"La sombra que nos guía", de Rocío Tizón

«La sombra que nos guía», un relato de Rocío Tizón.

Cuando pienso en la sombra que me acompañó durante un escaso periodo de vida, no recuerdo cómo la conocí. Apareció de repente, sin previo aviso, y creo que todavía no estábamos preparados para ella. Estaba con nosotros mientras mirábamos discos y comparábamos precios, cuando no sentábamos en las cafeterías de Gran Vía a mirar la calle, y cuando alguien comentaba la tardanza de otra persona, y lo raro que estaba el tiempo, nos miraba y no hacía ninguna alusión al respecto, cuando era claro que se pretendía sacar un tema de conversación.

Pero cuando alguien hablaba de que había visto amanecer sobre un filo de navaja, o que la mirada más dura con la que se había cruzado había resultado ser la suya propia cuando se la había devuelto un escaparate, la sombra emitía algún veredicto breve y contundente, como un oráculo que nos confundía y que nos hacía pensar durante toda la tarde. Sí, creo que nos confundía, a mí por lo menos, porque su pozo de oscuridad fría que no tenía nombre, su vacío aberrante de estrellas y cometas, y las bestias que lo poblaban, nos aturdía en gran modo. Yo hablé con ella a veces de cosas triviales. Siempre le pedía conversación, pero nunca la obtuve. Tal vez no quisiera hablar de ello, y lo más que pude sacar eran monosílabos que se perdían entre los bancos de algún parque o de algún cine de La Elipa.

Creo que el Destino esconde pliegues recónditos hechos de piel humana arrugada a los que es imposible llegar sin quedar inmune, sin volver al presente con una mirada de terror y tristeza, como el viejo arqueólogo que descubre que bajo el arcano más deseado se esconde un escorpión. Son los calendarios adelantados, las viejas constelaciones aún no muertas que aparecen cuando no soñamos y la sombra era una de ellas.

La anodina existencia que llevaba no parecía un problema y no tenía miedo a desaparecer porque ya nunca anochece, y porque nos tenía atrapados con una especie de relación de amor, odio, y deseo que se camuflaba bajo una amistad más bien normal, pero con detalles peligrosos que chascaban como chasca un mechero antes de encenderse en la oscuridad, y desgarrar el hábito de las sombras, entre ellas la nuestra, que, sin previo aviso, desaparecía de nuestras vidas y nos veíamos obligados a reclamar su presencia con voces somnolientas.

Sucede a veces que cuando deseamos que suceda algo o ver a alguien con todas nuestras fuerzas, eso no ocurre y al quedarnos perplejos pensando, pedimos a la sombra que venga. Y nunca, o muy pocas veces éramos defraudados.

Pero a veces existen anécdotas crueles que son capaces de estropearnos toda una velada con su insoportable hedor a recuerdo marchito, que intentamos disimular bajo un conglomerado de gestos hipócritas y algún comentario banal, qué calor hace aquí. Y era en mitad de esas anécdotas de un pasado complejo cuando nos encontrábamos con su mirada impune y curada en salud de la sal del tiempo, que escocía al caer en los recuerdos. Así, cuando alguien contaba que cuando tenía seis años se cayó de la cama, o que le llevaban al colegio cuando todavía era de noche y estaba oscuro, y él sólo quería dormir un rato más, por favor mamá, todos sonreíamos con condescendencia al niño que ya había crecido, pero en el reverso de nuestras risas, en el lado más oscuro de la alegría, había gritos de locura, aullidos de dolor que retumbaban en nuestras sienes un martes por la tarde y alguien se aferraba a su propio dolor para intentar salir de él y decía que pronto había un eclipse.

A veces las cosas más triviales son las que más aterran y con la sombra quedó demostrado. Pues, ¿qué es más cruel que un amigo? La luz le hería, no pudimos comprenderlo, no quisimos atender cuando alguien nos llamaba la atención por segunda vez. Ya no hay fuerza para lanzar miradas de desprecio, y ese fue el fin de la sombra. Un rayo de luz la desangró en pequeños cuadros de niebla poseída por mil imágenes, como si fuera un violento puzzle de fantasía morbosa, y de clavos imposibles. Las heridas de sombra nunca cicatrizan, y todos llevamos alguna en nuestro interior, rasguños involuntarios que no cura la mercromina del tiempo.

Y aunque la sombra se aclaró al hacerse más difusa, no dejamos de saborear su olor a otoño, mientras yo bostezo, y sigo creciendo, y ya no espero a nadie, porque la sombra se está marchando, y cada vez aparece mesón, y son menos mágicos sus regalos, y ya no suenan a arroyo fresco como antes, y el dolor se hace pesado, y se convierte en rutina, y a veces hay que contar hasta tres antes de cruzar la calle y ver algún rostro amigo. Otras veces, la sombra nos llama ilusionada, y nos cuenta alguna aventura, pero sabemos que ya no es verdad, que ya nada importa, y nos alegramos por ella, porque mantener el rumbo en estos tiempos que corren tiene mucho mérito, máxime cuando su fin está cerca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *