Las manos de los padres

 

Las manos de los padres. Aurora Pimentel

 

Cuando eres pequeña, antes de cumplir los siete años más o menos, depende de lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo.

Te llevan a un bar tus padres y ves las cabezas de las gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas hechas un gurruño, manchadas, y hasta las colillas que la gente tira descuidadamente y luego aplasta. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras bien la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante.

Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara, para que fueran humanos, necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.

La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde, entonces se puede ir al otro lado, pero siempre antes miramos …” Ella te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada y te deja suelta un rato mientras habla con otras madres. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases y recreos en el patio con frío en invierno y viento en la cara. Pero sus manos ahí están cuando te baña. Aunque te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado nadando como una sirena, buceando, “mira, mamá, mira cómo resisto debajo del agua”…

La mano de un padre es todavía más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos con facilidad, unos sentimentales.

Las manos de los padres te han sujetado.

Ellas te sostuvieron cuando ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon. Te dieron el alimento primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara y lo salado, qué asco. Cómo cuesta al principio la sal, es repugnante. Después te llevaron hasta el orinal, «a ver si haces caca ahí, como los mayores», «qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales», todos celebrándolo. Te alcanzaron la pasta de dientes, las camisetas y los zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto. «Ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes tú, te ayudo, pero lo intentas, ¿vale?». «Otra vez la camiseta, los botones son para adelante, he vuelto a equivocarme, mamá», «¡ya sé atarme los zapatos!», «papá, no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo», «no me peines tú, que yo puedo sola, déjame»…

«Pero un beso sí podremos darte ¿no?». Un beso sí, claro.

Beso y beso. Mano y otra vez mano.

Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo hacía esos circulitos en el aire. Porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios, que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas y familias, soportado trabajos y días muy largos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado incontables bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.

Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque confiaban en otras manos y se sentían siempre en esas otras más grandes. Y así te lo han enseñado.

Las manos de los padres a veces se van. Pero tú las sientes alguna madrugada. Es tu padre que viene, tu madre que entra en la habitación blanca y te sube la sábana y la colcha por el fresquito de la mañana. “Vámonos ya, estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, todavía me extraña…” Y tú sigues llorando ahí desconsolada porque notas que son ellos y sus manos muy ancianas, temblonas y huesudas, llenas de manchas, intentando acariciarte, sostenerte todavía en esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado, mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.

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