Ana Maria Moix, Rosa Chacel y los jóvenes autores

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

marUn día del mes de agosto de 1966, en una de las tantas cartas que desde Septiembre de 1965 empieza a intercambiarse con la autora de La sinrazón, Ana Maria Moix, hablándole de Guillermo Carnero y Pere Gimferrer, escribe a Rosa Chacel: “Yo me siento muy orgullosa de los dos (ellos dicen, sin razón, por ahora, que de mí), y estoy satisfecha de tener por amigos a los que serán sin duda figuras importantes en la literatura que empieza hoy en España”. Por entonces, Moix tiene 19 años, es una estudiante de segundo año de universidad que, tras la lectura de Teresa, decide escribir a Chacel, motivada por el entusiasmo lector propio de una joven poeta –tres años más tarde, en 1969, publicará Baladas del dulce Jim– que comienza a adentrarse en la prosa; en efecto, en 1970, Seix Barral le publicará su primera novela, Julia. En la correspondencia que mantiene con Chacel y que hoy se recoge en el espléndido volumen De mar a mar publicado por la más que prometedora editorial Comba, la joven Moix relata a la autora exiliada en Brasil sus años de formación en una Barcelona que, a pesar del peso represor de la dictadura, no es ajena a la revueltas estudiantiles provenientes de Europa –“la Universidad está agitada”, escribe Moix el 23 de marzo de 1966, “hace una semana recibí una paliza fenomenal. Quinientos estudiantes y unos treinta escritores españoles permanecieron encerrados durante 48 horas en un convento de capuchinos donde se hallaban celebrando la Asamblea Constituyente del Sindicado Democrático de estudiantes”- y que desembocarán en el ya histórico –y decepcionante- Mayo del ’68. La universidad vibra cultural y políticamente, los jóvenes buscan nuevos referentes culturales, la Nouvelle Vague irrumpe en las pantallas despertando el interés de Moix –“vi Alphaville, de Godard”, cuenta el 4 de agosto de 1966, “he visto tres o cuatro películas de él y me parece sensacional”- quien descubre por aquella misma época a Chaplin –“también vi Candilejas, que no había visto cuando la estrenaron en el 15 porque aún no había nacido”- y se nutre de filosofía y de literatura, empujada por los consejos de un joven, pero algo mayor que ella, Pere Gimferrer que, ya en 1963 había publicado Mensaje de Tetrarca y que en ese mismo 1966 ganaría el Premio Nacional de Poesía con Arde el mar.

Rosa Chacel
Rosa Chacel

“Lo que más me entusiasma de todo lo que tan magistralmente me describes”, le responde Chacel ese mismo mes de Agosto de 1966 a Ana Maria Moix, “es que en esa relación intelectual –compañerismo universitario, comercio de lecturas y estudios- estén mezclados los disgustos que tú les das –supongo que también te los darán ellos, y si eres tú sola todavía tiene más gracia-, el clima, más que cordial, pasional”. Chacel habla con entusiasmo de la relación intelectual que se ha establecido entre aquellos tres jóvenes poetas, “te aseguro que desde aquí os contemplo realmente conmovida” añade, una relación que tiene como vértice a la propia Chacel, que se convierte en interlocutora de estos tres jóvenes que, de forma paralela, intercambian con ella una larga y extensa correspondencia. “Siempre temo que la absoluta proximidad en que me sitúo con los jóvenes pueda parecer un alarde de juventud más o menos ridículo”, confiesa Rosa Chacel, unos día antes, a Moix, “pero no es esto, sino un deseo de inspiraros una confianza total de no tener jamás aire de dómine, de no tomar nunca el aspecto de quien se cree con derechos de autoridad o cosa parecida”. Entre la joven generación de poetas y la autora de La sinrazón se crea –y el epistolario publicado por Comba es prueba de ello- una relación de intercambio intelectual en la que la lección de la maestra no se impone por derechos de autoridad, sino por un prestigio intelectual adquirido a lo largo de los años así como por la curiosidad y entusiasmo con la que Rosa Chacel, aquella maestra a la que Ana María Moix no tardará en tutear, observa los derroteros literarios que comienzan a recorrer este “trébol poético” conformado por Moix, Carnero y Gimferrer. “Son cartas que transparentan la ‘educación sentimental’ de una generación”, comenta Ana Rodríguez Fisher en la introducción; se trata de una educación sentimental basada en el diálogo intergeneracional, no hay querelle entre anciens et modernes, sino un intercambio, una confluencia de horizontes de la que surge un nuevo compás literario, pues, como decía el crítico francés Baldensperger, la literatura es una melodía que se desarrolla en la consecución de compases y tonos distintos que al oponerse crean nuevos sonidos.

