Por Ignacio G. Barbero.

                                                    

Spinoza (1632-1677)

«Los hombres están necesariamente sometidos a los afectos. Y así, por su propia constitución, compadecen a quienes les va mal y envidian a quienes les va bien; están más inclinados a la esperanza que a la misericordia; y, además, todo el mundo desea que los demás vivan según su propio criterio, y que aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia. De donde resulta que, como todos desean ser los primeros, llegan a enfrentarse y se esfuerzan cuanto pueden por oprimirse unos a otros; y el que sale victorioso se gloria más de haber perjudicado a otro que de haberse beneficiado él mismo. Y aunque todos están persuadidos de que, frente a esa actitud, la religión enseña que cada uno ame al prójimo como a sí mismo, es decir, que defienda el derecho del otro como el suyo propio, (…) esta enseñanza ejerce escaso poder sobre los afectos. Triunfa sin duda en el artículo de muerte, cuando la enfermedad ha vencido incluso a los afectos y el hombre yace inerme; o en los templos, donde los hombres no se relacionan unos con otros; pero no en el tribunal de justicia o en el palacio real, donde sería sumamente necesaria. Hemos demostrado, además, que la razón tiene gran poder para someter y moderar los afectos; pero hemos visto, a la vez, que el camino que enseña la razón es extremadamente arduo. De ahí que quienes se imaginan que se puede inducir a la multitud o a aquellos que están absortos por los asuntos públicos, a que vivan según el exclusivo mandato de la razón, sueñan con el siglo dorado de los poetas o con una fábula.»

 

(Tratado político, I, 5)