Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan – Crítica

Por Carlos Ortega Pardo.

Oppenheimer. Nada que demostrar.

Oppenheimer es una película excelente, posiblemente lo mejor que haya rodado Christopher Nolan desde Origen (Inception, 2010), si no su obra maestra hasta la fecha. Con ella viene a reivindicar —y no es la primera vez ni, me temo, la última— el blockbuster adulto: no por profundo menos taquillero y siempre en pantalla grande, en un tiempo en que éstas parecen parasitadas por los leggins y los anabolizantes de los universos Marvel, DC, etcétera. Que en la semana de su estreno la mayoría de los flashes hayan sido para Barbie (2023) da cuenta de la urgencia de dicha reivindicación.

Con la exuberancia visual y sonora —estridencia casi—, la narrativa desestructurada y el montaje sincopado marca de la casa, el cineasta británico agrega capas a su aproximación al padre de la bomba atómica —en sí mismo un tema lo bastante controvertido— para convertir un a priori convencional biopic en una estimulante mezcla de thriller de espías y film de juicios que, no en vano, trasluce la influencia de Oliver Stone y su extraordinaria conspiranoia JFK: Caso abierto (J.F.K., 1991).

Diríase que a los 52 años, Nolan ha llegado a la conclusión —muy sabia, por otra parte— de que ya no tiene que demostrar nada, a diferencia de Interstellar (2014) y Tenet (2020), con las que aspiraba, respectivamente, a hacer su propia 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) y a llevar a la gente de regreso a las salas tras el parón en seco que supuso el coronavirus. Proyectos, como se ve, ambiciosos en exceso y, quizá precisamente por ello, no del todo exitosos. Ahora bien, entremedias Dunkerque (Dunkirk, 2017) había anunciado el saludable cambio de registro.

La vida de J. Robert Oppenheimer no se prestaba —insisto— a grandes alharacas, salvo, claro está, la recreación de la primera prueba nuclear llevada a cabo en Nuevo México, un bomboncito para alguien agraciado con el talento —y los presupuestos— de Christopher Nolan. De ahí lo arriesgado de un envite del que Oppenheimer sale airosa en todas y cada una de sus muchas aristas, incluida la del metraje: tres horas que cualquier plataforma de contenidos habría troceado en una miniserie y que, no obstante, se pasan en un suspiro.

El lujoso reparto de que suelen adornarse sus producciones raya aquí en el All Star, a tal punto que hacer una relación exhaustiva de sus integrantes constituiría objeto de un artículo entero. Lo encabeza un Cillian Murphy deslumbrante. A su mirada gélida y rostro ofídico les sienta como un traje a medida la ambigüedad del personaje: comunista, pero sin carnet; brillantísimo científico, pero responsable de una eventual extinción de la raza humana, y para siempre atormentado por el remordimiento de los cientos de miles de víctimas de Hiroshima y Nagasaki.

Como un guante le queda también a Matt Damon —bigotazo mediante— el de militarote rezongón; lo mismo el de taimado senador a Robert Downey Jr. Emily Blunt cumple con creces en un papel en absoluto agradecido. Y Florence Pugh, de nuevo y pese a la brevedad de su participación, se apodera de cada plano compartido merced a un carisma como no se ha visto en mucho tiempo.

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