Omaha

Por Paula Lapido.

Llegar desde Caen a la playa de Omaha es muy sencillo: solo hay que coger la autovía N13 que termina en Cherburgo y tomar la salida D30a. Apenas 45 minutos de trayecto en los que el paisaje cambia muy poco; si acaso se vuelve más rural, porque Normandía está llena de campos de cultivo y de pequeños pueblos con callejuelas que se estrechan y se retuercen.

Pasado Formigny, la carretera circula casi prácticamente recta y perpendicular al mar. Todo está ya indicado: “Omaha beach”, dicen los carteles. No hay forma de perderse. Entre Formigny y Saint-Laurent-sur-mer hay mucho campo y algunos árboles, y el mismo paisaje se repite por la carretera “de la Libération”.

Sabemos a dónde vamos. Hemos visto películas en blanco y negro y en color, documentales; hemos leído libros sobre la II Guerra Mundial. Hemos buscado en Internet las once fotos del desembarco de Robert Capa, y tantas otras. Creemos saber lo que vamos a encontrar, creemos saber lo que puede esperarse de este momento.

De pronto descubrimos, a la izquierda según nos dirigimos a la playa, el museo del desembarco en Saint-Laurent-sur-mer. Un tanque americano apunta a la carretera. Parece pequeño y viejo, pero tal vez justamente por eso impresiona. Lleva mucho tiempo donde está, su oruga yace hundida en el asfalto que han vertido después para alisar el pequeño parking del museo. Junto a él, otros vehículos de guerra que reconocemos de las imágenes que hemos visto. Nos vienen a la memoria los guapos actores americanos de los años 50 vestidos de uniforme, con sus gorras y medallas, y también las imágenes grabadas con la cámara al hombro por Spielberg. Sentimos emoción, incluso cierto sobrecogimiento. Pertenecemos al primer mundo, somos sensibles, conocemos la historia, y hemos venido a este lugar para estar lo más cerca posible de ella.

El resto del trayecto dura apenas un par de minutos. La carretera termina en una rotonda y, al fondo, a menos de cien metros, el mar. El entorno está preparado para visitas como la nuestra: hay un aparcamiento a cada lado de la carretera. Un monumento conmemorativo, banderas alineadas con la playa.

Entonces llega el momento de encontrarse con la realidad. Pero no con la del 6 de junio de 1944, a las 6:30, cuando las primeras barcazas de desembarco abrieron sus puertas y los primeros soldados americanos se lanzaron hacia la playa bajo el fuego de artillería alemán. La realidad de septiembre de 2010 es distinta. Apenas quedan restos que traigan a la memoria cómo era este lugar hace sesenta y seis años. Incluso el perfil de la costa es diferente: una hilera de casas con pequeños jardines recorre toda la extensión de la playa. No quedan nidos de ametralladora ni búnkeres. La vida se ha impuesto, incluso en Omaha.

Descendemos a la playa. Sopla un viento fresco y la marea está bajando. Un hombre pasea a su perro por la arena compactada y aún húmeda. Las banderas del paseo se mecen suavemente. Otro monumento, unos brazos plateados que se elevan hacia el cielo desde la misma arena de la playa, brilla bajo el sol porque no hay ni una sola nube. Una familia con dos niños recorre el mismo camino que nosotros. Pisamos la arena de Omaha.

La playa se extiende a ambos lados del memorial, a la derecha desde Saint-Laurent-sur-mer hasta Port-en-Bessin, aunque desde donde estamos no se vislumbra la enorme extensión del Cementerio Americano de Colleville-sur-mer, pocos kilómetros más allá. A la izquierda, el único resto del puerto artificial construido en los días posteriores al desembarco y, más lejos, casi en el límite entre Omaha y Utah, el pico amenazador de la Pointe du Hoc.

Caminamos sin rumbo fijo por la arena. Si le mostrásemos a alguien las fotos de este lugar, omitiendo las banderas y los monumentos, diría que es una hermosa playa en la que pasar unas agradables vacaciones. Quizá no haga demasiado calor y el agua esté algo fría, pero tiene el aspecto de ser un lugar tranquilo donde descansar y dar largos paseos. Esto es Omaha, hoy.

Sin embargo, me detengo sobre la arena y miro a mis pies. Un mordisco de realidad me obliga imperiosamente a darme cuenta de que justo en este lugar, en este preciso trozo de playa, tal vez murió un hombre, hace sesenta y seis años, un seis de junio muy temprano, a la hora a la que muchos nos levantamos para ir a trabajar en este siglo XXI tan moderno y veloz. Tal vez ese hombre fue alcanzado por la artillería alemana de pleno en el pecho, o en la cabeza. Tal vez logró esquivar el fuego y refugiarse tras uno de los obstáculos del Muro Atlántico concebido por Rommel, y vencer el terror, y avanzar para caer definitivamente a pocos metros, allá donde termina mi sombra.

Doy un paso, luego otro. Me detengo de nuevo. Nada en la playa puede decirme qué sucedió. La arena ha cambiado en sesenta y seis años, y seguirá cambiando. Tal vez construyan nuevas casas que cubran la colina, o tal vez con el tiempo la naturaleza vuelva a dejar desnudo este lugar. Lo real afloja sus fauces y la siguiente ola se lleva la arena que estaba pisando hasta hace unos segundos. Vuelvo a mirar las banderas. El perro ladra a los niños y el coche espera. Es hora de marcharse.

Después de Omaha veremos las baterías, los búnkeres y los cráteres de los obuses en la Pointe du Hoc y en Longues-sur-mer. Veremos los restos del puerto artificial en la playa de Arromanches-les-Bains y los otros museos, los otros memoriales a lo largo de toda la costa de Normandía. Nos asomaremos a las vitrinas llenas de uniformes, cajetillas de tabaco, raciones de comida empaquetadas, gorras, vehículos, maniquíes representando escenas de combate, fotos, recortes de periódico. Caminaremos entre las 9387 tumbas del Cementerio Americano de Normandía, en Colleville-sur-Mer.

Lo fotografiaremos todo usando el zoom óptico, el digital, o ambos. Compraremos imanes para la nevera, postales. Haremos propósito de leer más libros sobre el Día D o ver de nuevo esas películas que tanto nos gustaron, porque nada nos parecerá tan real como la sangre en la pantalla. Nos sentiremos satisfechos de haber visitado Normandía y lo compararemos con las catedrales de hace mil años, los castillos, las ruinas megalíticas. Todo compondrá un hermoso álbum de viaje en el que las fotografías de Omaha lucirán en blanco y negro, porque eso es lo apropiado, aunque lo que se vea en ellas sea la hilera de viviendas que ocupa ahora la costa o nuestros rostros sonrientes a la sombra del memorial. Volveremos a casa, enseñaremos los recuerdos a nuestros amigos y ellos se admirarán, y reproducirán nuestras mismas frases, y juntos guardaremos un instante de silencio, hasta que alguien cambie de tema y la vida siga su curso.

Pero dentro de algún tiempo pisaremos la arena de otras playas, en lugares más cálidos con sombrillas o chiringuitos y gente en bañador tumbada en toallas de colores. Y quizá, cuando menos lo esperemos, volverá a nosotros esa comezón, ese mordisco irremediable que no podremos esquivar. Como la primera vez que pisamos la arena de Omaha. Entonces recordaremos a los soldados que murieron en la playa sobre la que caminamos aquel día, sobre otra arena distinta pero que nos parecerá la misma que estamos pisando descalzos bajo el cielo azul del verano, embadurnados con crema de factor 30 y luciendo gafas de sol. Y de pronto, sin que podamos evitarlo, todas las playas del mundo serán Omaha, y todos aquellos muertos serán nuestros muertos.

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