El temporal, de Beatriz Schleich

 

Esta semana, del lluvioso mes de noviembre, Los relatos de Culturamas os ofrece un relato que es todo un temporal para la imaginación. ¡Compartid la lectura!

 

 

El temporal

Beatriz Schleich

 
—Cariño, despierta: el tiempo ha invadido la casa y se acerca un temporal.
Mientras mi madre salía apresurada de mi cuarto, ha empezado a llover sobre mi cama con violencia. Aún tumbado y con la inactividad del adormilado, he entreabierto los ojos, manteniéndolos achinados hacia el techo, sin lograr adivinar de dónde provenía la lluvia.
Turbado y torpe como moscardón recién fumigado, me he arrastrado tambaleante hasta la cocina, porque es lo que suelo hacer todos los días, también cuando no llueve dentro de casa. Al entrar, me he encontrado a mis padres y mi abuela desayunando. Nada más tomar asiento, ha sonado un trueno bestial que ha hecho vibrar toda la vajilla y provocado una granizada repentina.
Al mal tiempo, buena cara.
Es lo que ha dicho mi abuela con una sonrisa desdentada. Estaba mojada de arriba abajo. Sobre el pelo aplastado de su pequeño cráneo, saltaban como pulgas las piedras de granizo. Ella, tranquila, mantenía la taza en la mano temblorosa y el café con leche aguado se le derramaba sobre la dentadura postiza en la mesa.
Mi abuela, desde que la recuerdo, padece alzhéimer. Antes contaba historias de su infancia en el pueblo, las cuales alternaba con jotas y refranes. Un día me confesó: “No se lo digas a nadie pero finjo alzhéimer”.
Pero eso fue hace mucho. Desde un par de años atrás, ya no cuenta historias: se quedó solo con las jotas y los refranes y los recita en el momento más imprevisible. Por eso ahora ya no sé si aún finge la falta de memoria.
Abril, aguas mil —ha continuado mi abuela para devolverme a la realidad de la tormenta en casa… aunque no estamos en abril.
—Anda, tómate el desayuno —ha añadido mi madre.
Me he bebido la aguachirle en dos tragos. Y la magdalena deshecha a cucharadas, mientras escuchaba a mis padres conversar:
—Con este temporal, no puedo ir a trabajar —ha dicho mi padre.
—Pero cariño, puedo ayudarte a que te vistas debajo del paraguas y luego te acompaño hasta la puerta. —Mi madre le anudaba la corbata chorreante y le sacaba el granizo del cuello.
—Se me han mojado todos los calcetines, los zapatos. También los trajes del armario: así no puedo presentarme en la oficina. —Mi madre ha asentido mientras se retiraba el pelo pegado del rostro y se escurría las mangas del batín.
Mi hermana no venía a desayunar y lo he tenido claro: simulando que el temporal no iba con ella, esperaría un buen rato para evitar ir al instituto.
Tras el desayuno, ha dejado de granizar pero no de llover. Mi padre ha mirado preocupado hacia el techo y ha sugerido trasladarnos al salón:
»Debo comunicaros algo muy importante.
