"Los Lemmings y otros", de Fabián Casas

 

Por Juan Terranova.

 

1.

Alpha Decay acaba de publicar una recopilación de los cuentos de Fabián Casas con el título Los Lemmings y otros. Mucho del material que incluye el libro circulaba desde hace bastante tiempo por la web o en ediciones artesanales.

 

2.

El libro construye una cronología que, en algún punto ya se atisbaba. Los tres primeros relatos Los LemmingsCuatro Fantásticos y El Bosque Pulenta se agrupan alrededor de la infancia. Casa con diez pinosAsterix, el encargadoLa mortificación ordinaria y El relator, son cuentos de adultez. Entre las dos series se da un salto. Del aula al bar, del potrero al estadio. (Aunque en realidad, El Relator juega suelto, invirtiendo los roles, como en la escena donde Eneas lleva a Anquises sobre sus hombros y el hijo se vuelve soporte del padre.) En el bonus track, dos monólogos regresan a El Bosque… para terminar de confirmar la imposibilidad de la vuelta.

Lo único que se le podría criticar a la edición material del libro es la tipografía minúscula y la no inclusión de Veteranos del pánico (Eloisa Cartonera, 2005) y Ocio (Tierra Firme, 2000). Este último sumaría el eslabón de iniciación intelectual entre los cuentos de infancia y Casa con Diez pinos, que es, sin duda, el revés de esa iniciación.

Así el libro quedaría completo. Con un tipografía más generosa, se transformaría en la saga de Boedo, el retrato de la educación sentimental de los últimos treinta años en la Argentina.

 

3.

Los epígrafes que abren los textos de Casas no son gestos pop. Delimitan un territorio y una pertenencia. Schopenhauer, Darth Vader y el Bushido tiene puntos de contacto y arman una cadena: la de los códigos barriales y familiares.

La cita que inaugura el libro, «yo quería ser Astroboy y Astroboy quería ser yo», es la combinación feliz del Tao con el héroe televisivo de la infancia. Así, Casas vuelve una y otra vez a su memoria cargada de marcas mediáticas. En La mortificación ordinaria escribe: «El pelirrojo le había dicho que a su madre le gustaba –aunque no pudiera distinguir nada– quedarse frente al televisor. De todas formas no había mucho para distinguir en un televisor que emitía toda movida una imagen precaria en un único color rosado. El sonido era un ronroneo monótono en el que de vez en cuando se identificaba una palabra limpia. Con el tiempo, Carlos llegó a pensar que lo que se veía en la pantalla era similar a lo que habitaba en el cerebro de la madre.»

Me interesa menos señalar la metáfora feliz, a un televisor averiado, un cerebro descompuesto, y su ambigüedad evidente, ¿cuál se resintió primero?, sino la posibilidad, cada tanto, de identificar «una palabra limpia». Frente al cúmulo de recuerdos evasivos y fragmentos mediáticos, Casas tiene esa habilidad: rescatar «una palabra limpia». Con esa palabra construye sus relatos.

 

4.

De allí que no sea extraño que sus personajes se comuniquen en el silencio y se identifiquen en la austeridad, incluso en la pérdida. EnAsterix, el encargado, escribe: «Se produjo un silencio largo entre los dos. Y no me sentí incómodo. A veces la gente cree que se entra en confianza hablando con alguien, pero en realidad es en el silencio cuando uno se conoce realmente con otro.»

Y otra vez, el desplazamiento es de la cultura prestigiosa lejana a lo masivo cercano: Austerlitz declina a Asterix ayudado por Kevin Costner. De Sebald, un escritor universalmente europeo, a la copia ligeramente paródica de un personaje de historietas, que es, en realidad, un asceta moderno: «Vivía en un pequeño cuartucho que le tocaba por ser el encargado del edificio. Un rectángulo con una cocinita kichenet, iluminado por una bombita pelada. El único lujo con el que contaba era un ventanal que daba a un patio interno. Asterix casi nunca lo usaba, ya que siempre estaba lleno de basura que los inquilinos arrojaban sin darle importancia: paquetes de cigarrillos, preservativos, a veces hasta algún corpiño. En una repisa pequeña que estaba contra una de las paredes, guardaba latas de comida, yerba, azúcar y, como si fuera una biblioteca improvisada, dos libros de poemas que yo había publicado y que él me había pedido como un cumplido. Estaban insertados entre las lentejas y el café.»

Asterix, el asceta, desprecia su «único lujo» por estar cargado con los residuos de los vicios de los demás y, frente a la cultura de Sebald, tiene apenas dos libros. Por supuesto, en oposición al asceta barrial está también el Gran Escritor de Casa con diez pinos.

Casa con diez pinos se puede leer como la reedición de una de las escenas más silenciadas de la literatura argentina. Esa donde Rodolfo Zalim, en Flores Robadas en los jardines de Quilmes, fotografía a Jorge Luis Borges en el baño. Siguiendo una misma lógica, en Casa con diez pinos, el Gran Escritor aparece sin ropa: «Ahí estaba, parado en medio de la habitación, desnudo, salvo por una toalla que se sujetaba en la cintura. Tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, la nariz aguileña, tetas grandes y una barriga inflamada.»

La frase clave de Casa con Diez pinos es «Me encadenó a su show». A Sergio Narváez, el narrador, no le molesta que el Gran Escritor exista, al contrario, le reconoce su talento. El problema se presenta cuando el Gran Escritor queda preso de sí mismo, de sus contratos tácitos, de sus convicciones, de su despliegue intelectual y vital, que incluso a él mismo le es incómodo (de hecho, se la pasa todo el tiempo transpirando como alguien que no se adapta).

De la mano del tema de Manal que le da nombre al cuento, el pedido es de relax. Hay que aflojarse. La literatura no es inofensiva, es abrasadora. Y los que se auto proclaman incluidos en ella te pueden hacer daño. Finalmente, la salida es escapar, desmarcarse, salirse de uno mismo, despojarse de lo que acarrea un peso excesivo.

 

5.

Una de las características más llamativas de la prosa de Casas es su precisión. Jamás se entorpece a sí misma. Los principios remiten a una conversación casual, que le restan importancia al asunto: «Hubo alguien antes pero yo no lo conocí», «Desde que empecé a publicar…», «Voy a contar…», «Estamos hablando de…», «Les voy a contar la historia de…». Sin embargo, hablar sólo de oralidad es reducir los textos. Suena incompleto. Es la anécdota lo que funciona, y adentro de su universo, por supuesto, la oralidad cumple un rol importante. El poder de la anécdota, su velocidad, su convicción, su peso variable, liviano para entrar y salir pero contundente al momento de noquear, es lo que define su manera de narrar.

 

6.

En una entrevista aparecida en El musiquero, número 103, marzo del 95, Adam «Mca» Yauch de los Beastie Boys decía que tocar en fiestas era algo de lo que la banda había aprendido mucho: «Si escribís un par de canciones para tocar en algunas fiestas, vas a estar más en contacto con la gente. Dejá que tu banda crezca, pero tiene que suceder por sí mismo.» Siento que con Casas pasa algo similar. Su literatura crece por sí misma, sin perder nunca contacto con los que lo leen. Quizás por eso sus cuentos se parezcan tanto a una buena canción.

 

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