Transbordo. Poemas del metro de Barcelona

 

TransbordoPortadaJorge Díaz Martínez

Transbordo

Poemas del metro de Barcelona

 

(La Garúa Libros, 2012)

 

 

Por Eduardo Chivite Tortosa

 

La Garúa Libros es una editorial independiente de Barcelona comprometida con la poesía de calidad y la joven poesía. Es suficiente echar un vistazo a su catálogo para comprobarlo y descubrir en él nombres de resonancia nacional y traducciones de reputados autores de un interés excepcional para el lector actual de poesía. Joan de la Vega, director de la editorial, la fundó en 2004 y después de dos años de descanso vuelve con Jean-Michael Maulpoix, Jorge Díaz y Sara Herrera. En el actual panorama esta editorial se visualiza como la heredera espiritual de DVD Ediciones, contando con el beneplácito y la amistad de Sergio Gaspar. Si todo esto no bastara, hemos de añadir la calidad y el buen gusto de sus cuidadas ediciones.

Jorge Díaz Martínez (1977) inicia su formación poética en Córdoba y Granada, participando activamente de sus ámbitos culturales y bebiendo poéticamente de diferentes influencias en aquellos años de “amistad y aprendizaje”, como él mismo afirma. La voz de sus amigos poetas, las lecturas comunes, los mismos maestros, pueden verse o leerse en su poética. Y es que Jorge Díaz Martínez pertenece con todo derecho a esa generación de poetas que hoy por hoy son una realidad consolidada. Juan Andrés García Román, Juan Antonio Bernier, Rafael Espejo, entre muchos otros, por citar solo algunos de los que aparecen destacados en las dedicatorias del libro. Su trayectoria poética habla por sí misma, en 2005 ve la luz su primer libro, La piel de la memoria, que se publica en la editorial Visor y mereció el Premio de Poesía Vicente Núñez, y su segundo libro Almizcle y tabaco (2006) fue editado por Pre-Textos, obteniendo el Premio de Poesía Arcipreste de Hita. 

Este libro, texto, textura, tejido, entresijo, artefacto, donde cada poema o cada verso parece remitir a una lectura personal y concreta, “a la maniera de”, nos extraña y sorprende. Esta dificultad añadida contrasta con una “factura de aparente sencillez, pero de entramado estético ambicioso”, afirma en su reseña Agustín García Calvo. Sencillez que ya algunos críticos han catalogado de minimalista, pero otros más acertadamente de “palabras pequeñas”. Importante peligro este a la hora de juzgar o de leer el libro. El transbordo, metáfora del viaje, remite aquí en realidad al discurso de retroalimentación del arte, a la intertextualidad, las voces ocultas detrás de cada poema. No es un viaje interior, ni un viaje a los infiernos, ni nos habla del metro de Barcelona. Es un viaje por las lecturas, las lecturas del metro de Barcelona, de los poemas quizás escritos en el metro de Barcelona. El poeta lo dice: “¿Cuántas veces, leyendo, no nos hemos saltado la salida, no nos ha devuelto el iris una forma distinta a la esperada?” El primer poema del libro nos devuelve la mirada a modo de poética, una poética compleja, donde nos anuncia curiosamente algunas intenciones. Poema programático del libro que se diferencia intencionadamente por estar escrito en prosa. “El verbo es una caverna” platónica, el logos un trayecto —dice—, las sombras, las luces: “Al volver, apresurado, a la luz, el viajero puede sentir molestias en los ojos”. Se puede notar al poeta inmerso en su lectura, levantar con dejadez el rostro, fruncir los ojos por la luz, la necesidad de enfocar por culpa de su miopía (“Donde miopía / puede leerse usura”) y ver, ver una imagen, un momento, un detalle, quizá sin importancia, pero ver, ver de verdad, como miran los poetas. Juan Andrés García Román en la contraportada del libro nos lo dice: “que recorre la oscuridad (memoria) lleno de ventanas (imágenes)”. Ana M. Caballero lo intuye cuando afirma: “Los poemas de Díaz se detienen en las paradas de Diagonal, Verdaguer, Sants Estació, Drassanes, el Liceu…”. Excusa esta, que en una lectura light la lleva a reseñar el libro tal si se tratase de un poemario temático que recorre paradas, como un transbordo vital Córdoba-Barcelona-Dalián (“Tengo escalas en Frankfurt y en Beijing”). El poeta levanta el rostro y ve el mundo, como en el mito platónico, pero entonces se vuelve a sus sombras o lee de nuevo; lee ahora carteles con nombres de lugares, lugares-lectura, de no-lugares, utopías… Y nosotros leemos poemas con nombres de ¿lugares? Barcelona, la ciudad como tópico de la literatura, como espacio del poema, “la ciudad que sirve de escenario”, cualquier ciudad, como si Jorge Díaz fuese en el metro leyendo a Fonollosa. Y es que este libro juega a llevarnos inmersos, ensimismados, como viajeros subterráneos, y cuando el poema termina, no termina, como un “no llegar o llegar de otra manera” (J.A. García Román), “de forma distinta a la esperada”, translación espacio-temporal (A. García Clavo), transbordándonos de hoja en hoja (“Perdí de vista la mano que me pasaba las hojas”). De hecho, muchos poemas quedan abiertos, truncados, con un final “distinto”, como el que vuelve a la lectura o se da cuenta de que aún no ha llegado su parada: “Eres zumo de limón. / Y la palabra des- / caro”, “(terco según / y argumentar)”, “Quiero decir, de momento”. 

