La última abolición del azar

 

La última abolición del azar. Ignacio Gómez-Cornejo Gilpérez.

 

El universo jugaba una vez más una partida por mediación de un semáforo que a lo lejos amenazaba con mutar a color ámbar y de seguido a rojo y yo, con mis manos asiendo con firmeza el volante disputaba mi estrella en una apuesta absurda y ridícula—inconfesable—“si traspaso el semáforo antes de que el ámbar cambie a rojo Denis volverá conmigo, si se cierra a rojo entonces la habré perdido”. Sí, es verdad, apretaba el acelerador subyugado por tan remota y caprichosa posibilidad, como en mi infancia tantas veces de camino a la escuela había evitado las rayas delimitadoras de las losas del pavimento o brincado cual pizpireta por encima de una línea imaginaria proyectada sobre el parquet por el quicio de las puertas u otras infinitas variantes de ese juego arbitrado por mí mismo y participado entre el cosmos y yo en el que lo que se apostaba siempre eran mis más hondos deseos o simplemente la abolición del azar, ese demiurgo que amén de jugar a los dados para descoyuntarse de la risa a nuestra costa, simples mortales, la emprendía con corregir mi destino con meras lindezas o estúpidas constricciones.

Aceleraba y el motor encabrillado de mi coche apostaba las últimas suertes a mi desesperada e íntima conjuración del infinito. Era una tarde primaveral y a merced de mi coche descapotado el cabello se me encrespaba y los edificios que escoltaban mi carrera debían de reverberar en sus cristales los últimos relumbres de un sol extenuado. Era una avenida ancha, una arteria que me encaminaba hacia el corazón del centro, el color ámbar del semáforo permaneció suspenso y vacilante durante infinitésimos y eternizados instantes, cuando por fuerza me vi abocado a detener bruscamente la marcha no sólo a causa del cambio inopinado a color rojo—había perdido la apuesta, Denis— sino sobre todo—me hubiese saltado el semáforo, lo confieso, me iba una eternidad o una condena no de este mundo en mi reto—porque una mujer de edad provecta se interpuso o más bien se echó encima de mi vehículo, provocando el frenazo desde los casi cien kilómetros por hora hasta el violento reposo. La trasera de mi descapotable culeó y trazó sobre el asfalto las franjas de color betún impresas por aquellos neumáticos que porfiados en su inercia se negaban a suspender la marcha, pero fue inevitable que el capó se abalanzase lo justo sobre la señora—era una mujer elegante, paseaba unos perritos sofalderos que la emprendieron con un coro de ladridos agudísimos—para hacerla perder el equilibrio con tan mala suerte—adiós Denis, sé que nunca volverás—que en la costalada se tronzase algún hueso. Una patulea de transeúntes se acaudilló en torno a la malparada señora que entre jeremiadas y lamentos me tildó de troglodita y bárbaro amén de no sé cuantas otras lindezas. Cuando la multitud—holgazanes o metomentodos, por qué sojuzgaban mi persona tan diezmada por esa incatalogable variedad ludópata que me poseía—comenzaba a deslizarse desde la sutil diatriba al descarnado dicterio, me rescató la policía del tumulto, que tras registrar mis datos y hacerme largarles un resumen de lo acontecido, me detuvo. Denis, Denis, aún recuerdo como fui aprehendido y trasladado a comisaría en el coche patrulla, y cómo jugaba a hilvanar las letras de tu sagrado nombre entre los párrafos del formulario que la poli me instó a cumplimentar. “Si antes, digamos, del cuarto renglón constasen todas las letras que conforman tu epiceno nombre y los dos apellidos entonces quizá aún me redima de tan triste destino y la aguja del cosmos haga que vuelvas conmigo.”

—Oiga, lleva ya un rato contemplando la hoja, que es para hoy.—exclamaba nerviosa la funcionaria que martilleaba el teclado con monotonía irreverente.

