Pedro Casablanc en “Yo, Feuerbach”, una trepidante odisea por el corazón humano

Por Horacio Otheguy Riveira

 

Un hombre perdido intentando romper el silencio de dios. Quizás “Hacia la alegría II”, una segunda parte olímpica. Textos distintos, espectáculos diferentes, pero Pedro Casablanc vuelve a estar solo en escena, a solas consigo mismo, con un personaje que despliega alas de felicidad y angustia ilimitadas. Un actor prodigioso que interpreta a un primer actor que lo fue y lo sigue siendo, pero ya sin público. Una maravilla que revive en la memoria del espectador porque cuanto sucede en la Sala José Luis Alonso del Teatro de La Abadía a través del texto alemán de Yo, Feuerbach trasunta la terrorífica soledad de cualquier ser humano a solas con sus fantasmas: esas emociones forjadas en frustraciones y triunfos en constante representación.

yo feuerbach

Feuerbach es un actor veterano que, tras larga ausencia de los escenarios, va a rendir una prueba ante un prestigioso director. Al empezar se apaga la luz. Una luz que busca a tientas en la sala de ensayos de un gran teatro. Una luz que ciega cuando reaparece. Y allí está, pulcramente vestido con su chaleco y su pajarita que le dan un aire antiguo, como pulcro y nostálgico es el lenguaje que utiliza. El primer gesto de Feuerbach/Casablanc consiste en proteger sus ojos y a la vez intentar ver al sublime, portentoso, temible, admirado director que supone en la cima de la gradería donde está el propio público de La Abadía. Pero el amo no ha llegado, sólo un jovencísimo ayudante. Pronto volverá la luz “normal” para exhibir la travesía de quien necesita con urgencia que le den ese trabajo, y allí, solo en escena, revive momentos magistrales de su pasado, y en esas que Casablanc se funde con Feuerbach y se lanza por la pendiente de algunas de sus creaciones que le brindaron mayor cantidad de entusiasmos, premios y gratificaciones personales: Falstaff (una creación extraordinaria sobre el original de Shakespeare en una puesta en escena desvaída que le iba a la contra, desaliñada y egocéntrica) y el horrendo y divertidísimo político burgués de El arte de la comedia, de Eduardo de Filippo, en una versión magistral rodeado de compañeros en ese “estado de gracia” tan manido para poner por las nubes a un actor.

También aquí, en este desesperado monólogo, los dos actores (el real y el de ficción) hablan del “estado de gracia”, sólo que en un juego atormentado por donde se cruza el sentido del humor, propio del texto original y de nuestro Casablanc que se debate entregado a todo dar asumiendo la piel de un bufón de la Comedia dell´Arte en pleno siglo XXI, aunque lo que sucede en escena sea atemporal. Aunque el nombre del personaje cargue con el pasado histórico de un ilustre miembro de la filosofía teutona que se enfrentó con lucidez y enorme valentía al statu quo condenando a la religión y fomentando un ateísmo científico en el siglo XIX. En efecto,  no es casual que el escritor alemán Tankred Dorst (hoy con 90 años) haya bautizado a su personaje con el mismo apellido que su implacable compatriota Ludwig Feuerbach (1804-1872), que en su tiempo se atrevió a asegurar que:

Dios es la esencia humana enajenada del propio hombre y convertida en un absoluto. Todas las propiedades atribuidas a dios son las propiedades del propio hombre, pero arrancadas de él, representadas como autónomas, personificadas en dios.

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Pero lo que aquí sucede no viene cargado de filosofía evidente ni mucho menos se plantean disputas sobre la religión ni el materialismo, no hay un discurso alambicado sino la desnuda ferocidad de un hombre en crisis permanente desde que durante siete años fuera apartado del mundo real. ¿Mundo real? ¿Ficción? ¿La crisis de un actor sin trabajo que lo necesita imperiosamente porque también está solo al abrir la puerta de su vivienda?