Yo le he metido a mi abuela la dentadura en el batín y la he acompañado del brazo hasta sofá. Me he sentado a su lado y le he quitado las gafas salpicadas de gotas.
—Si tus ojos te escandalizan, arráncatelos —ha dicho sonriendo.
Nos hemos acomodado todos en el salón. Incluso Candela, nuestra perra salchicha, a la cual he subido también al sofá porque no le gusta el agua y andaba con tembleque por las gotas frías. En ese momento, mi padre se ha dirigido hacia nosotros con voz engolada:
—Frente al temporal, la familia debe permanecer unida. Por eso os he convocado aquí.
Tras esta exposición tan importante, ha habido un silencio respetuoso, para dar solemnidad al mensaje. Mi madre, transcurridos un par de segundos, ha intervenido con una ocurrencia:
—¡Podríamos ver la televisión hasta que amaine!
A mi padre le ha parecido una idea excelente. Lo sé porque ha dicho:
—¡Excelente!
Hemos encendido el televisor y mi padre ha tomado el mando. En cuanto empezaban las noticias, o una serie, o una película, volvía a zapear para ver anuncios.
Cuando ya llevábamos media hora y estábamos todos como una sopa, ha pasado algo: hemos visto un anuncio de una secadora carísima, de alta gama. La secadora costaba más que nuestro coche. Mi padre ha comentado emocionado:
»Me parece muy buena inversión. Podríamos pedir otro crédito y comprar la secadora. Así ahorraríamos tiempo al no tener dinero para ir de vacaciones. ¡Y la secadora también sería práctica un día como hoy!
Apenas ha terminado de decir “hoy”, la televisión ha explotado con un chisporroteo.
De nuevo hemos permanecido todos callados.
Mi padre ha roto el silencio para preguntar si nos habíamos quedado con la marca de la secadora, para encargarla al día siguiente, que él no se acordaba.
De pronto, alguien ha hablado tras la cortina de agua y ha dicho el nombre de la secadora. Parecía un fantasma del otro lado.
Pero no: era mi hermana.
Mi padre se ha cabreado y le ha gritado:
»¿Estas son horas de levantarte? ¿Acaso piensas que por haberte quedado con el nombre de la secadora, justificamos tu gandulería?
Mi hermana se ha puesto nerviosa, por eso ha repetido el nombre de la secadora, para calmar a mi padre. Pero él no ha dado el brazo a torcer.
»Aquí toda tu familia unida frente al temporal mirando la tele apagada y tú levantándote tan tarde.
Mi hermana ha iniciado la maniobra para sentarse al lado de Candela, que le movía el rabo, ajena a la gravedad de la pereza de mi hermana. Pero mi padre ha seguido echándole reproches:
»¿Y qué haces todavía en pijama? ¡Date una ducha, adecéntate!
Mi hermana se ha marchado chapoteando por donde había venido, con la misma pinta fantasmagórica de su entrada. Lo cierto es que todos íbamos en pijama o batín, menos mi padre. Pero nadie se ha atrevido a comentarlo.
Un nuevo silencio, esta vez muy incómodo, se ha visto interrumpido por una jota de mi abuela:

Ayer vi en la sacristía

al cura y a la alcaldesa

la estaba dando empujones 

como a la madre abadesa

En esta ocasión, no ha dado resultado ni la jota de la abuela. Todos continuábamos sin decir ni mu. Entonces ha sido cuando ha sonado el timbre de la puerta. Mi madre ha ido corriendo hacia la entrada: el cartero. Al abrir, un río frenético se ha precipitado hacia los pies del pobre hombre. El tiempo era espléndido en el exterior. De hecho, el cartero llevaba gafas de sol. Se las ha quitado para acostumbrar los ojos a la tormenta del interior.
—Buenos días. —El cartero se ha ajustado la gorra y sacudido los zapatos empapados. No parecía haberse molestado por haber recibido la ola de agua hasta casi las rodillas. Ni tampoco se ha dado por sorprendido al ver a mi madre chorreando de arriba abajo, mientras se ajustaba la bata. Se le notaba un tío con clase, uno de esos carteros de antes, de los que te felicitaban las navidades con una postal en tonos sepia. De hecho, traía una felicitación de navidad, aunque no eran fechas. Mi madre la ha aceptado de buen grado. Además de la postal, llevaba una factura y una carta manuscrita.
—Perdone, ¿Podría volver mañana? —ha dicho mi madre—. Con este temporal dentro de casa, se me van a mojar las cartas.
—Lo siento, pero mañana no voy a volver. —El cartero ha esbozado una sonrisa blanca y perfecta de actor americano de los años cincuenta, tan impoluta como la de mi abuela cuando la saca del vaso cada mañana, después de dejarla doce horas a remojo con la pastilla efervescente.
—Y… ¿cómo sabe que no va a volver?
—Las facturas a partir de mañana van a ser online. Y nadie volverá a escribirle una carta de amor como esta.
—¿Cómo sabe que esta carta es de amor?
—La he leído.
Mi madre se ha enfadado, recriminándole el haber leído una carta privada y encima de amor. El cartero ha argumentado sobre el sinsentido de matar al mensajero. Después ha añadido:
»No importa una carta de amor más o menos: la vida de toda su familia ya se puede encontrar en internet.
Mi madre le ha dado al cartero con clase un portazo sin clase. Sin duda lo habrá salpicado de arriba abajo, porque dentro de casa llovía en ese momento a cántaros. Yo, en lugar de enfadarme, le habría dado las gracias: debido a su interrupción, ha disminuido el nivel de agua dentro de casa.
Mi madre ha dejado la factura nadando sobre la mesa y se ha metido debajo con la carta de amor. Como no salía, me he acercado hasta ella. Pese a que estaba hecha una sopa y le goteaba el flequillo, he notado que lloraba. Le he dicho que no estuviera triste y que le diera la carta a mi hermana, que sería de uno de sus ligues. Ella ha comentado entre sollozos: “Esta carta de amor es para mí”. Yo la he mirado con incredulidad y le he preguntado:
—Pero…, ¿estás segura? ¿Cómo lo sabes?
—Porque la he escrito yo. Llevo reenviándome esta misma carta desde hace diez años.
Mi madre me ha explicado que hace mucho tiempo que mi padre no la quiere. Por ese motivo se enviaba esa carta de de amor a sí misma.
—Y… ¿y por qué haces algo así?
—Porque es muy romántico. Pero hoy se ha empapado la carta manuscrita con la lluvia. Ya no se lee nada, ¡mira!
He tomado la carta. La he abierto para comprobar que todas las palabras estaban emborronadas, palabras de amor que mi madre venía dirigiéndose a sí misma desde hace años: el amor, la pasión, los besos de mi madre resbalaban diluidos en tinta por mis dedos. Con cierto pudor, le he devuelto la carta ya medio deshecha a mi madre y la he intentado animar:
—No llores, mamá: mañana, cuando pase el temporal, puedes escribirte otra carta de amor.
