Ni Mourinho podría haberlo hecho mejor

Por Guille Ortiz

 

De las tres frases que todo hombre con un mínimo de educación audiovisual debe decir a lo largo de su vida, una ya me la quité de encima con 19 años. Tuve una suerte enorme porque de esta manera he podido dedicar exclusivamente el resto del tiempo a las otras dos, dejando incluso margen suficiente para plantar un árbol, escribir un libro y participar en una comisión de espiritualidad.

 

La frase en cuestión era “Siga a ese coche”. Para que la frase tenga sentido estético, deben darse varias condiciones: que en ese coche haya algo que tú realmente quieras, es decir, que la persecución no se convierta en un capricho; que haya partido apenas segundos antes de que tú llegaras a la zona en cuestión… y que las palabras se digan a un taxista.

 

Sin taxista no hay historia. Lo siento.

 

¿Cuál era mi caso? Veamos: en el coche estaba la Chica Langosta, que para mí venía a ser como un buen maletín con miles de euros para un ministro de Fomento. El coche se iba de la estación de El Molino porque yo no había llegado tiempo de coger el tren de Villalba, en una época donde no había móviles, así que si llegabas tarde, la gente, sin más, se iba.

 

El taxista me recogió en una estación para llevarme a otra. En ningún momento se me ocurrió rendirme, algo del tipo: “Bueno, ¿qué puedo perder, una comida con unos amigos en Cercedilla? Tampoco es para tanto”. Para mí, todo es para tanto. El conductor era un chico joven al que estuve tentado de proponer un aumento en la tarifa si conseguía llegar a tiempo, pero no solo me faltaba el cuajo sino, sobre todo, me faltaba el dinero.

 

Llegamos justo cuando su coche salía del parking, un rastro de arena detrás de ellos. Yo, en realidad, no podía saber si era su coche o no, pero tenía sentido: nadie más esperaba en la estación, en el vehículo había como mínimo cuatro personas… y aquella melena tras el cristal trasero parecía su melena. Fue verles coger la carretera y decirle al conductor que se pusiera a rueda, como un tercer hermano Schleck. Empezó a tirar luces largas en mitad del día. Ellos se hicieron a un lado, pararon tranquilamente… y lo suyo hubiera sido que entonces el taxista y yo saliéramos con dos metralletas y acabáramos con ellos allí mismo.

 

Nunca se sabe de qué arsenal puede disponer un taxista.

 

No fue así. Me limité a pagar y cambiar de coche, algo avergonzado después de tanto escándalo, y nos fuimos a casa de una amiga a comer y jugar al mus. Ya ven, soy capaz de protagonizar una película de acción solo por comer y ganar al mus a la Chica Langosta. A veces pienso que habría que tenerme miedo… tengo la impresión de que muchos piensan igual que yo.

 

Con los deberes cumplidos, el resto de mi vida lo invertí en el melodrama. No me ha sido muy difícil. De las otras dos frases solemnes, una es “Valgo más por lo que callo que por lo que digo”, que tiene un aire a refrán de Sancho Panza pero en realidad es una amenaza velada porque, como Moody´s nos recuerda cada día, los precios cambian con mucha facilidad.

 

La tercera , “Nadie me ha regalado nada”, es la frase por excelencia del “self-made man”. Esta frase, en rigor, solo debería poder decirla Paul Newman después de comerse cincuenta huevos duros o Marlon Brando descargando en un muelle, lo que pasa es que siempre me he considerado un hombre ambicioso. A mí me pasa con los regalos de la vida lo que a San Agustín con el tiempo: si me preguntan hasta qué punto me han regalado oportunidades, me quedo paralizado sin saber qué contestar. Si no me lo preguntan y me guío por el sentido común más instintivo, supongo que tengo que responder que sí, que a lo largo de 34 años han apostado por mí y luego yo he estado a la altura o no de esas apuestas. En resumen, que todos tenemos padrinos con ofertas más o menos rechazables.

 

La dualidad en la narrativa de uno mismo. El hombre que se pelea contra el mundo y la sociedad en la que vive, saliendo adelante a base de valor, un chico 15-M… frente al hijo de familia acomodada que puede permitirse un año en paro viviendo en su piso de alquiler de Malasaña. Lo terrible de la narrativa es que te da para escribir dos autobiografías completamente distintas. Lo digo en serio. Podría publicar un libro atormentado lleno de desgracias concatenadas que llevan a una gran desgracia final y a la vez ir escribiendo otro, autocomplaciente, hablando de viajes a Nueva York, amigas actrices y diversos minutos de gloria.

 

Nos movemos en términos medios. Algo entre lo que somos de verdad y lo que nos contamos que somos. Algo entre las distintas versiones de uno mismo. David Hume lo llamó “haz de percepciones” y un psiquiatra lo llamaría “esquizofrenia”. Quédense con la definición que quieran, a mí me hace ilusión andar por la vida haciendo historia y obviamente eso me condena al fracaso diario. Supongo que lo que quería decir con todo esto es que no me rindo fácilmente y que cuando un coche escapa a toda velocidad por una carretera de la Sierra no soy la clase de chico que se queda mirando desolado en el arcén mientras pide que le lleven de vuelta a casa.

 

No vaya a ser que en casa no haya nadie y al final la película se quede sin espectadores. Tengan en cuenta que yo, sin espectadores, no soy nadie. «El puto amo» de la exageración. A veces pienso que ni Mourinho podría hacerlo mejor.

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