Cuando acaba la función, Casablanc agradece los aplausos respetando el tradicional ceremonial ante una merecida ovación. Pero quien saluda con una sonrisa y un movimiento corporal flexible, formal y a la vez muy teatral, es Feuerbach, el hombre que acababa de marcharse descalzo a la calle.

En 2014, con Hacia la alegría en la sala grande de La Abadía, el despliegue físico de Casablanc era impresionante en un contexto de demoledora crítica social con el propio actor completamente desnudo durante gran parte de la función. Esta vez no se desnuda físicamente pero su desnudo moral y emocional es probablemente mucho mayor. La angustia del intérprete en busca de la aprobación “divina” de un gran director o, mejor dicho, un director aceptado socialmente como monstruo sagrado, un director que puede conseguir que del actor se diga que ha estado “inmenso”, siempre a merced de los aplausos y de la aprobación de críticos, directores, colegas: la mirada del otro aprobando o desaprobando su tarea, por otra parte fugaz, perecedera.

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Yo, Feuerbach se perfila en la trayectoria de este gran actor en constante búsqueda de nuevos caminos, como la segunda parte de Hacia la alegría, no por texto en sí, con otra producción y dirección muy distintas, sino como continuidad expresiva, y porque si en aquélla se trataba de un hombre lanzado a la vorágine del día a día en busca de sí mismo, aquí y ahora un actor se eleva sobre la inevitable vanidad propia de su profesión, para levitar más allá del bien y del mal, por encima de prejuicios y limitaciones y encarnar a todos los seres humanos, hombres y mujeres, que en el vértigo de una existencia llena de incertidumbres y soledades se enfrenta a la imposible aprobación de un dios indiferente.

Más allá de esta concepción escénica que llega a Madrid muy aplaudida en otros escenarios, resulta muy significativo que la representación se lleve a cabo en la ya mencionada Sala bautizada con el nombre de un director fallecido en 1990: José Luis Alonso, un hombre de teatro de cultura completa y exquisita, con una gran carrera durante los años de posguerra, que nunca se alineó políticamente, pero que mantuvo en alto programaciones de suma complejidad. Tuve la inmensa suerte de conocerle y entrevistarle, y supe de buena fuente que fue muy apreciado por los actores. Varios de ellos me aseguraron que era “muy tranquilo y respetuoso de nuestro trabajo”, y varias actrices apostillaron “jamás demostraba autoritarismo, era un amor de hombre”. Trabajaba mucho. Enfermó y no tuvo el tratamiento adecuado. Enfermó de tal manera que no se reconocía en el espejo, que no reconocía su propia firma; aun depresivo grave ensayó y estrenó Rosas de otoño, de Benavente, con Amparo Rivelles y Alberto Closas, y pocos días después no aguantó más y se arrojó por la ventana.

Se funde el esfuerzo de los artistas con la memoria de este cronista. El teatro y la vida en una noria que de pronto empieza a acelerar con riesgo grande de catástrofe. Pero la catástrofe no llega. La frena para reconstruir la maquinaria un actor incomparable que cada tarde invoca distintos espíritus para que la muerte no alcance al actor que se rompe y se rearma ni al público que ansía saber más del universo en que está metido y de sí mismo. Pedro Casablanc preside una ceremonia insólita que dialoga, sufre y se divierte de la mano de espectadores dispuestos a acompañarle en su salto sin red.

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Yo, Feuerbach

Autor: Tankred Dorst

Versión y adaptación: Jordi Casanovas

Director: Antonio Simón

Intérpretes: Pedro Casablanc, Samuel Viyuela González

Voz en off: Nuria García

Escenografía: Eduardo Moreno

Vestuario: Sandra Espinosa

Diseño de iluminación: Pau Fullana

Diseño de sonido: Nacho Bilbao

Fotografías: Sergio Parra

Teatro de La Abadía. Sala José Luis Alonso. Del 6 al 23 de octubre de 2016. Y del 2 al 19 de noviembre de 2017

 

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