Comprobé—ay Denis ay, quizá ya nunca más regreses ya conmigo—que tu intrincado apellido contravenía mi fortuna, porque Denis Fernández Esquivia implicaba hallar una letra zeta poco dada a asomarse entre el fárrago funcionarial de las instancias policiales. Maldije al abecedario y a mis hados—a mi necedad también, a fin de cuentas las reglas las impongo yo con la connivencia del cosmos, a qué subyugarme en la derrota con tan difíciles azares. Pero no del todo desatinado, debía bastar un azar remoto y difícil que saciase al inextricable cosmos, ese cañamazo devorador de posibilidades y esperanzas. Un funcionario, después de leerme mis derechos dictaminó mi futuro inmediato, pernoctaría en el calabozo hasta el día siguiente en el que debería satisfacer sanción administrativa y expiar imprudencia temeraria con retirada del carnet. Fue así que mi vecino de celda—puertorriqueño o paragüayo—insomne y verboso peroró una incomprensible jerigonza sobre su vida, una especie de soliloquio trufado de pormenores sobre su insípida y violenta biografía que me hacía disputarme una vez más mi descabalgada suerte al todo o nada sobre sus posibles silencios. “Denis, aquí me ves Denis, pero por qué te marchaste, volverás, sé que volverás, si este tipo guarda silencio en la próxima media hora al menos durante cinco minutos entonces mañana mismo nos encontraremos”. Pero el tipo no dio tregua al relato de sus memorias y el silencio no se posó sobre el lugar tal y como yo había deseado que sucediese.

—Pero espere no más, que esto es muy chévere, justo cuando estoy ya a punto de huir con el botín entre mis manos, va y me suena el celular, nunca recibo llamadas y tuve que recibir una en el preciso momento en que ya me fugaba con toda la plata en una bolsa de supermercado.

Estuve tentado de aplaudir por su justa suerte de haber caído preso, el tipo se jactaba de haber perpetrado un robo con premeditación y violencia—“casi me llevo a un gachó huevón por delante, compadre”, mientras yo compartía aquel irrespirable espacio con él por haberme abalanzado por accidente con mi coche sobre una mujer ya ingresada en la fragilidad de la edad última.

—No quiero tampoco abusar de su confianza—dijo el paragüayo o puertorriqueño—pero si usted pudiera acudir a esta dirección a entregarle esto a mi vieja, le estaría infinitamente agradecido. Me temo que de aquí pasaré a declarar ante el juez y de ahí a prisión preventiva. Tome.

Me lanzó a través del respiradero que comunicaba ambas ergástulas un sobre en el cual figuraba una dirección y dentro una modesta cantidad de dinero, rayana en los trescientos euros.

—La vieja está mayor. Dígala por favor que la extraño y que tuve que salir de viaje de negocios, no le diga la verdad por lo que más quiera y haga entrega del dinero.

El tipo con toda probabilidad había barruntado que si era capaz de soportar la vigilia de sus pesados monólogos durante más de tres horas era una persona en un umbral rallano en la santidad o al menos vulnerable a su petición. Así que según el alba inauguraba el día y a mí me soltaban me desayuné en un tabuco cercano, pasé por casa, me aseé y descendí los escalones del metro de dos en dos prometiéndome que si el desembarco contabilizaba una suma de número par y con el pie derecho entonces Denis, entonces…, no diré lo que me prometí porque quizá me traiga mala suerte pero he de confesar que perdí dado que aterricé con el izquierdo en cuenta impar. Avenida de los Nenúfares trece, era por La Elipa, un barrio modesto. Me recibió una anciana, tenía una tez amalgamada de razas y siglos y unas manos festoneadas de vitíligo que desplazaba con parsimonia.

—Ya sé por qué viene, viene por mi Nestor, algo ha hecho este hijo mío.

—Vengo por él, sí, pero no ha hecho nada, sólo que se ha embarcado en un viaje al extranjero, tuvo que salir, me ha pedido que le entregue esto.

La señora tomó el sobre y después de escrutarlo vertió unas lágrimas que surcaron sus carrillos condecorados de arrugas y pesares, un mohín de disgusto se dibujó en sus labios.

—Ay por Dios Señor, que esta plata yo bien me sé que es su testamento, dígame por Dios que mi Néstor sigue aún en este valle de lágrimas.

—Señora, su hijo vive, no tenga cuidado.—lo dije sonriendo, procurando conceder con mi gesto algún lenitivo que mitigase su angustia.

La señora, presa de los nervios y hundida en un mar de jipíos y lamentos se arrellanó en un sillón esquinero rodeada de estampas de la Virgen así como de exvotos de santas y beatas. Su llanto parecía no remitir, en tanto Denis, te parecerá frívolo y desconsiderado pero mi cabeza aún se debatía ante la remota posibilidad de tu regreso, de manera que me dije “si esta mujer deja de gimotear en los próximos cinco minutos sin que medie mi consuelo entonces, Denis, volverás conmigo.”

Pero una vez más el cosmos se pronunció por mor de una de sus marionetas que jugaban a desesperarme, una vez más la banca del universo balanceaba el infinito inventario de debes y haberes en su favor, de manera que la señora anciana permaneció llorando replegada sobre sí en aquel sillón de franela cuando inopinadamente prorrumpió en un chillido ahogado, su faz comenzó a colorearse de azul pálido. Telefoneé a una ambulancia, y en menos de quince minutos ingresábamos en urgencias del hospital, yo firmando autorizaciones de ingreso hospitalario y la señora madre del rufián Néstor entubada y sedada, aunque no había sido más que un desmayo.

Pero Denis, escucha esto porque ese demiurgo que es el azar a veces disfruta torturándonos con el inabarcable catastro de encuentros inverosímiles que nos propicia en nuestro empedrado y tortuoso camino; abandonaba ya el hospital, (descendiendo los escalones de dos en dos en tanto me prometía volver a verte si en el desembarco no pisaba una raya divisoria del baldosado y además lo hacía con el pie izquierdo, y fue así, la suerte decantaba por una vez hacia mi lado), cruzaba los dedos sabiéndome triunfante, que al menos volvería a verte ya era algo, cuando al encaminarme hacia la salida—el dédalo de corredores del hospital me obligaba a cruzar el área de radiología—me topé con la desventurada mujer de edad provecta a la que tuve la mala suerte de atropellar el día anterior. Se encontraba sentada y descansaba sus manos entrelazadas sobre una muleta, le acompañaba un mastuerzo enorme de rostro cenceño y mirada ojienjuta que me lanzó una mirada apabullante en rencores.

—Uy, pero si es usted.

—Señora, créame que lo siento, me alegro que ya esté mucho mejor.—acerté a balbucir.

La mujer se mostró generosa y gentil. Por un momento pensé que aquel caprichoso azar se hubiese inaugurado en ella con distinto signo al mío, prodigándole sólo parabienes y fortunas, quizá la anciana hubiese ganado esa misma mañana la lotería.

—La cosa no fue a mayores, gracias a Dios, sólo tengo un esguince y ahora me harán una radiografía por si acaso se hubiese visto afectada la cadera. Debe usted moderar la velocidad la próxima vez, la velocidad, joven, y atender los semáforos.

Estas últimas palabras actuaron cual resorte sobre el mastuerzo, quizá su hijo o su sobrino, el cual se incorporó y se avino a mediar pocas palabras, “como le pase algo estás muerto” me refirió a modo de pliego de descargos antes de ejecutar su bárbara sentencia: me agarró del cuello y me estampó dos tarascadas en el rostro con tal fuerza que perdí el conocimiento. Desperté en la sala de urgencias encamillado, una enfermera de sonrisa dulce y ojos glaucos me informó sobre mi desafortunada ventura.

—Le encontraron inconsciente y sangrando dentro de una cabina de inodoros, en los baños, ¿sabe usted qué le pasó?, ¿le robaron?

—Nada, olvidémoslo, alguien que perdió los nervios.—sentí el puente nasal entumecido y el dolor instalado aún en mi rostro.

—Bueno, a fin de cuentas no fueron muchos puntos, sólo cinco.

Solicité el alta, eran demasiados sobresaltos en tan corto periodo de tiempo, empero cuando la enfermera me requirió la documentación para identificarme, descubrí con fatal sorpresa que la cartera junto con algunos otros enseres la había olvidado junto con mi mochila deportiva en la casa de la madre de Néstor. Ascendí apresurado hasta la habitación 701 donde la anciana según me habían dicho en recepción, descansaría. Comprobé con alivio que allí no había visitas, la pobre mujer aún se encontraba dormida; la habitación era sólo inquietada por el cadencioso bip de una máquina que parecía medir su tensión arterial tanto como el grado de su soledad. No resultó difícil sustraer las llaves que guardaba en el bolso, tan sólo me advoqué a una de esas paganas y privadas plegarias al todo o nada de las que yo abusaba “si antes de que cierre de nuevo el bolso no ha entrado nadie todo saldrá bien”, la mujer se remejió inconsciente entre las sábanas, pero te prometo Denis, que de haber estado despierta se las hubiese pedido; las sustraje motivado sobre todo por no despertarla, demasiada culpa sobre lo ocurrido cargaba ya en mi conciencia. Así que abandoné el hospital definitivamente y me encaminé de nuevo al tranquilo barrio de la Elipa, avenida de los Nenúfares número 13. Ascendí los escalones de dos en dos evitando el ascensor y el posible cruce con vecinos. Con el resuello aún a flor de labio me decidía ya a introducir la llave cuando descubrí el bombín de entrada reventado y la puerta forzada, del fondo de la casa me alcanzó un rumor sordo. En la casa había alguien. Lo confieso, sentí miedo, casi pavor; me quedé petrificado quizá pensando qué hacer, si dar media vuelta, por fortuna llevaba el móvil conmigo, cuando en el momento de sacarlo alguien abrió la puerta desde la casa, eran dos tipos tocados con gorras raperas y de aspecto hampón, como de traficantes de bajos fondos. Me propinaron un empellón y descendieron los escalones de dos en dos o de cuatro en cuatro, el miedo me impedía actuar pero una inyección de motivación logró incorporarme—había caído de culo— e iniciar una carrera a su zaga. Uno de ellos llevaba colgada mi mochila al hombro; no podía permitirme dejar en manos de aquellos bandidos mi cartera con mi dirección, mis tarjetas y también las llaves de casa y del coche. Mientras descendía los escalones con rabia y temor logré marcar los tres dígitos del número de la policía. Un muchacho en la calle me señaló por donde habían huido los dos cacos. Me introduje por un laberinto de calles estrechas, de portales antiguos, macetas con geranios en los zaguanes y prendas de muda a secar en tendederos que parecían tremolar a la brisa según cruzaba el laberinto urbano; evité porteras fregando los vestíbulos y cubos de agua con detergentes que en aquellas angostas callejuelas tomaban la escorrentía de aguas sucias hasta hacer un regato cloacal, por fortuna desemboqué en una avenida ancha y les descubrí a lo lejos alocados en su carrera, miraban hacia atrás cuando una patrulla policial les dio caza cruzando los coches en mitad de la avenida. Sentí una tranquilidad triunfante, me aproximé hasta uno de los vehículos policiales donde dos agentes les esposaban; ya me hacía la idea de rellenar mi segunda declaración policial en menos de veinticuatro horas cuando sentí un repelús al descubrir que uno de los agentes era el mismo que me había detenido el día anterior tras el malhadado atropello en el semáforo.

—Bueno, bueno, lo suyo comienza a tener esa familiaridad de las rutinas, últimamente le veo a usted más que a mi mujer.—dijo el agente esgrimiendo una media sonrisa atemperada de sarcasmos. Una cicatriz le surcaba el carrillo izquierdo otorgándole un aire bronco a su semblante. Pareció desatender a los dos detenidos mientras su compañero me escrutaba de soslayo.

Iba a realizar la consabida justificación—difícil, inverosímil, mi mente desbarraba entre diversas posibilidades, tener las llaves de la madre de Nestor era difícil de justificar, me podrían acusar de allanamiento de morada, eso sin contar el encuentro fortuito con aquellos dos delincuentes con aspecto de camellos con los que probablemente el cruel destino terminaría erróneamente por relacionarme. Solicité mi mochila, en tanto un aluvión de disculpas pareció condensarse en mis meninges. Hice el ademán de tomarla, estaba sobre el asfalto a los pies de uno de aquellos raperos de vida licenciosa.

—Un momento, un momento, qué va a hacer usted, me parece que olvida que esa mochila constituye desde ahora mismo una prueba y hasta que no pase nuestro escrutinio y se demuestre que es suya me temo que no podrá siquiera tocarla. Amigo, una vez más tendrá que acompañarnos a comisaría.

Denis, como sabes, entre los muchos desórdenes y fobias que me pueblan no sólo padezco el de mi particular ludopatía con el cosmos, “¿podría escapar de allí con la mochila Denis y a cambio recuperarte?”, sino ese otro síndrome el cual constó entre algunos otros desmanes como la principal causa de que me dejases, lo entiendo, el síndrome de Tourette es un trastorno horroroso y enajenante en el que a uno le brotan de la garganta los más terribles denuestos, las más aberrantes blasfemias, en el preciso e imprevisto instante en el que debes mantener silencio si en algo aprecias tu vida.

—Hijo puta, cabrón, cerdo, guarro, badulaque, madero cabrón.

No sé cuantas barbaridades más expelí contra mi voluntad durante aquel trance, sólo recuerdo las risotadas desabridas de los dos gánsteres de barrio que parecían jalearme, “muy bien compadre, sí señor, estamos contigo”; el policía bronco demudó su semblante sarcástico por un rostro grave, cariacontecido. En el momento en que parecía echarse la mano al cinto para asir su porra me deslicé hasta el suelo, tomé la mochila con mis cosas y salí de allí desbocado, escabulléndome por aquel dédalo de calles por cuyo concurso y cobijo era más difícil darme caza. Pensé que mi huída era una estupidez, sin duda, contaban con mi identidad desde el día anterior y mi busca y captura estaría ya en marcha, pero para cuando me diesen caza, si ello lo lograban yo ya habría devuelto las llaves a la madre de Néstor, deshecho el entuerto y contar con una plausible justificación sobre mi comportamiento. De manera que improvisé, ya obraba en mi poder las llaves de mi coche, de forma que tomé un taxi con dirección al depósito municipal de coches, donde el servicio de grúas me confirmó que allí dormía mi vehículo. Le apremié al taxista para que acelerase la carrera, mientras en la febril singladura apostaba a volver a encontrarme contigo Denis, si ningún semáforo mutaba desde el ámbar al rojo, pero Denis, el taxista que me tocó en suerte era demasiado respetuoso, nunca jugaba a sobrepasar las luces ámbar.

—A mi es que me gusta siempre respetar los semáforos, es curioso, me imagino que es algo particular mío, meramente supersticioso—dijo el taxista—pero muchas veces pienso que si por alguna razón me saltase un semáforo aunque estuviera en color ámbar la desgracia llamaría a mi puerta.

