Julieta (2016), de Pedro Almodóvar

 

Por Jordi Campeny.

julieta1Puede que, para entender y disfrutar a los grandes autores, el espectador deba saber encontrar el sitio justo desde donde mirarlos. El ángulo perfecto. Dicho autor, si es bueno, debe saber darte las indicaciones precisas para saber hallar este punto. A veces es sólo cuestión de darle vueltas y vueltas hasta dar con él. Puede que, por mucho que lo intentes, no haya forma de encontrarlo. Entonces puede ser, o que el autor sea malo –o haya fallado en esta ocasión–, o que, muy probablemente, el espectador no haya sabido –o no haya querido– mirar. Cada autor exige ser contemplado, un poco, a través de sus propios ojos.

Todo esto viene a cuento de la última obra del director Pedro Almodóvar, cuyos eternos detractores rechazan de forma sistemática todo cuanto alumbra –y más ahora en que la actualidad estrictamente extracinematográfica lo ha colocado en el punto de mira–, amparándose en la falta de verosimilitud, o realismo, en el tratamiento de sus historias. Este artificio, dicen, les dificulta la empatía. Tras veinte películas sigue sonando la misma cantinela –cuando no la más soez de que sólo aparecen putas, maricones y travestis en sus películas–. Dejando de lado lo segundo, por homófobo y ridículo, vamos a centrarnos brevemente en lo primero. Es cierto que el universo almodovariano, sobre todo desde que empezó a ganar en hondura y solidez expositiva, allá por 1999, con Todo sobre mi madre, utiliza elementos del melodrama que son puro artificio; pero es que éste va parejo con el género (véase el cine de Sirk). Pedirle más realismo –o verosimilitud– al drama almodovariano es como pedirle retazos de slapstick comedy a Michael Haneke. El único modo de disfrutar intensamente del cine del manchego –de encontrar este ángulo perfecto– es aceptando su artificiosidad, incluso los altibajos en algunos guiones, y dejándose arrastrar por la excelencia de su puesta en escena y por la universalidad de sus temas de fondo.

Julieta, su último trabajo, sosegado y maduro, es un intento de expiación del Almodóvar más histriónico y excesivo. A través de un asombroso ejercicio de contención y depuración de su estilo, acaba resultando más exquisitamente almodovariano que nunca. Está tan alejada de Almodóvar, Julieta, que sólo puede ser suya. La película muestra treinta años de la vida de Julieta, desde los años ochenta hasta principios del 2000. A través de una narración fragmentada, con continuos saltos temporales, y de un magistral uso de la elipsis –hay una película paralela a Julieta, que está en todo lo que no vemos–, el manchego nos muestra el paisaje vital de su protagonista, yermo y arrasado por una fatalidad de corte clásico –no es casual su profesión– y por el abatimiento que dejan a su paso las ausencias.

julieta2Adaptación de los relatos “Destino”, “Pronto” y “Silencio”, de la Premio Nobel Alice Munro –quizás la Elena Anaya de La piel que habito (2013) ya nos dio una pista de la Julieta que vendría, al encontrarse la escritora canadiense entre las lecturas de su encierro–, Julieta constituye un nuevo y encomiable intento de su creador por intentar desentrañar el inefable misterio de lo femenino, leit motiv de toda su obra. En este caso, y como ya hizo en anteriores películas –Tacones lejanos (1991), Todo sobre mi madre (1999) o Volver (2006)– posa su mirada en el dolor lacerante causado por la pérdida y, sobre todo, en el inextricable vínculo de la maternidad. El mismo Almodóvar ha manifestado que toda su carrera es un absurdo intento por intentar desenmarañar y comprender este vínculo, puesto que la maternidad es lo más importante en la vida de un hombre.

Más inspirada en los pasajes más conceptuales y oníricos –esta extraordinaria secuencia en el tren,  que rompe los contornos de la realidad adentrándose en un fascinante territorio de ensoñación lynchiana– que en aquellos más discursivos o explicativos –evitables secuencias como la del hospital, en la que el enfermo personaje de Inma Cuesta mastica innecesariamente los motivos de la insoportable culpa que siente Antía–, Julieta, este zarpazo de cine mayúsculo, hiriente, hermoso y vivo, cuenta, además, con la más sofisticada e interesante textura de la filmografía de su director.

El personaje principal, interpretado por unas soberbias y contenidas Adriana Ugarte y Emma Suárez –qué bien aguanta esta última los primeros planos; este temblor en la mejilla escribiendo su vida en un papel en blanco que quizás nunca nadie vaya a leer–, es ya un personaje cumbre en la obra de su autor; un ser destruido y arrasado como lo fue la Marisa Paredes de La flor de mi secreto (1995) –aunque aquélla lloraba y estallaba en pantalla; Julieta lo hace en las elipsis–. Julieta es el epicentro de este silencioso terremoto emocional que es Julieta, la película más sobria, austera y precisa de su creador; es el ojo de este imperfecto, doloroso y fascinante huracán de puro cine.

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