La tempestad calmada (2016), de Omar A. Razzak

 

 

Por Miguel Martín Maestro.

la tempestad calmada cartelLos caminos de la realidad son explorados por los nuevos directores españoles buscando formas diferentes. Ya no basta el documento por sí solo, hay que experimentar con texturas, sonidos, imagen; acompañar al relato para que este pierda el carácter de reportaje y se convierta en película. No olvidar que se trata de contar algo cierto y cotidiano, pero dotándolo de la sustancia y entidad propia para hacer dudar al espectador sobre dónde se encuentra. La tempestad calmada es un viaje, como ya lo era Paradiso, su anterior película; viajes hacia mundos en extinción, realidades muy presentes en la vida de la comunidad que se inserta en ellas pero que, poco a poco, van perdiendo pie hasta su progresiva fagocitación por un sistema que no entiende de tradiciones o de comercios pequeños. Si en su anterior película el relato glosaba el fin del cine, circunscrito al último cine porno que operaba en Madrid, en el que el documental se enraizaba en las relaciones personales entre trabajadores y público, entre comentarios sobre obras maestras del cine mientras el sonido recogía los jadeos y gemidos de la sala, con La tempestad calmada ese fin de ciclo que busca Razzak también aparece, un mundo vinculado de manera necesaria al mar, pero en el que las pequeñas comunidades costeras y los pequeños barcos no están preparados para soportar las tempestades perfectas y están abocadas a la desaparición.

Compuesta en tres partes, “Señales en el cielo”, “La tempestad calmada” y “Los signos de los tiempos”, la armazón cuenta con una unidad interna que no necesita capítulos. Tierra, mar y despedida muestran cuerpos y rostros permanentemente atraídos por la presencia del océano. Si su parte inicial y final pueden considerarse más convencionales, más aprehensibles para el espectador, en su segmento central Razzak despliega a la perfección esa necesidad de muchos de los nuevos documentalistas de contar historias, vivencias personales, realidades cotidianas, mediante el juego de la experimentación. A lo largo de una larga noche de singladura se nos van apareciendo los rostros de los marinos, una tripulación temerosa, rostros apenas perceptibles, en un mundo de sombras donde la radio habla de tormentas, naufragios, hombres perdidos en el agua. Un espacio cerrado que juega con la idea de cárcel, la misma cárcel que asfixia a parte de los habitantes de esas pequeñas islas donde para unos no hay nada y para otros hay de todo. En esos rostros entre sombras, expectantes, de mirada fatigada, donde el miedo del hombre es la constatación de la imposibilidad de detener aquello que tan sólo un dios es capaz de iniciar y finalizar, se encierra la mayor verdad y la mayor belleza de la película. No hay, o pocas cosas hay, comparables a la inmensidad del mar, a la infinitud de la mirada perdida en un horizonte inabarcable; y es esa inmensidad, esa imposibilidad de control, lo que arroja miedo e incertidumbre a quienes trabajan en ese medio. Un trabajo que no vemos, pero que sufrimos por su dureza y por su final más que cercano.

La película se abre y se cierra con dos diálogos generacionales perfectos, dos diálogos que hablan de esos mundos que se van acabando. Viejos marinos dedicados a remendar redes o a contemplar esa costa desde la terraza de su casa, marineros que habrán pasado por las dificultades y peligros suficientes como para llegar a esa edad en la que las tempestades se calman. Marinos que se ven en la encrucijada de no resistirse a dar por terminado un mundo mientras existan nuevas generaciones que puedan aprender el trabajo, por eso el abuelo enseña al nieto a coser redes, pero el padre ya no puede convencer al hijo para que se quede en la isla. Se trata de un mundo donde la belleza del paisaje no aporta la suficiente valía como para anclar a las personas en el terreno, donde hay que jugarse la vida la tempestad calmadapara obtener unos pocos euros mientras los barcos factoría esquilman el mar con muy poco riesgo y mucho beneficio. Cada vez que uno de estos viejos pesqueros arranca los motores puede que nos encontremos ante el último viaje, porque existiendo el riesgo de la tempestad que provoque el naufragio, hay tempestades igualmente poderosas que destrozan tripulaciones enteras como son las desesperanzas provocadas por trabajos que rozan lo inhumano y espacios que, mientras no navegas, se convierten en prisiones anímicas.

Si en esa parte central de la película Razzak experimenta con la luz y el sonido para crear un entorno infernal y desasosegante, donde el recuerdo de la muerte y su presencia son evidentes, mezclando el ruido de las máquinas con una música disonante donde las vibraciones y los sonidos inarmónicos invaden la imagen, hasta llegar a la tranquilidad del puerto, la mañana y el mar calmado tras una dura noche, en la parte inicial, compone el marco, prepara el lienzo, muestra el entorno de ese mundo mientras no navega. Un mundo muy finito rodeado de agua, en el que una pareja muestra su escasa posibilidad de permanencia cuando él reniega de la asfixia que le provoca el lugar y ella afirma que “para qué hay que irse de la isla si tenemos de todo, sólo hay que conformarse”. Un mundo que teme la llegada de la noche, pero al tiempo la necesita para sobrevivir, porque es en la noche donde se trabaja y se gana dinero, una noche iluminada fantasmalmente por las luces de los barcos que salen de puerto como luciérnagas frágiles en medio de la nada. Tendrá tiempo incluso el director de jugar con el mito del náufrago y de la sirena (bellísimo pasaje musical en el interior de una cueva natural modificada por la acción del hombre), del náufrago resucitado en la playa, un náufrago que como un fantasma se pasea por el pueblo, visita su cementerio, sus calles, sus mercados y termina, aparentemente, convirtiéndose en el hijo que se despide de un padre con una conversación dolorosa pero real, la que concluye con el anuncio de otro viaje, esta vez para abandonar ese mundo condenado a desaparecer, “aquí ya no hay oportunidades”, dice el viejo marinero. Una película que concluye con un espectacular y bello plano, una especie de travelling marino recorriendo la costa de uno de esos pueblos que dan amparo al relato, mientras la banda sonora nos ofrece el enésimo ejemplo de tradición, tras la tormenta, el día de fiesta, la romería religiosa y el eco de una canción, de un himno católico que resuena como una invitación a la permanencia, a la inmutabilidad, a la resignación. Porque en el fondo, quien decide quedarse en ese territorio de nadie, en esos espacios abandonados y marchitos, necesita resignarse para sobrevivir.

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