Pero el juego verbal no termina, solo está empezando, la polisemia del lenguaje es un factor metapoético importante en este libro, que tiene por subtítulo Poemas del metro de Barcelona. Pepito Morán en un vídeo-creación resultado de la lectura de esta obra, abre la suya con la definición de “metro”, en un guiño con Jorge Díaz que termina su obra con la definición, según el DRAE, de transbordar (2ª acepción) “trasladar personas […] de un tren a otro” y la palabra metáfora, “traslación”. Trasladar lectores de un poema a otro, leer poemas de una estación a otra… Pero Morán olvida la homonimia entre “metro” y “metro”: medida, métrica, ritmo (“Las escaleras mecánicas / a veces me parecen musicales”). ¿Las lecturas del poeta o la métrica de Barcelona? Metapoesía, niveles de lectura, intertextualidad, voces-estilos-referencias internas (“Lo reconozco: copio”). No nos llamemos a engaño, este libro es una máquina de precisión, de lenguaje engrasado, una red de túneles, de comunicación, un tejido complejo, subterráneo, una forma de mirar, de leer, que, por otro lado, no olvida la vida, las vivencias personales, y nos permite ver al poeta leyendo en el metro, pasear por las Ramblas, fijarse en algo, pensar en el futuro, ir en bicicleta, al mismo tiempo. No en balde, Jorge Díaz es poeta, pero también es doctorando en Teoría de la Literatura y de las Artes y Literatura Comparada por la Universidad de Granada, y se le nota. 

Consciente de ello, define el libro como “tándem”, entre él y el ilustrador, su hermano Pablo Diartínez (nombre artístico), cuyas ilustraciones dialogan con los versos y la poética del autor. Por hablar solo de algunos ejemplos, especialmente significativos me parecen Arterias (p.7), donde se ve un iris azul y las líneas del metro (red de túneles), y Yo estuve aquí (p.65), que reproduce en un ejercicio de simulación el poema “Catalunya”, que termina: “Yo estuve aquí. / He vivido. / Jorge Díaz”, del mismo modo que al pie de la ilustración-pintada podemos ver “PDM” (Pablo Díaz Martínez). Genial lectura del ilustrador, Verbo/caverna (p.57): logos-Platón, túnel-oscuridad, cielo-grafía.

Me gustaría comentar, en el sentido de esta doblez experiencia vital-experiencia metaliteraria (el consabido binomio “vida-poesía”), al menos un poema que se titula “Cubeta”, donde los ecos, la musicalidad y las imágenes nos recuerdan a Bernier (“sus tradiciones pasan por ventriloquía”), a quien se le dedica, también a modo de guiño, de diálogo. Poema, que como todo buen poema, puede leerse de muchas maneras, pero en este libro Jorge Díaz se extralimita para bien, pero no sin peligro. Los poemas están llenos de “gaps”, de huecos, de lagunas… Término que se usa en teatro para hablar de los vacios del personaje literario que el actor debe llenar con partes de sí mismo. En este libro ocurre algo similar. El poeta nos ha dejado pequeños fotogramas seleccionados de una tarde o de un momento, imágenes con un halo nebuloso de super-8, yuxtaposiciones, silencios, no-lugares donde habitar el poema, donde completarlo. Bien aprendida tiene la idea de que el sentido final del poema es cosa que en última instancia compete al lector (Teoría de la Recepción). Ahora, si se pasa o si no llega es cosa que deben juzgar los lectores, pero nadie podrá negar la maestría, ni el atrevimiento. Este poema, como decía, puede entenderse, por ejemplo, como una tarde de playa o como un momento en el metro (“suelo adherente / de envoltorios y vidrios”) leyendo un poema —quizás del último libro de Bernier—, donde hable de medusas o del mar; quizás un charco en el suelo del metro o en el andén de la estación lleve la mente del poeta a un recuerdo reciente: la playa en Barcelona, una cubeta, él bajo el agua cubierto por la luz contemplando una medusa… Quizá todo sea ficción bien ensamblada. Pero podemos ver la luz a ratos llenando la oscuridad de los túneles o atravesando el agua. Alguien que le mira. “La música encharcada”, la soledad sonora… lo que oye, lo que ve, como antes, en otro poema, “los cascos y lectores”. El tema de la soledad en medio de la gente, de la gran urbe, del mundo subterráneo, que nos indica Agustín García Calvo en su reseña. Dos opciones de lectura y múltiples opciones más. Como una broma escrita con ánimo de que yo pueda terminar esta reseña, concluye el poema: “a) El aire comprimido. / b) Una pala de plástico”.

 

Eduardo Chivite Tortosa

Prof. de Literatura Dramática de la ESAD de Sevilla

 

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