"Un café de cine", de Elisenda Hernández Janés

Un relato de Elisenda Hernández Janés.

 

Un ruido me llamó la atención. Me volví y comprobé horrorizado cómo un avión se acercaba hacia mí con alarmante velocidad. Me puse a correr por el campo hasta que sentí la amenaza tan cerca que tuve que lanzarme al suelo. Pasó rozando mi cabeza pero por fortuna no llegó a lastimarme. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, me pregunté mientras me apresuraba a entrar en el primer sitio que encontré. Resultó ser un café cuyo dueño parecía perdido en algún atormentado pensamiento y tan sólo hablaba para pedirle canciones al pianista del local. En aquel momento, un joven con un monopatín y un hombre despeinado y vestido con una bata blanca se sentaron en la mesa de al lado y se enzarzaron en una curiosa conversación sobre gigawatios, tormentas eléctricas y viajes en el tiempo. Justo entonces se puso a llover y entró más gente en el bar: una pareja de universitarios que se sentaron en la barra y dos hombres de aspecto ciertamente excéntrico que parecían estar discutiendo sobre unos documentos. Uno lucía un espeso bigote y sujetaba un humeante puro, el otro tenía una expresión bobalicona y llevaba sobre la cabeza un anticuado bombín. Me dije que debían de ser abogados, ya que utilizaban enrevesadas frases sobre partes contratantes y partes contratadas y sin embargo, tenían una curiosa forma de negociar que me pareció poco profesional:  en vez de llegar a acuerdos se limitaban a ir arrancando trozos de sus impresos. Todo aquello me resultaba curiosamente familiar y sin embargo no acertaba a recordar el porqué. Me dirigí hacia la barra con la esperanza de que me atendieran y esperé junto a los dos universitarios. Su apariencia era de lo más dispar: la chica parecía educada y formal mientras que él era un freak desaliñado con greñas grasientas. Me sorprendió un poco su macabra charla: hablaban acerca de gentes a las que se les torturaba y asesinaba mientras se les grababa en vídeo. “¡Rick!”, escuché entonces que le decía el joven del monopatín al dueño del bar “¡Deja a Sam en paz y sírvenos algo, anda!”. Éste profirió una media sonrisa, sacó una botella de champagne y empezó a servirnos copas. Luego, propuso un brindis: “Por nosotros. Por los que contamos historias y por los que desde el otro lado disfrutan escuchándonos. ¡Por el cine,  por los sueños!”. Todos aplaudieron con entusiasmo y entonces recordé quién era: el resultado de una ilusión y el responsable del nacimiento de muchas otras, alguien que no existía y que sin embargo, existiría para siempre. Dejé perder la mirada a través de la ventana y distinguí entre la niebla a un hombre muy elegante que bailaba y cantaba bajo la lluvia  con una radiante expresión de felicidad inmortalizada en su rostro. Sonreí. “Por el cine, por los sueños” me repetí para mis adentros antes de vaciar el contenido de mi copa.

 

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