"Rojo", la mirada artística y existencial de Mark Rothko

Por Ana Riera

La obra “Rojo”, de John Logan —un interesante dramaturgo al que no asustan los retos ni el riesgo— es uno de esos textos cuyo éxito depende en gran medida del montaje y el trabajo actoral. Por suerte, en la primera versión que hemos podido ver en España, concretamente en el teatro Español de Madrid (hasta el 30 de diciembre), tanto el montaje como los actores destacan por su verdad y compromiso. El resultado es una osada y rica experiencia que nos atrapa desde el primer momento y de la que salimos más lúcidos y muy emocionados.

Mark Rothko (Juan Echanove), un pintor ya consagrado, adalid del Expresionismo Abstracto, recibe un encargo muy especial. Pintar una de sus series para decorar un restaurante de lo más elitista en el corazón de Nueva York. El pintor se encuentra ya en el principio de su ocaso y recibirá por el encargo una importante suma de dinero, motivos por los que decide aceptarlo. Sin embargo, mientras lo acomete, se le plantea un profundo dilema moral que lo atormentará y le despertará muchas dudas. Durante el proceso contará con un ayudante (Ricardo Gómez), un joven aprendiz que busca su lugar en el mundo artístico, con el que debatirá sobre el arte, la vida e incluso la muerte. Es así como descubriremos que Rothko se niega a aceptar que un nuevo movimiento, el Pop Art, está a punto de desbancar su legado, del mismo modo que su generación hiciera antes con los cubistas. Y también su concepción del arte pictórico y de la existencia.

En un principio el director del espectáculo iba a ser Gerardo Vera, pero un revés del destino, ahora ya felizmente superado, hizo que no fuera posible. Fue entonces cuando el propio Echanove decidió afrontar el reto de autodirigirse. Por un lado, contaba ya con una considerable trayectoria como director (Visitando al señor Green, Conversaciones con mamá, La asamblea de las mujeres). Por otro, ya había trabajado varias veces con Vera, su tío postizo, con el que se entendía fabulosamente (Los hermanos Karamazov, Los sueños de Quevedo). De modo que no fue un salto a ciegas y sin red, sino una decisión sopesada y bien meditada. El resultado, así lo corrobora.

Conociendo a Echanove, seguro que se preparó el papel a conciencia y durante mucho tiempo. Se nota en que, a pesar de tratarse de un personaje muy exigente en el que debe conseguir un equilibrio entre su egocentrismo y su vulnerabilidad, entre su carácter fiero e intransigente y su lado más tierno y reflexivo, entre su yo tirano y su yo padre/maestro, consigue una interpretación llena de verdad. Así lo atestiguan los aplausos que recibe al terminar, exhausto. Y también el hecho de que logra que veamos en escena tan solo a Mark Rothko (ni rastro de Echanove), algo que siendo él tan conocido y popular no resulta nada fácil.

A su lado, Ricardo Gómez demuestra estar perfectamente a la altura a pesar de su juventud (haber crecido en los platós de televisión española sin duda ha dejado un preciado poso en él). El suyo es un personaje que evoluciona notablemente a lo largo de la obra. Empieza siendo un mero aprendiz que no sabe cuál es su sitio, tan tímido que guarda un respetuoso silencio ante las diatribas del maestro, y termina enfrentándose a él, poniendo en duda muchas de sus afirmaciones y dejando claro que ha llegado para quedarse.

El resultado es emocionante y nos regala algunos momentos memorables. Como cuando se dedican a pintar el fondo de un nuevo lienzo en blanco a cuatro manos. O cuando Ken, el aprendiz, cuenta cómo asesinaron a sus padres siendo él un niño mientras la nieve caía al otro lado de la ventana.

Quizás contagiada del espíritu que impregna esta obra, aprovecho este espacio que se me brinda para hacer una humilde reflexión. Ya son varias las obras en las que, las prisas del público, me han robado la oportunidad de disfrutar hasta el final de la última escena. Me refiero a ese último plano del protagonista mirando angustiado a ninguna parte, esas últimas notas musicales que hacen las veces de epílogo o la caída gradual de la luz hasta hacer un fundido en negro. Quiero pensar que es un signo de nuestro tiempo, tan ajetreado y convulsivo. Pero me gustaría mucho que me dejaran disfrutar de esos instantes, necesarios para poner fin al ensueño en el que me he dejado atrapar durante una o dos horas. ¿Qué prisa tenemos por aplaudir? Hay tiempo de sobra. Los actores están dispuestos, estoy segura, a esperar. De hecho, creo que también ellos necesitan esos segundos para salir de sus personajes y poder recoger el aplauso del público metidos de nuevo en su piel. Como bien saben y demuestran Juan Echanove, Ricardo Gómez, Markos Marín (ayudante de dirección), Juan Gómez-Cornejo (iluminación), Alejandro Andújar (vestuario y espacio escénico) y José Luis Collado (traductor), en teatro es muy importante respetar los tiempos. Hasta el final.


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