Me ha mirado extrañada y muy seria y ha añadido:
—¿Por qué habría de hacerlo, cariño? Ya nadie escribe cartas manuscritas. Yo tampoco. Sería una estupidez. —Y luego, muy digna ha añadido—. Y yo no estoy llorando: es lluvia lo que resbala por mis mejillas y te ha confundido.
Me habría gustado creerla pero a su alrededor tenía unos cuantos boquerones nadando y un par de quisquillas. No hay que ser pescadero para saber que esos peces nadan en agua salada.
Mi madre me ha tomado de la barbilla y ha dicho con una sonrisa parecida a la de mi abuela, pero con dientes:
»¿Sabes que hora es? ¡Hora de preparar la comida! —Con total desenfado, como si de pronto tuviera quince años, ha atrapado los boquerones y las quisquillas con el puño—. ¡Nos servirán para la paella! —Y ha salido de debajo de la mesa. Después, ofreciéndome la mano, ha propuesto preparar la comida juntos. Como el fogón es de gas, necesitaba alguien para sujetarle el paraguas mientras cocinaba.
»La vida es maravillosa: el agua de lluvia es estupenda para la paella y nos va a salir muy buena, ¡tenemos pescado fresco!
Mientras cocinábamos, ha continuado lloviendo pero con menos violencia. Yo sujetaba el paraguas y mi madre me traía los ingredientes. La abuela, por su parte, no paraba de caminar: entraba, salía, volvía a salir, entrar, daba vueltas a la mesa de la cocina y a la mesa del salón.
Cuando mi madre y yo echábamos el arroz en el paellero, dos rayos de sol han iluminado la cocina durante unos minutos, aunque no ha cesado la lluvia.
La abuela ha soltado otro de sus refranes:
Agua y sol, tiempo de caracol.
Mi madre ha sugerido aguantar el paraguas, así yo podría ir cogiendo los caracoles que subían por las paredes, nevera, y armarios y barrer con la escoba los del techo.
—No nos dará tiempo a purgarlos, pero no pasa nada. En lugar de meterlos en el paellero, los prepararé aparte con una salsa con mucha pimienta y nadie notará las cagarrutas.
La abuela continuaba parlanchina:
Ojos que no ven, corazón que no siente.
Nos hemos sentado finalmente a la mesa. Mi hermana se ha duchado y vestido con un traje muy escotado para comer. También se ha maquillado. Como no cesaba la lluvia, el rímel y pintalabios no han tardado en escurrírsele por la cara. Mi madre la ha mirado severa y le ha comentado:
—Ni se te ocurra salir: ¿adónde vas a ir con este temporal? Lo mejor es quedarse en casa.
Mi hermana ha señalado hacia la calle y le ha discutido:
—¡En el exterior luce el sol! ¡Podríamos irnos todos a la playa o a pasear, y ya nos secaríamos sobre la marcha!
Mi padre entonces ha intervenido con un puñetazo en la mesa y ha dicho:
—¿Cómo nos vamos a ir a la calle de juerga? ¡Yo ya he avisado en el trabajo que no puedo acudir por el temporal! Vaya ideas de adolescente egoísta tienes. ¿Has olvidado el ahorro necesario para comprar la secadora? —El rostro de mi padre se ha ensombrecido. Todos teníamos claro que no recordaba el nombre de la secadora. Por eso mi hermana ha vuelto a repetir la marca. Entonces, mi padre, encolerizado, le ha gritado que se callara. No obstante le he visto, inquieto y con disimulo, hurgarse en los bolsillos buscando un bolígrafo, como cuando se hurga la nariz y piensa que nadie le ve.
Todos hemos pensado que por fin podríamos comer tranquilos. Pero no: Parecía que a mi padre le hubieran dado cuerda:
»¡Los caracoles saben a cagarruta! ¡Y el arroz, el pan y el vino aguados! —Y mirando a mi madre muy intrigado, le ha preguntado— ¿Has medido bien la cantidad de agua que debías meter?
Mi abuela seguía sonriendo y ha cantado otra jota.

