Rachel Carson: «¿Qué es lo que ha silenciado las voces de la primavera?»

 
0«La historia de la vida en la Tierra ha sido un proceso de interacción entre las cosas vivas y lo que las rodea. En amplia extensión, la forma física  y los hábitos de la vegetación terrestre, tanto como su vida animal, han sido moldeadas por el medio. Considerando la totalidad del avance de las etapas geológicas, el efecto contrario, en el que la vida modifica verdaderamente lo que la  rodea, ha  sido  relativamente ligero. Sólo dentro del espacio de tiempo representado por el presente siglo una especie -el hombre- ha adquirido significativo poder para alterar la naturaleza de su mundo
 
Durante el último cuarto de siglo, este poder ha sido incrementado hasta una inquietante magnitud. El más alarmante de todos los atentados del hombre contra su circunstancia es la contaminación del aire, la tierra, los ríos y el mar con peligrosas y hasta letales materias. Esta polución es en su mayor parte irreparable; la cadena de males que inicia, no sólo en el mundo que debe soportar la vida, sino en los tejidos vivos, es casi irrecuperable. En esta contaminación, ahora universal, del medio ambiente, la química es la siniestra y poco conocida protagonista. El estroncio 90, liberado en el aire por las explosiones nucleares, llega a la tierra con la lluvia o cae por sí solo, se aloja en el suelo, se mete en la hierba o en la cebada o en el trigo que crecen allí y de vez en cuando se introduce en los huesos del ser humano, donde permanece hasta su muerte.  
 
De igual modo, los productos químicos se diseminan por los sembrados, o por los bosques, o por los jardines, se alojan durante largo tiempo en las cosechas y penetran en los organismos vivos, pasando de unos a otros en una cadena de envenenamiento y de muerte. También se infiltran en los arroyos subterráneos hasta que emergen mediante la alquimia del aire y el sol, se combinan en nuevas formas que matan la vegetación, enferman al ganado y realizan un desconocido ataque contra aquellos que beben de los -antaño- puros manantiales. Como dijo Albert Schweitzer: «El hombre difícilmente puede reconocer los daños de su propia obra».  
 
Se han necesitado millones de años para engendrar la actual vida terrestre; eras durante las cuales este desenvolver y diversificar la vida alcanzó un estado de ajuste y equilibrio con su medio ambiente, y este medio ambiente, que trasformaba y gobernaba esa vida, llevaba en sí elementos que eran tan hostiles como protectores. Ciertas rocas producían radiaciones peligrosas; incluso la luz solar, de la que toda existencia recoge su energía, contenía radiaciones de onda corta con poder dañino. Con el tiempo -tiempo no en años, sino en milenios- se ha alcanzado el equilibrio y el ajuste vitales. Porque el tiempo es el ingrediente esencial; pero en el mundo moderno no hay tiempo.
 
La rapidez, la velocidad con la que se crean nuevas situaciones y cambios siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que a la deliberada marcha de la naturaleza. La radiactividad ya no es meramente el producto de la emanación de las rocas, el bombardeo de rayos cósmicos o la luz ultravioleta del sol, que han existido antes de que hubiera cualquier forma de vida en la tierra; la radiactividad es ahora la antinatural consecuencia del entrometimiento del hombre en el átomo. La química, a la que la vida tiene que adaptarse, ya no se reduce a ser sencillamente el calcio y el sílice y el cobre y los demás minerales arrancados a las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; es la creación sintética de la inventiva humana, obtenida en los laboratorios y sin contrapartida en la naturaleza. El ajustarse a esta química requeriría tiempo en la escala de la naturaleza; no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones. E incluso si por algún milagro eso fuera posible, resultaría inútil, porque los nuevos productos salen de los laboratorios como un río sin fin…»
 
(Fuente: Primavera silenciosa)

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