Olympe de Gouges

Por Daniel Bernal Suárez. @danielbersua

olympe-de-gouges-de-isabel-medinaLa obra novelística de la escritora canaria Isabel Medina se nos presenta siempre en la intersección de la historia colectiva y la individual, aunque en cada una de sus manifestaciones ese entrecruzamiento adquiera diversos matices, tonos, intensidad y relevancia. Así, por ejemplo, en La hija de abril el peso del conflicto individual es mayor en tanto que en Los cuadernos de Marta – por nombrar solo dos de sus obras- se alcanza un equilibrio entre ambos factores y, además, se introduce una polifonía de personajes y narradores. En su última novela, Olympe de Gouges, nuestra escritora da una vuelta de tuerca más a las posibilidades expresivas y se aleja espacial y temporalmente de las coordenadas que le son propias. Sus anteriores entregas narrativas habían saltado en el tiempo pero situándose en el marco referencial del siglo XX. En Olympe, por el contrario, se ubica a finales del siglo XVIII en el apasionante contexto histórico que precede a la Revolución francesa y su ulterior desarrollo.

La primera parte de la novela tiene varios momentos climáticos. Cabría citar, por su excelente elaboración, el sueño premonitorio, formado con los limos y las arcillas de una atmósfera angustiosa y con una exacta forma onírica. Pero la propia arquitectura de la novela dota de un tempo narrativo a esta primera parte que nos guía en el descubrimiento del personaje a medida que ella misma se va gestando como entidad narrativa. Este tempo, como digo, tiene varios momentos climáticos. Sin embargo, la segunda parte de la novela supone una suerte de estallido, tanto en la materia de la trama (tras el advenimiento de la Revolución), como en la línea de tensión. Sobre lo segundo quisiéramos señalar que la tensión narrativa aumenta y se desarrolla en una línea de creciente intensidad (uno de los momentos de mayor acuidad en este sentido es el capítulo que refiere la decapitación de Luis XVI narrada desde la perspectiva del verdugo). Si en la primera parte las circunstancias son factores determinantes, como en cualquier existencia humana, en la segunda Olympe se nos revela en una triple mixtura: encarnación de una vida ejemplar en la lucha igualitaria, conciencia lúcida en un tiempo convulso y experiencia de un momento histórico dado. Por ello la narración conecta las voces y los personajes en sucesivos destellos (vemos desfilar a Luis XVI, o al curioso Joseph Ignace Guillotin -dador del nombre a ese “ejemplar e igualitario” instrumento que permite la decapitación-, al marqués de Condorcet o a las masas anónimas que toman la Bastilla).

La autora juega con una pluralidad de elementos a la hora de ensamblar la obra: desde la forma epistolar a través de algunas cartas que Olympe dirige a familiares o amigos, pasando por capítulos sostenidos enteramente a través de sus diálogos (como brevísimas piezas teatrales) hasta arribar a la conjugación de tonos que pueden ir desde el coloquialismo hasta la elevación lírica.

Pero, ¿por qué el personaje de Olympe? El enfoque que utiliza Isabel Medina no es al azar. No se trata de contar una historia más dentro de la Revolución francesa, sino elegir una voz, una voz entre muchas que tiene un especial significado. El personaje histórico de Olympe que, nacida en la localidad de Montauban, marcha a París para dar forma y materializar su anhelo de abrirse al mundo, a las ideas de la Ilustración y que, poco a poco, comprenderá la encrucijada histórica de su país marcada por el declive inexorable del Antiguo Régimen y la caída de la monarquía absoluta. Todo ello desde el horizonte de una de las voces femeninas más relevantes en la larga lucha por la defensa de la igualdad: no ya, como tantos autores ilustrados, criticando la coexistencia de la riqueza y el hambre, o la ciudadanía y la esclavitud, desigualdades y privilegios varios, que también, sino, sobre todo, por la igualdad de la mujer y el hombre.

Depositaria de una entusiasta adhesión a los objetivos iniciales de la Revolución, Olympe alertará sobre una cuestión fundamental: sin la igualdad entre hombres y mujeres cualquier revolución estará inconclusa. Tanto el personaje como la época que abarca la novela le permiten a Isabel Medina trazar un mapa de temas no solo de indudable interés, sino de rabiosa actualidad, como suele decirse.

Como hemos comentado, la segunda parte de la novela sufre un incremento continuo de tensión, sustentado en la cadena de hechos que van transmutando la faz de la Revolución desde su primigenio desiderátum por la defensa de la igualdad y la libertad en un contexto de crisis material e ideológica, hacia la prevalencia del Terror, la acción desmedida y extremista de los jacobinos, y el ejercicio de una praxis política absolutista. Una de las grandezas del personaje principal radica en no sucumbir frente a la barbarie que se introducía como semilla germinante, ya que la entereza y rectitud de su conciencia le advierten de los peligros.

En un momento de la novela, Olympe llega a aseverar lo siguiente: “La razón y la verdad jamás se pueden manchar de sangre”. Los ideales de la razón se ven truncados cuando una de las encarnaciones vivas de su movimiento, la misma Olympe, ha de perecer por los compromisos contraídos en pos de la igualdad. Doble crítica y doble compromiso: por no callarse en los instantes de ignominia general y por sufrir el ataque de la misoginia y el machismo. Y he aquí el elemento crítico mayor de esta novela: la llamarada en la conciencia, la herida que pulula, el aguijón para mantenerse alerta. Olympe quiso, como conmina la célebre Epístola moral a Fabio, igualar la vida al pensamiento, lo cual comporta el más alto compromiso de la ética: la coherencia. Porque, cuando entre ambas se opera una fractura, como muy bien observa el personaje, el ideal de cambio empieza a ser, sospechosamente, muy parecido al odioso presente que se pretende desechar. Y la superación se convierte, de modo inexorable, en emulación, como si se cerrara un melancólico círculo. Como la novela Olympe, de Isabel Medina, que cual hoja mecida en la circularidad del tiempo, conecta su trágico final con su principio.

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