Allá arriba en Cabezalto,
hay una tía tripuda,
que a pedos hace la masa
y a bufas la levadura.

Yo la he mirado de reojo planteándome de nuevo si estaría fingiendo alzhéimer. Ella no dejaba de sonreír. He pensado que mi abuela debía de haber sido muy guapa de joven.
Después de comer, nos hemos sentado en la terraza, cada uno con un paraguas. Mirábamos hacia la calle pero, con un día tan soleado después de comer, nadie sale a la calle. No obstante, hemos pasado toda la tarde en la terraza: con el aguacero y sin televisión, no sabíamos encontrar otro entretenimiento.
Cuando ha empezado a oscurecer, mi hermana se ha dirigido a todos, asustada:
—¿Y si este temporal no terminara nunca?
Su frase nos ha espantado, no sé si por el mensaje en sí o porque tenía la cara llena de chorretones por el maquillaje y se parecía al joker de Batman.
No hay mal que cien años dure.
De algún modo la sabiduría de mi abuela desde el alzhéimer, a mí siempre me ha dado paz.
Como se iba haciendo tarde, hemos vuelto a entrar en casa. Entonces mi padre ha leído la programación y ha fantaseado sobre los anuncios que podría haber y nos los ha ido escenificando, no sin prevenirnos de antemano:
—No os veáis tentados de querer comprar nada porque lo de la secadora está decidido.
Mi padre ha fruncido el ceño, agarrándose la barbilla. Yo he mirado a mi hermana. La he visto susurrar el nombre de la secadora, sin atreverse a decirlo en voz alta.
Para entonces el agua ya nos llegaba a la cintura.
Le he planteado a mi madre dejar la puerta abierta un rato, pero se ha negado.
—¿Qué iban a pensar los vecinos si abrimos la puerta y se dan cuenta de que aquí hay un temporal? Mejor esperamos a que oscurezca del todo.
He subido a Candela a la mesa. La pobre llevaba nadando mucho tiempo y empezaba a hundirse. Pero mi padre me ha pedido bajarla inmediatamente.
—Los perros no deben estar encima de las mesas  —se ha limitado a decir.
Por eso he hinchado una colchoneta y he puesto encima a Candela. Candela ha ido paseándose como una náufraga en su isleta móvil por toda la casa. A esas horas ya flotaban por la casa cubos, zapatos y plásticos entre otras cosas: decenas de objetos habían salido de los armarios y desfilaban frente a nosotros, tan a la deriva como Candela.
Por fin ha oscurecido del todo y mi madre ha dicho que no tenía ganas de preparar la cena. Ha propuesto irnos a dormir sin cenar, con un vaso de agua. Se ha excusando diciendo:
—No es que hayáis hecho hoy nada malo; pero en algún momento seguro que hicisteis algo o lo haréis. Así que es un buen momento para irnos todos a cenar con un vaso de agua.
—Perfecto: así podemos ir ahorrando para la secadora —ha añadido mi padre con el ceño fruncido.
Yo he protestado. Sobre todo por la abuela: la abuela no se merecía ir a la cama sin cenar.
La abuela ha sonreído.
De buenas cenas, las sepulturas están llenas.
Así pues, hemos llenado los vasos con agua. Ha sido fácil: a esas horas ya nos llegaba por los hombros. Así pues nos hemos tomado la cena, sin respirar y de un trago, como ha pedido mi madre.
Solo después de cenar, ha accedido a abrir la puerta para que saliera toda el agua. Los vecinos debían de estar durmiendo a esas horas.
En ese momento ha dejado de llover.

