La última Arcadia: «EL JARDÍN DE LOS FINZI-CONTINI», de Giorgio Bassani

Lino Capolicchio y Dominique Sanda en un fotograma de la versión cinematográfica de "El jardín de los Finzi-Contini" (Vittorio de Sica, 1970).
Lino Capolicchio y Dominique Sanda en un fotograma de la versión cinematográfica de «El jardín de los Finzi-Contini» (Vittorio de Sica, 1970).

Por Ignacio González Orozco.

Con la última primavera del siglo XX nos abandonaba el escritor italiano Giorgio Bassani (1916-2000). La temática esencial de  su obra narrativa giró en torno a dos ejes principales, íntimamente vividos por el autor: la estirpe judía de sus ancestros y la cotidianidad hirsuta de tedios, felicidades sin sofisticación, mutuas vigilancias y un buen haz de mezquindades de lo que en España llamaríamos “una capital de provincias”, la ciudad de Ferrara. En ella tiene lugar la novela que nos ocupa, El jardín de los Finzi-Contini (1962), pieza estelar del ciclo narrativo conocido como La novela de Ferrara, integrado también por Cinco historias ferraresas (1956), Las gafas de oro (1958), Detrás de la puerta (1964), La garza (1968) y El olor del heno (1972).

Ferrara cuenta en la actualidad con unos 150.000 habitantes pero tenía bastantes menos cuando Bassani –nacido en la cercana Bolonia– pasó allí su infancia. Capital de la provincia homónima, sita a su vez en la región de la Emilia-Romaña (norte de Italia), quienes hayan estado en la ciudad recordarán imponentes monumentos como sus murallas renacentistas, el duomo románico o los palacios de la familia Este (antiguos condottieri locales) y de los Diamantes. Parte de su historia más reciente se relaciona de modo singular con las Leyes raciales de 1938, ordenamiento represivo de la Italia fascista que calcó las consignas antisemitas del nazismo: aparte de otras disposiciones se prohibían los matrimonios mixtos entre bautizados y seguidores de la Torá, la contratación de empleados arios por patronos judíos, la depuración racial del personal de todas las administraciones y la expulsión de los niños hebreos de las escuelas públicas. Puesto que Ferrara albergaba desde el siglo XIII una populosa y muy activa comunidad hebrea, estas medidas racistas afectaron notablemente a la vida social y económica de la ciudad.

Con el telón de fondo de las citadas leyes de 1938 se desarrolla la historia de El jardín de los Finzi-Contini (1962), una novela de tono intimista y reflexivo, narrada en primera persona por un individuo varón ya maduro (¿el propio Bassani tal vez?), quien recuerda con evidente nostalgia su amor juvenil por Micòl, la hija de los Finzi-Contini, una opulenta familia hebrea de Ferrara.

El idilio –tras los primeros escarceos, más lúdicos que sentimentales, acaba sin ser correspondido por Micòl– transcurre en los meses previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Sabemos que el narrador ha sido expulsado por judío del club de tenis al que pertenecía, pero puede seguir practicando este deporte gracias a la hospitalidad de sus amigos los Finzi-Contini, que tienen una pista privada en el selvático jardín que envuelve el caserón de la familia, una Arcadia para los cortejos, inquietudes y otros lances de los dos jóvenes protagonistas.

Recordando su ser de aquel tiempo, el narrador se reconstruye como imbuido de un intelectualismo candoroso, patente en su concepción del amor: “Yo por el contrario, sostenía que el amor lo justifica y santifica todo (…); más aún: que el amor, cuando es puro, o sea totalmente desinteresado, es siempre anormal, asocial, etc.: exactamente como el arte –añadí– que cuando es puro y por lo tanto inútil desagrada a todos los sacerdotes de todas las religiones, incluida la socialista.” Una perspectiva idealista que lo hiere de timidez en el meollo mismo del carácter; la inconsistencia de la voluntad le impide manifestar debidamente sus sentimientos a Micòl, hasta que estos se desbordan por un casual de modo impetuoso, sí, aunque no brusco. El rechazo de la joven, quizá debido a la tardanza de la requisitoria, hace que el amor experimentado por su pretendiente adquiera tonos petrarquianos: la pasión doliente cuyo tormento nunca será superior a la ausencia de la amada (recuérdese al maestro florentino: “Lo amargo es dulce, y útil es mi daño”).

Como todo tiene explicación en esta vida, las calabazas sufridas por el narrador se deben a que Micòl ha cambiado de objeto amado, pues se relaciona en secreto con el único ario del grupo de amigos, Alberto Malnate. Son las cosas del amor, siempre veleta, cuán poco lógico. A la postre, la vida sonríe al amante rechazado, aunque solo sea por su persistencia: Micòl es deportada a los campos de exterminio nazi, donde perecerá toda la familia Finzi-Contini, y Malnate, alistado en el ejército, desaparece durante la guerra en algún lugar de las estepas rusas.

Sin alharacas narrativas, ajeno el recuerdo a cualquier estallido de ira o desesperación, Bassani desiste de coronar cimas emocionales y prefiere regodearse en un sostenido de sentimientos intensos que cautivan al lector durante su travesía por el mundo de felicidades privadas del jardín de los Finzi-Contini, cuyo alto muro de piedra estaba condenado a caer bajo la pica de la realidad exterior, horrible y asesina. En tal sentido, el adiós a todo eso del joven amante –antes de que conozcamos el trágico desenlace de deportaciones y muertes de la historia, cuando por fin asume su derrota en la lid– supone el fin real de la inocencia y la entrada en un mundo adulto que, mira por dónde, más convulso no podía estar pues “ya no había en realidad ninguna esperanza”. La revelación sin duda es decepcionante, pero la juventud tiene un apego animal a la vida que empuja más allá del dolor anímico. Como dice el padre del narrador, hombre ilustrado y escéptico a carta cabal, “Comprender de viejo es feo, mucho más feo”.

Muestra Bassani en esta preciosa novela que el recuerdo también es la patria del humano (una de ellas por lo menos), además de figurar como rasgo psicológico de los dos protagonistas: “para mí, no menos que para ella, más que la posesión de las cosas, contaba su recuerdo, ese recuerdo frente al cual toda posesión, en sí, sólo puede parecer decepcionante, trivial e insuficiente. (…) Mi ansia de que el presente se convirtiese en seguida en pasado, para poder amarlo y acariciarlo a mi sabor, era también la suya, exactamente. Era nuestro vicio, éste: ir adelante con la cabeza siempre vuelta hacia atrás”. Por eso, mucho tiempo después se pregunta el narrador: “¿cuántos años han pasado desde aquella remota tarde de junio? Más de treinta. Y, sin embargo, si cierro los ojos, Micòl Finzi-Contini sigue ahí, asomada al muro de su jardín”. Y allí seguirá siempre, para gozo del lector.

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