Terraferma (2011), de Emanuele Crialese

 

Por José Ramón Otero Roko

 

 

 

 

Terraferma, “Tierra firme” o “Continente”, el último film de Emanuele Crialese que ahora se estrena en las pantallas españolas, es una película bienintencionada pero hipotecada por el sector del censo electoral que sostiene el fascismo político y económico en Italia, y más concretamente deudora del dinero de la RAI, que produce la cinta junto a C+ Francia, y que impone un target de espectadores que poco bueno puede enseñarnos al resto de la sociedad.

 

La elección de ese target comienza por la familia, una familia católica en la católica Italia, cuyos abuelo y nieto se resisten a destruir su barco pesquero y cobrar las subvenciones de la UE por cese de actividad porque aún prefiere defender su medio de vida y su trabajo. Un caso atípico de conducta ejemplar, en ese grupo social, que se relaciona en el guión intencionadamente con la religión y no con la ideología. Y por ese camino discurren el resto de razonamientos fílmicos y morales, haciéndonos creer que el último foco de resistencia contra las inhumanas leyes migratorias de los estados está en la gente sencilla, educada en el cristianismo, que no saben una palabra de ideas políticas. Un propósito de buen samaritano que es desmentido por la sociología y que nos convoca al ninguneo de organizaciones de izquierdas y de derechos humanos que plantan casi en solitario la batalla contra las leyes de inmigración. Entendemos que la historia se planifica así para intentar ablandar el corazón de los católicos, endurecido por el egoísmo y la usura de sus ideas espirituales, y que pretende apelar a sus más nobles sentimientos, si los conservan acaso imaginariamente, pero no nos hace olvidar que, tanto en Italia como en España, los ejecutores de esas políticas comulgan semanalmente, rinden culto a un muñeco de madera y, lo más importante, son votados en masa por ese sector de la población que espera que la justicia llegue después de muertos.  

 

Con un guión calculado por el departamento de relaciones públicas de un informativo de los mass media se ponen sobre el papel algunas de las cuestiones esenciales de la tragedia de la inmigración. Por ejemplo, al encontrar náufragos en mitad del mar y prestarles auxilio. Tal circunstancia no ha de enseñarnos en esta película a celebrar un sufragio afectivo entre los supervivientes, ni a rescatarles colectivamente. A la caridad cristiana le basta con salvar a uno, encontrar un ejemplo excepcional que acalle su conciencia y no ponga en duda su visión del mundo. De ese modo la película va restando. Primero es una patera con 70 inmigrantes. Luego cinco o seis que se arrojan al agua y nadan hasta el barco. A esos se les lleva a tierra pero luego se les arroja a la calle, donde son atrapados por la policía, sálvese quien pueda. Y finalmente nos quedamos sólo con una mujer embarazada (la actriz eritrea Timnit T cuya odisea real vivida dos años antes como inmigrante llevó a Crialese a realizar la película), que es a la postre la única que recibe, no sin turbulencias, algo, si no de solidaridad, de caridad.

 

Por el camino aislados momentos de realismo como el de la asamblea de pescadores que discuten si deben auxiliar a los inmigrantes náufragos y donde gana por poco la humanidad, providencialmente sostenida en esta ocasión por la tradición, que reza que no debe dejarse abandonado a su suerte a ningún cristiano en el mar. Algunos objetan que llamando a la policía costera también se les procura un rescate. Al final una interpretación lo suficientemente amplia del término “cristiano”, que todos traducen momentáneamente por “humano”, salva los restos de la civilización.

 

Pero para razonar con los votantes de Berlusconi, a los que va destinada la película, hace falta algo más que una asamblea. Para convencerles el protagonista es un adolescente virgen (Filippo Pucillo), tutelado por su madre (Donatella Finocchiaro) al que le pretende una turista de interior (Martina Codecasa) que se ha venido con dos chicos a pasar las vacaciones y que los tiene presuntamente a dos velas mientras pesca al pescador. Sólo se insinúa la modernidad representándola por el deseo sexual, y el rechazo de ésta acarrea el rechazo de una nueva patera que se encuentra a la deriva. En ese punto reconocemos la inteligencia del director, pero no nos hacemos solidarios con sus deudas. Demasiadas veces se exponen los argumentos, que pensábamos que encontraríamos en una familia cristiana, en contra de seguir prestando ayuda. Y el miedo como argamasa, sin que haya una contraparte, sin que puedan ser rebatidos más que con algo de buen corazón y un inconsciente que toca más las campanas por la turista del norte que por el honor del marino.

 

Al final de dos pateras llenas de inmigrantes se salvan sólo dos seres humanos. Unos pueden decir que al menos es un principio. Otros pensamos que es el fin, el vergonzoso filtro de la caridad. Y la película viene a confirmárnoslo porque se acaba en ese momento.    

 

 

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