***

Aun estaba medio dormido y me ha caído una gota en el lagrimal y otra en el dedo meñique. He sospechado que no se trataría del aire acondicionado porque no tenemos. “Apenas terminamos con uno, vamos a empezar con otro temporal”, se me ha pasado por la mente.
He abierto los ojos y he visto a mi hermana de pie, mirándome y llorando.
—La abuela se ha muerto.
Le he preguntado que cómo era posible, que si se había ahogado, que dónde estaba mi abuela.
»Está aquí, debajo de tu cama. La ha traído aquí mamá, de madrugada, tras la tormenta. —Y se ha ido de mi cuarto diciendo—. Me voy a arreglar. Hasta los muertos se maquillan, no voy a ser menos.
Me he asomado debajo de la cama: ahí estaba mi abuela. También Candela, con el morro apoyado sobre el pecho de mi abuela. He notado como la cabeza de Candela ascendía y descendía: mi abuela respiraba. La he sacado de debajo de la cama y la he puesto encima del colchón. Inmediatamente, Candela ha subido a la cama y se ha quedado en la misma posición de antes. Las dos estaban descoloridas. He pensado que quizá han permanecido demasiado tiempo a remojo, probablemente cerca de las pastillas blanqueantes de la dentadura postiza de mi abuela.
He salido corriendo hasta el salón, con cuidado de no resbalar con los charcos restantes del día anterior. Mi madre, sentada en el sofá, sonreía con los ojos brillantes mientras mandaba wasaps.
—¡Mamá!¡La abuela no está muerta!
—Claro que lo está, cariño. —Seguía concentrada en el móvil.
—Pero, ¡si respira! Lo acabo de ver. —Mi madre no parecía escucharme— ¿Qué haces escribiendo wasaps? ¡Ven!
—Te dije ayer que nadie escribe ya cartas manuscritas. —Sonreía sin dejar de teclear. Y yo he visto en la parte superior del wasap la foto de un hombre que era clavado al cartero, pero sin gorra—. Anda, ve a desayunar con tu padre.
Cuando he entrado en la cocina, mi padre tomaba un café sin leche e iba vestido de negro. Sobre una servilleta, descansaba la dentadura triste de mi abuela. Me he dado cuenta que estaba del revés y me la he metido en el bolsillo del pijama. Le he gritado a mi padre:
—¡Papá! ¡La abuela vive!
Mi padre me ha dicho que me vistiera para el entierro:
—Lo siento hijo, los funerarios vienen a recoger a tu abuela en media hora. —Mi padre me ha entregado un certificado de defunción y ha dado unos golpecitos en el lugar de la firma—: Lee aquí, un médico ha certificado su muerte esta mañana.
Me he puesto a gritar aún más. Le he dicho a mi padre que mi abuela fingió alzhéimer algunos años y por eso podría estar fingiendo ahora su propia muerte.
»Da igual si la finge o no. Si el médico ha dicho que está muerta, está muerta. Para esto ha estudiado diez años de carrera.
He vuelto corriendo hasta mi dormitorio y le he dejado a mi abuela la dentadura sobre el pecho.
—¡Abuela! ¡Ponte la dentadura y levántate! ¡Si no le dices al médico que no estás muerta, vienen para enterrarte en media hora!
Candela ha cogido de un mordisco la dentadura de la abuela. Era muy extraño ver la sonrisa de mi abuela en la boca de Candela. No sé por qué pero tenía la sensación de que a mi abuela no le molestaría que Candela riera por ella.
He acariciado el pelo blanco de mi abuela: un pequeño brote salía de su oído. He pensado que, durante el temporal, se le habría metido una hierba dentro. Pero entonces me he acordado de una de las historias que mi abuela contaba del pueblo, cuando me confesó lo del alzhéimer fingido: la historia de una mujer gorda que subió a una silla para alcanzar un paquete de lentejas de un estante alto. Se rompió la silla y ella se mató. Y, en la caída, se le metió una lenteja en el oído. Cuando la encontraron días más tarde, una plantita le salía por el canal auditivo. Por eso he sacado la plantita de la oreja de mi abuela, para saber si era una lenteja. Pero tenía dudas, porque no me gustan las legumbres y por eso no les presto interés.
Mi abuela ha girado en ese momento la cabeza. Desde su rostro lívido, me ha dicho desdentada.
Esto son lentejas. Si quieres las comes y si no, las dejas.
Mientras, Candela, no dejaba de sonreír.


Sobre la autora

Beatriz Schleich nació en Castellón de la Plana en 1970. Estudió Ciencias Empresariales en la Universidad de Valencia y se licenció en Traducción e Interpretación por la Universitat Jaume I de Castellón. Realizó el master en Traducción especializada alemán-español a distancia por el SELM (Sociedad Española de Lenguas Modernas) de la Universidad de Córdoba, el master CIEL (Comunicación Intercultural y Enseñanza de Lenguas en la Universitat Jaume I de Castellón. Ha sido seleccionada y ha publicado en los premios de relato del Festival Internacional de cine fantástico de Castilla y León Terroríficamente Cortos 2018, en el III Premio Enrique Gallud Jardiel, septiembre 2018, en el concurso Transformación, enero 2018 de Editorial Autografía y en Premio Ana María Matute, abril 2017, entre otros

8 thoughts on “El temporal, de Beatriz Schleich

    • el 16 octubre, 2021 a las 7:59 pm
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      Descubrí a Bea al formar parte de un jurado para una antología y me encantó su relato. Ahora ya tiene un fan.

      Respuesta
    • el 26 abril, 2022 a las 6:18 pm
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      Alta tensión que se contagia en un decorado onírico e inquietante…¡genial relato!

      Respuesta
  • el 6 abril, 2021 a las 10:39 pm
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    Es un relato estupendo. ¡¡¡Felicidades!!!!

    Respuesta
  • el 24 abril, 2022 a las 2:56 pm
    Permalink

    No creo que sea solo amor de hermana sino
    Creo que tiene mucho talento Beatriz y la historia me ha traído muchos recuerdos entrañables!
    Canela- la abuela – la casa con goteras …

    Respuesta

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