Descendí raudo y tras satisfacer la desproporcionada multa subía a mi coche, a sabiendas que en pocos minutos mi matrícula sería rastreada por las patrullas municipales y nacionales. Lo primero que pensé, Denis, fue en regresar raudo al hospital y devolverle las llaves a la madre de Néstor, cruzaba los dedos porque aún nadie la acompañase. Cuando me dirigía hasta allí, dispuesto a finalizar la epopeya y quizá entregarme a la policía con el buen fin de deshacer el malentendido, enfilé la avenida principal, aquella misma avenida que por retorcidos hados jugué con un semáforo a reencontrarme contigo, Denis; la avenida era flanqueada por edificios que quizá reverberasen los últimos relumbres de un sol extenuado, los últimos estertores de una tarde acabada; mi pelo tremolaba encrespado por una brisa gentil, comprendiendo que no sólo me había dado fuga a la autoridad sino que además no poseía siquiera un carnet de conducir, luego infringía ya un rimero importante de leyes cual ratero de baja estofa. Una sirena policial arrancó a sonar magnetizando el instante de mi premura con un halo de fatalidad, así como una luz azul eléctrica acompañó el sonido parpadeando, me habían identificado, de forma que aceleré por aquella ancha avenida: al fondo un semáforo en verde parecía alinearse con mi sino, ya daba igual si se cerraba o no en cuanto a mi posible huída, pero algo en mi interior formuló la plegaria, “no te cierres, si te quedas abierto saldré de esta”, quizá porque esta vez era verdad, Denis, si no se cerraba las posibilidades de no atascarme entre el tráfico propiciarían mi huída, esta vez la mera estrategia se yuxtaponía sobre mi superstición íntima, mi pequeña pero trascendente apuesta donde lo que se jugaba era el destino mismo. Acelero y en el preciso e imprevisto instante en que circulo como a 150 km/h compruebo que la luz ámbar del semáforo se estrella contra mi parabrisas para cambiar abruptamente a rojo, sigo acelerando mientras la policía me persigue pegada a mi culo exhortándome por un altavoz a que frene y me baje del vehículo, pero cuando el semáforo está en rojo una muchacha distraída, anticipándose a la señal de cruce de peatón se echar a andar y aunque pego un frenazo que casi hace volcar el coche—y dejo la impronta color betún de mis neumáticos sobre el asfalto—no puedo evitar tocarla con suficiente fuerza y embestirla.

Salgo del coche para auxiliarla, la muchacha yace malherida sobre el asfalto aunque a tenor de sus doloridos gritos parece consciente, escucho tras de mí la sirena de la policía y el frenazo del coche patrulla y me digo: “Por favor Señor, por favor Dios Mío, que no le haya pasado nada a esta chica, Señor, te prometo que estoy dispuesto incluso a olvidar a Denis y a cambiar mi vida si la chica sobrevive”.

Me ahinojo sobre ella y al ir a socorrerla descubro que es Denis, la incorporo como puedo del suelo, no parece grave, quizá tenga algún hueso tronzado, quizá un esguince y un firmamento acardenalado sobre su piel alba, parece que no es consciente aún de que soy yo, siento la presencia de los dos policías a mi espalda.

—Denis.

Al descubrir que soy yo se le pincela una sonrisa sobre su beatífico rostro.

—Casi me matas—dice entre llantos y alegrías—pero qué casualidad Dios mío, tenías que ser tú, por qué lloras—me dice—la que debe llorar en todo caso soy yo—dice con el resuello del llanto y las lágrimas ateriendo su garganta.

Unas lágrimas descienden mansas por mis carrillos, y alegre ya dejo que un policía se aproxime hasta nosotros dispuesto a detenerme; le pido un minuto que respeta, nos abrazamos Denis y yo, después me esposan y me meten en el coche patrulla mientras otro policía atiende a Denis, y ya es vano y superficial lo que suceda porque mientras me despido de ella sé que ha quedado para siempre abolido el azar de nuestras vidas.

 

Primer premio del I Concurso de relatos «La Mexicana», fallado en Alcorcón el 25 de mayo de 2012, estando compuesto el jurado por Isabel Camblor, Javier Vázquez Losada y  David Pérez.  

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