a mi alrededor. Mi trabajo es aprovechar esa oportunidad para pensar en cosas en las que la gente no suele detenerse a pensar entre el vértigo contemporáneo, cosas que luego deberé comunicar a través de novelas que puedan resultar interesantes y entretenidas.

La culpa consumista

Cuando consumes una cantidad desproporcionada de los recursos mundiales como hace Estados Unidos, cuando inviertes una buena cantidad de tiempo en preocuparte por adquirir bienes antes que por las carencias en otras zonas del planeta, es apropiado culparte porque ocurre algo perturbador: no necesitas el nuevo iPhone tanto como un habitante de África Central necesita dos gallinas. Pero esto no es exclusivo de Estados Unidos: sucede en cualquier país desarrollado como parte de la economía consumista.

El problema estriba en no advertir que la cantidad de oportunidades, libertades y comodidades de las que gozas no es extensiva a todos los habitantes del mundo. Desde mi punto de vista, la culpa del consumidor es sólo una forma embozada de la furia: cuando dices sentirte culpable porque la gente del África subsahariana no tiene tantos alimentos como tú, ¿no querrás decir en realidad que estás enojado porque esa gente no te deja disfrutar tu comida a gusto? He aprendido que la vergüenza y la responsabilidad, que comparten una misma zona con la culpa, son conceptos más útiles e interesantes que la culpa misma.

El poder del dinero

El dinero, lo he dicho en otras ocasiones, es un buen amigo del novelista: si quieres ganar el interés del lector desde la primera página de tu libro, di a cuánto asciende la deuda del protagonista. Una frase inicial potente y certera podría ser, por ejemplo: «Debía conseguir mil dólares a más tardar el viernes.» Así se generan una ansiedad y una empatía instantáneas por el personaje: el lector querrá saber qué sucede a continuación, en las páginas que vienen. El dinero es un elemento mágico, al menos dentro del universo de la escritura de ficción; ni siquiera en el cine funciona tan bien. Mientras que en una película se vuelve laborioso establecer que un personaje necesita dinero, en una novela bastan unas palabras para que el lector se compenetre de inmediato con el dilema del héroe.

Mi relación con el dinero es ambivalente: durante mucho tiempo no lo tuve, y sólo hasta que mis novelas se comenzaron a vender lo vi llegar. Por varios años creí que jamás saldría de la pobreza, y ahora me parece extraño no tener que preocuparme por mi economía; siento como si hubiera perdido una parte fundamental de lo que soy. Quizá porque Estados Unidos ha dejado claro su interés por el dinero más que cualquier otra cultura grande, resulta difícil ser un novelista estadounidense y no hablar del tema financiero.

La familia infeliz se escribe mejor

Es curioso notar que, en las famosas primeras líneas de Ana Karenina, Lev Tolstói no habla de familias disfuncionales sino de familias infelices. Detesto el término «disfuncional»: la familia retratada por Tolstói es altamente funcional pero infeliz. Algo que hace que la familia sea un tema tan rico para la ficción es su inevitabilidad, su permanencia: decidir que jamás volverás a ver a tus padres no los borrará del mundo. En un país que se ha inventado a sí mismo como Estados Unidos, en una cultura cada vez más global que pretende replantear su identidad, asumo que mi papel como novelista consiste en mantenerme fiel a las cosas que ni la virtualidad ni el consumismo pueden alterar. Todas las formas de lealtad y tradición resultan inconvenientes para la maquinaria del consumo porque interfieren con su perfecto funcionamiento, y esas son precisamente las formas sobre las que me atrae escribir. Eso sí: es obvio que las familias infelices generan mejores libros que las familias felices.

Fuente: El Universal

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