‘Tokyo Vice’, de Jake Adelstein

JOSÉ LUIS MUÑOZ.

Hay quien dice que periodismo y creación literaria pueden ir de la mano. Si nos circunscribimos al género negro, ahí está la impecable, y escalofriante, crónica A sangre fría que nos dejó Truman Capote de realidad novelada, un experimento que consta en los anales de todos los estudiosos del género. Muchos años más tarde Roberto Saviano y su Gomorra apuntaron en el mismo sentido. En España tenemos a un detective escritor, Rafael Guerrero, que novela algunos de sus casos, los que puede contar, y a un brillante periodista de sucesos, Carlos Quílez, que hibrida el género negro con el de investigación periodística.

Tokyo Vice (Península, 2021), título descriptivo, viene de la mano del estadounidense Jack Adelstein  (Missouri, 1969) que a los 20 años se trasladó a vivir a Japón para estudiar en la universidad de Sophía, en Tokyo. Fue el primer extranjero que entró a formar parte de la redacción del mayor diario de Japón, el  Yomiuri Shinbun, en donde empezó a interesarse por la Yakuza, tan profundamente que esta lo amenazó de muerte y hubo de poner a su mujer y sus dos hijos a salvo en Estados Unidos bajo la protección del FBI, pero él, tras un breve y prudente exilio, siguió con sus investigaciones sobre el crimen organizado.

Tokyo Vice es una crónica detallada de los bajos fondos de Tokyo desde sus entrañas y con una visión de primera mano. Jake Adelstein, como si fuera un reportero de guerra, arriesgó su físico, y alguna vez este resultó perjudicado— No es fácil pensar cuando no puedes respirar. Y cuesta más aún cuando no puedes respirar porque un matón de la Yakuza te tiene inmovilizado contra la pared, con una mano te rodea el cuello y con la otra te golpea en las costillas mientras tus pies se balancean lejos del suelo— a cambio de obtener información a través de sus numerosas fuentes— Había conseguido fabricarme una pequeña red de información integrada por stripers, prostitutas, chicas de compañía, empleados de puerta y vendedores ambulantes. — sobre la más poderosa organización criminal de Japón, sus métodos, sus códigos, su permeación en toda la sociedad nipona y su forma de vida:  Los asesinatos eran muy inusuales en Saitama, igual que en el resto de Japón. Dice mucho sobre la seguridad de un país que un asesinato, cualquier asesinato, aparezca en la sección de nacional.

El norteamericano recoge en las páginas de su voluminoso libro rituales —El intercambio ritual de meishi sigue un protocolo bien establecido. Así me lo enseñaron: tú entregas tu tarjeta con una mano para indicar que eres un peso ligero, un don nadie, un ser humilde—, ambientes sórdidos y una información exhaustiva Entre los distritos dedicados al entretenimiento  en 1999 ninguno superaba a kabukicho en cuanto a sordidez. Drogas, prostitución, esclavitud sexual, bares en los que te timaban, clubes de citas, salones de masaje, locales de sadomasoquismo, tiendas de pornografía y productoras pornográficas, hostess club de lujo, salones donde te hacían mamadas a precio reducido, más de cien facciones diferentes de la Yakuza, la mafia china, bares de prostitución gay, clubes sexuales, tiendas que vendían uniformes o bragas usadas de adolescentes y más diversidad étnica entre los trabajadores que ningún otro lugar de Japón.

Se centra el libro en la vertiente sexual del negocio mafioso: Kabukicho, aquella noche de 1999, parecía el desfile de las luces de Disneylandia, solo que los letreros de neón en lugar de vacaciones familiares, anunciaban felaciones Detalla las prácticas que tienen lugar en esos comercios de sexo mercenario— Quedaban aún uno o dos salones rosas, donde, por 3000 yenes (unos 30 $), podías entrar y pedir una taza de café, y, mientras te la tomabas, una empleada te desabrochaba los pantalones, te lavaba el pene con una toalla caliente y luego procedía hacerte una felación — sin olvidar el extravagante comportamiento sexual, a ojos occidentales, de los clientes de estos tipos de establecimientos: La chica puede acariciarte la oreja con la lengua o acariciarte la entrepierna, pero nada más allá de eso. Tocarle los pechos está permitido, pero chuparselo solo si eres un cliente habitual o has pagado por al menos tres bailes privados. Es algo que se da por sobreentendido.

Reflesiona Jake Adelstein sobre el fetichismo nipón, esa pedofilia no disimulada que inunda hasta el manga y las películas en donde las adolescentes se visten de niña para levantar la libido de los hombres: Muchas escuelas japonesas exigen que sus estudiantes, hombres y mujeres, lleven uniformes, y por lo visto aquello genera algún tipo de asociación pavloviana entre los uniformes escolares y los primeros pensamientos lascivos.

Y todo ello bajo la mirada cómplice de cuerpos policiales que, previamente untados, miran hacia otro lado— No es que la policía no ponga todo su empeño en los crímenes en los que las víctimas son mujeres extranjeras: es que no lo pone en ninguno en el que las mujeres en general sean las víctimas. — y sin olvidar la deontología del periodista de la que, a menudo, se olvida hasta él mismo: A veces, cuando trabajas como periodista, te olvidaste de la víctima. Desarrollas una especie de admiración por el genio criminal y por la eficiencia despiadada, y te olvidas de que todo imperio delictivo se construye con dolor y sufrimiento humanos

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Jake Adelstein empatiza con todas esas mujeres explotadas por la Yakuza, maltratadas e impelidas a alguna adicción para asegurar su fidelidad— Luego empecé a notar las ojeras bajo los ojos de las mujeres, a descubrir el motivo por el que trabajaban allí cada una de ellas, a ver los moratones en los brazos y minusvaloradas por sus clientes—Ojalá los clientes japoneses supieran lo mucho que aquellas mujeres los despreciaban— aunque pone el foco sobre una de ellas, extranjera, de la que se encariña y que desaparece para siempre.

No escapa el voluminoso tratado novelado sobre la Yakuza del tono moralizante, da incluso la sensación de que Jake Adelstein busca, con ello, su propia redención por haber frecuentado ambientes sórdidos y haber tenido amistades poco recomendables por las que se ha sentido atraído como periodista, victima de una especie de síndrome de Estocolmo: Espero que cuando Goto se tumbe en su  futón por la noche, eche la vista atrás y recuerde los episodios de su malograda vida, reflexione sobre lo que ha hecho y sobre lo que los suyos han hecho.

Adelstein, como Saviano, y al contrario de Mario Puzzo, cuyo El padrino fue muy valorado por el mundo del hampa retratado, destapa todo un submundo delicuencial en una novela testimonial que un lector interesado por esa opaca y sectaria organización japonesa, adicta a la autoamputación de sus meñiques, su lado más folclórico, sabrá apreciar al margen de su interés literario. El libro está escrito en un tono neutro, como corresponde a un trabajo periodístico del que le separa sus experiencias personales y sus juicios morales, pero es también una novela negra, hay sangre, muertos y delitos por resolver como la dolorosa desaparición de la prostituta Polina, la espina clavada en el corazón del autor y protagonista. Tokyo Vice es casi un libro de tesis y consulta para todo aquel que quiera entersarse de qué va la Yakuza escrito por alguien que, tras esa experiencia entre pecaminosa y detectivesca, se convirtió en sacerdote budista para purgar posibles faltas. Michael Mann, el director de El último mohicano, Alí y Miami Vice, ya está poniendo el libro en imágenes para una serie de televisión para HBO que será todo un éxito.

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