Dictamen de una mirada

 

Por Daniel María.

 

Adivina quien viene esta noche (1967)

Katherine Hepburn interpreta en Adivina quién viene esta noche (1967) de Stanley Kramer 1967) a Christina Drayton, madre de una joven estudiante que regresa a casa de un viaje maravilloso en el que ha conocido al hombre de sus sueños: un apuesto médico de carrera ascendente y de raza negra. La película ha envejecido mal. No me gusta. Y es, con todo, una de las grandes interpretaciones de dos titanes: la consabida Katherine Hepburn y su compañero de vida, Spencer Tracy.

 

La pareja de actores entrega la última de las nueve películas que rodaron juntos (La mujer del año (1942), La llama sagrada (1942), Sin amor (1945), Mar de hierba (1947), El estado de la unión (1948), La costilla de Adán (1949), La impetuosa (1952), Su otra esposa (1957) y Adivina quién viene esta noche (1967)). En la primera se enamoraron. En la última, se despidieron. Y dicha despedida, plano a plano, nos es ofrecida en el monólogo final del personaje de Spencer. La acción de la película derivará en esta escena apoteósica que, por pausada y literaria, le sirve a Spencer para apoyar en las líneas de la ficción el volumen de amor que siente por Katherine, su esposa en la película.

 

El cine es muchas cosas. Y lo es sin necesidad de los actores. El teatro sin actores es una imposibilidad (incluso el manejo de las marionetas requiere de la acción humana), pero el cine es más que posible sin actores, es decir, sin personajes. El cine es imagen y dicha imagen es lo que prima. Sin embargo, el cine con actores, es decir, la historia de personajes, se ha impuesto como el cine de mayor alcance: el más rentable, el más demandado y el más consumido. De este cine de actores nacen los nuevos mitos. Unos mitos que son leyenda per se y se convierten en tal por la adoración que el resto ejerce sobre ellos. Seguramente porque el ser humano deseó siempre ser dios el cine posibilitó que reconociéramos nuestra identidad en la mágica e inaccesible pantalla.

 

Para mitómanos como quien escribe el cine ha creado los mitos más importantes del siglo pasado, que se proyectan en el presente. Basta una película (Rita siempre será Gilda), apenas tres (es el caso de James Dean) o una dilatada carrera cinematográfica (John Wayne) para que un actor o actriz mantenga su reinado hasta el infinito. La lista de mitos cinematográficos es amplia y desde que aparecieron se prendaron de ellos los artistas de todas las disciplinas; tan así que la fotografía, por ejemplo, ha avanzado vertiginosamente de la mano de estos mitos, pues hay retratos de Marilyn, Bogart o Verónica Lake que pertenecen ya a la memoria colectiva. Véase el caso actual de la grandiosa Annie Leibovitz y su relación con el cine.

 

La literatura que emergía en las fechas inaugurales del cine pronto recayó en el poderoso influjo del cinematógrafo y la vanguardia literaria iniciada en los años veinte se rindió a la evidencia. Uno de los vanguardistas de la literatura canaria (tan próximos y determinantes en mi propia obra) como es el poeta tinerfeño Emeterio Gutiérrez Albelo escribió en los años treinta poemas a Joan Crawford, Charlot, Brigitte Helm o Greta Garbo. Y el intento de proyectar La edad de oro (1930) en Santa Cruz de Tenerife en junio de 1935, en presencia de los surrealistas André Breton y Benjamin Péret, supuso un aliciente importante en la represión sufrida por Agustín Espinosa, escritor también tinerfeño, autor del relato surrealista más importante de la lengua castellana, Crimen (1934), y faro mayor de la vanguardia canaria.

 

El mito cinematográfico, por humano y carnal, aunque tan distante por inaccesible y lejano, es un mito personal, es decir, cada uno haya el dios al que adorar. La leyenda de estos mitos, sus amores, sus debilidades, sus secretos… alimentan el ardor de los devotos, pero este lado siempre incompleto, del que surgen teorías y opiniones que nunca llegarán a confirmarse, pese a las fundadas sospechas, queda reducido al anecdotario cuando el mito en cuestión, en este caso Katherine Hepburn, es además una actriz, por este orden, enorme, inconmensurable, inmensa, completa, perfecta y eterna.

