«Sonetos de la cárcel de Moabit», de Albrecht Haushofer

Por Jorge de Arco.

Resulta desgraciadamente extensa la hilera de horrores que ocasionó el nazismo. En el ámbito de las artes, hubo un sinfín de creadores exiliados, perseguidos, represaliados, encarcelados y, en el peor de los casos, víctimas del nacionalsocialismo.

La reciente edición de los Sonetos de la cárcel de Moabit (Hiperión. Madrid, 2021) de Albrecht Haushofer, acerca una vez más la dureza y crueldad de un régimen que llevó a su país a una Guerra Mundial y a un conflicto bélico y humano cuyas heridas aún siguen hoy abiertas.

Nacido en Múnich en 1903, Albrecht Haushofer fue un reputado geopolítico, que alternó la docencia en la Universidad de Berlín con su asesoramiento en estamentos oficiales de asuntos extranjeros. Doctor en geografía e historia, con amplia formación musical y literaria, se mantuvo crítico con las nuevas posturas y maneras que se propugnaban, si bien, creyó en algún momento, que su cercanía con el poder le generaría alguna opción para variar el curso de la historia.

En su soneto “Culpa”, anota:

Pero aunque soy culpable, no es como suponéis.
Debí reconocer mucho antes mi deber,
antes debí llamar desgracia a la desgracia,
durante demasiado tiempo forcé mi juicio… 

(…)

Supe desde el principio el rumbo del desastre.
Avisé…¡pero no con bastante firmeza
y claridad! Y ahora sé que he sido culpable.

 

En julio de 1944, tras el atentado fallido contra Hitler, fueron detenidas miles de personas y doscientas ejecutadas. Haushofer fue acusado de conspiración y encarcelado en la prisión berlinesa de Moabit en diciembre de ese mismo año.

Y allí es, precisamente, donde el escritor alemán comenzó a elaborar estos ochenta sonetos que en edición bilingüe ha traducido con esmero y sabiduría Jesús Munárriz, aderezados, a su vez, con un jugoso cuerpo de notas

En su revelador prefacio, el propio Munárriz detalla lo acontecido a Haushofer el día de su muerte y la forma milagrosa en la que este excepcional testimonio ha logrado perdurar: “En Berlín, en la noche del 23 al 24 de abril de 1945, un día antes de que las tropas soviéticas cerraran el cerco sobre el `imperio de los mil años´, un comando de las Waffen-SS anunció a dos grupos de prisioneros de la cárcel de Moabit que iban a ser traslados. Fueron conducidos en dirección a la estación de Postdam, aunque nunca llegaron a ella (…) Los componentes de ambos grupos fueron asesinados por los policías disparándoles en la nuca. Pero uno de ellos, un joven comunista, pese al disparo en la cabeza, no murió. Al recuperarse días después, avisó donde estaban sus trece compañeros y Heinz Haishofer, hermano del autor, pudo recuperar el cadáver de Albrecht quien conservaba aún su bien más preciado: cinco folios manchados con sangre, en los que había escrito con lápiz y en letra pequeña los ochenta sonetos”.

Tras la intrahistoria de estos escritos está el testamento de un hombre que sufrió la ceguera de un país que “no fue capaz de ver el aliento del mal”, de un país que permitió que por las esquinas de cada estación se colara la tristura de los inviernos, de un país que vio como el luto tenaz se instalaba en sus adentros. A pesar de su encierro, no quiso Albrecht Haushofer perder la esperanza, y en su desamparo, creía que “quedarán siempre almas que renueven la dicha”, o que la ansiada paz llegaría junto a “un corro de campanas”. Pero en verdad, la deriva de su patria iba en consonancia con lo que ya había intuido tiempo atrás:

Pronostiqué al completo la miseria mortal
del pueblo y del país durante amargos años.
 

Pero aunque me elogiaran por mi alto saber
No quería escuchar mis advertencias nadie.

(…)


Ahora se hunden; nosotros también. En este trance
ha fallado el intento de agarrar el timón.
Ahora sólo esperamos, hasta que el mar nos trague.

Los sonetos de Haushofer abarcan también otras temáticas fruto de su amplia cultura y sus múltiples viajes. Y así, su círculo de amigos, su infancia, su familia, intercambian el protagonismo con la orilla del Nilo y el florecer de Provenza, con Beethoven y Fidelio, con Alejandría y Aqueronte, con Omar Jayyan y Tomas Moro… en una variada summa de sereno y solidario vitalismo.

Con un verso escrupuloso, en donde la elección de cada imagen está bien proporcionada, su decir mantiene un tono de intención definitoria. El curso de su pensamiento denota una esencia sustantiva condensada poderosamente en cada estrofa, cada una de las cuales se alarga a la par de una palabra precisa y de contenida emoción.

Al cabo, un volumen sintético, cardinal, transparente en su condición autobiográfica y muy recomendable para que nunca nadie olvide la atrocidad y la ignominia de una época feral de la historia.

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