moix
Ana María Moix

“No es seguro que en el transcurso de los siglos, aunque hemos aprendido mucho sobre hacer coches, hayamos aprendido algo sobre hacer literatura”, escribía Virginia Woolf en su breve ensayo La narrativa moderna (El lector común, Lumen), “no llegamos a escribir mejor; todo lo que se puede decir que hacemos es seguir moviéndonos, ahora un poco en esta dirección, ahora en esa otra” y no erraba la autora de Al faro en su diagnóstico: como Baldensperger excluía el concepto, tan sobreutilizado como inapropiado, de progreso del ámbito literario, no hay mejora, sino un continuado movimiento, una perpetua desviación –recordemos la idea de clinamen acuñada por Harold Bloom– que no requiere únicamente de la admiración por parte de los jóvenes autores –de los poetas todavía débiles, que diría Bloom- de los clásicos o de las generaciones precedentes, sino y sobre todo de un diálogo intergeneracional puesto que la obra literaria, ese artefacto que cobra vida en cada nueva lectura, reclama huir de todo inmovilismo, ya sea interpretativo como creador. “No tengo ningún interés en ratificar ninguna idea preconcebida con los libros que escribo, sean las que se tengan de mí o las que yo tenga acerca de determinados temas”, comentaba hace unos días Patricio Pron precisamente acerca de la necesidad de que todo autor, lejos de ratificar, anclándose en un estilo cosificado y definitorio, busque en cada nueva obra un nuevo giro lingüístico, una nueva y radical intervención en el lenguaje que ponga en cuestión, ante todo, el propio estatuto de literatura. Para ello –y ya lo sabía el propio Goethe– la dialéctica intergeneracional entre autores es indispensable, leer a los contemporáneos, leer a quienes comienzan a trazar nuevos derroteros literarios es tan imprescindible como la lectura de los clásicos. La exclusividad, la no promiscuidad literaria que diría Jordi Llovet, es la más peligrosa y paralizante enfermedad para la creación literaria.

revista leer“Gente muy viajada, muy formada, muy lectora, obstinada en resistirse al modelo fragmentario y supervisual de la cultura actual, pero al mismo tiempo capaz de asimilar todos sus estímulos”. Así definía la Revista Leer a los autores españoles que hoy, cumplidos los treinta, conforman, no una generación, pero sí un grupo de obras –narrativa y poesía- que han irrumpido en el actual panorama de las letras castellanas y sin las cuales difícilmente puede entenderse no sólo los actuales derroteros literarios, sino aquellos derroteros que vendrán en los próximos años y que serán sin duda afluentes de estos que ahora trazan autores – Jorge Bustos, Elena Medel, Cristina Morales, Juan Gómez Bárcena, Sergio del Molino, Matias Candeira, Paula Cifuentes entre otros- que, como decía Ana María Moix, “serán sin duda figuras importantes en la literatura que empieza hoy en España”. Sin embargo, la atención que la Revista Leer concede a estas jóvenes voces literarias no es frecuente en una prensa cultural anclada en demasiadas ocasiones a un canon de consagrados nombres así como se echa en falta en estos mismos nombres ya consagrados el interés que Rosa Chacel mostraba por aquel joven “trébol poético”. Excepciones las hay, sin duda, en la crítica literaria, cabe destacar la labor de Túa Blesa, atento a las nuevas voces poéticas que, desde editoriales como La Bella Varsovia o El Gaviero, resuenan con fuerza desde los estantes de las librerías de novedades. No sólo por el valor histórico y literario, leer la correspondencia de Rosa Chacel con Ana María Moix nos ofrece la posibilidad de repensar el diálogo, sordo y unidireccional, que caracteriza el panorama crítico-literario de nuestras letras; su correspondencia nos ofrece el ejemplo para salir de este torniquete que, si bien no marcado por la querelle, si por la sordera de unos anciens hacia unos jóvenes que tienen mucho que decir.

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