 

Así de rotundo ha de mostrarse un mitómano, según leyes no escritas sobre la adoración de los mitos. Pero con Katherine se es consciente de que la objetividad hará posibles los acuerdos. Puede apoyarse tal convicción en un palmarés de cuatro premios Óscar (el mayor de la historia), tres Bafta, un Emmy y Mejor Actriz en los festivales de Cannes y Venecia o que su nombre encabece el cartel de títulos imprescindibles del cine universal: La fiera de mi niña (1938), Historias de Filadelfia (1940), La reina de África (1951), De repente, el último verano (1959)…, pero lo extraordinario radica en su capacidad de actuación. El espacio intangible del arte que es el taller de cada actor, ahí donde procesa su voz y su cuerpo en pro de una creación única. Luego, trabajar en este sentido cuando el cuerpo envejece y distorsiona las voluntades, es decir, cuando un párkinson evidente condiciona los personajes que debes afrontar, el logro consiste en incorporar este sello inevitable a los personajes en cuestión. O lo que es lo mismo, admitir que todo cambia.

 

Katherine y Spencer en un descanso del rodaje

Gracias a que el amor no se sustenta en los cuerpos y el tiempo, que todo lo destruye, nos hace más fuerte, entre Katherine y Spencer, amenazados los dos por la enfermedad, no los detuvo el agotamiento cuando firmaron el contrato de Adivina quién viene esta noche (1967). La película trata el, por entonces, incómodo tema de las relaciones interraciales y la pareja interpretó al matrimonio progenitor de la joven blanca (debut de Katherine Houghton, sobrina en la vida real de la Hepburn) que se enamora de un hombre negro (Sidney Poitier). La oposición del padre (Spencer) es rotunda desde el principio y, a medida que los padres del muchacho se trasladan al domicilio de la joven para tratar el asunto, Katherine, con ayuda de un sacerdote, trata de calmar los nervios en la casa. Hasta la escena final la película no me interesó, tan sólo delectarme en el trabajo de la pareja veterana mantenía mi interés en auge, pero hete aquí que, llegado el momento de la verdad, Spencer toma la palabra para ofrecernos, como broche final de toda su carrera, un monólogo de ocho minutos en el que analiza las convenciones, los prejuicios y la hipocresía imperante, además de resumir lo acontecido durante ese día.

 

Por fortuna, el alegato sociológico es desterrado por las declaraciones que Spencer dirige a su mujer cuando desea explicar a la joven pareja enamorada su propia visión del amor. Es entonces cuando Katherine Hepburn, en absoluto silencio, llena la pantalla desde un segundo plano, sentada al borde de un tresillo, con la cabeza inquieta por la enfermedad, a base de un tesón inalterable: la mirada. Porque nunca antes el plano/contraplano sostuvo una inmensidad parecida y el silencio de dos que se miran fue tan contundente.

 

Katherine y Spencer en una escena de la película

 

Spencer Tracy en un momento del monólogo

La actriz clava los ojos en Spencer al tiempo que se entrega al llanto y no desiste a partir de entonces en la contemplación que el resto tenemos el privilegio de atender. Todos los años, todo lo vivido, lo que cuentan los boleros, el abrazo caliente del paisaje donde se es feliz, allí donde quien amas relata lo que fueron, lo que son y lo que serán. En ese espacio de ficción ellos se entregaron como al principio, como en el primer film, a ojos de los demás.

 

Tras ver la película supe que se trataba de la última interpretación de Spencer Tracy, supe también que murió diecisiete días después de finalizarla, supe igualmente que durante el rodaje se estaba muriendo, se medicaba en los descansos y continuaba el trabajo, supe que Katherine se había retirado cinco años del cine para cuidar de Spencer y volvió al oficio con esta historia. La película obtuvo diez nominaciones, incluido el reparto al completo, y la Academia concedió a Katherine el segundo de sus cuatro Óscar por esta interpretación. Por último, supe que la actriz confesó no haber visto jamás la película. Realmente no era preciso tal visionado. Su compañero de vida, el amor que sobrevivió tantos embistes, estaba frente a ella, recitando aquel monólogo, al despedirse. Y esas cosas no requiere la memoria de una actriz recordarlas con el cine, aunque yo enseguida acudí al monólogo de Spencer y contemplé al hombre que hablaba a la mujer y ya no fui capaz de apreciar la diferencia entre la vida y el cine.

 

 

* Daniel María es actor, escritor y guionista. Secretario de Redacción de la revista La Página. Su último libro es El caso de la película imposible: El extraño viaje, sobre la película de Fernando Fernán Gómez.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *