Desenmascarando a Pippi

José Luis Trullo.- La posmodernidad es una época sumamente imprevisible: tan pronto abate las estatuas de los más nobles prohombres como eleva a los altares -laicos, ¡por supuesto!- a auténticas piltrafas humanas, cuando no a personajes ficticios dotados de toda suerte de taras y defectos. La lista es tan larga que me la voy a ahorrar, pero creo que no le costará al lector saber a quiénes me estoy refiriendo…

Uno de esos iconos imprevistos -e insoportables, por lo que enseguida se verá- es el de Pippi Calzaslargas. Por alguna razón que sólo los psiquiatras sabrán explicar, el personaje ha vuelto recientemente a la palestra de la actualidad, en loor de todo tipo de santidades por supuesto progresistas. Se la quiere ver como una feminista avant la lettre (de esas que tanto abundan últimamente: al parecer, sin una amplia prosapia y un panteón nutrido no eres nadie… ¡como antaño los conservadores!), el epítome de la mujer “libre” y “soberana”, sin ataduras de ningún tipo. “¡En mi vida mando yo!”, podría haber exclamado perfectamente la niñata, mientras volvía a casa, sola y borracha, a altas horas de la madrugada.

Pero analicemos siquiera someramente de quién estamos hablando. Lejos de la imagen que se hacen de ella algunos despistados, no nos encontramos ante un individuo responsable de sus actos, sino de una menor de edad completamente analfabeta, hija de un ladrón profesional, que no respeta ninguna clase de autoridad más allá de sus propios caprichos estrafalarios. Impertinente, malhablada, respondona, sucia y atrabiliaria, atesora la clásica personalidad con la cual seríamos incapaces de convivir en el mundo real ni siquiera diez minutos sin llamar a los servicios sociales. De hecho, Pippi es el contrapunto a todos los valores defendidos por la progresía actual, desde el momento en que pone en entredicho la capacidad de las instituciones de ejercer tutela alguna (y menos aún, capacidad de restricción) sobre la libérrima y antojadiza decisión individual.

Si a alguien se parece Pippi es a una vulgar ácrata de pacotilla -pues ni siquiera es capaz de sostenerse económicamente por sí misma: vive de las rentas nada menos que de su ¡padre! ¡horror de los horrores!-, una niñata mimada y consentida, asilvestrada y perniciosa para quien considere que la vida en sociedad consiste en algo más que en eructar con la boca abierta, si me viene en gana y porque yo lo valgo: una punkie ridícula y patética que sólo una sociedad enferma de una mortal rigidez y seriedad puede ser capaz de idolatrar. Y aquí nos acercamos al meollo de la cuestión.

A imagen y semejanza de otro emblema de la contestación retórica (esa cómplice imprevista de la opresión), Mary Poppins, un personaje como Pippi sólo puede hacer las delicias de alguien que se sienta extremadamente coartado en su más básica capacidad de movimientos. Siguiendo la pauta de que el mundo de la ficción se presta a las mil maravilla para dar salida -vía ejecución vicaria- a nuestras más íntimas represiones y suplir -de manera meramente simbólica- nuestras carencias más galopantes, basta con revisar la galería de ídolos que venera una sociedad para saber de qué pie cojea: en el caso de la Suecia y la Gran Bretaña de, respectivamente, Pippi Calzaslargas y Mary Poppins, nos encontramos ante sendas culturas puritanas donde el respeto a la libertad personal se ve seriamente condicionada por toda clase de cortapisas a la libre expresión de la espontaneidad del individuo. ¡Cómo va a ser casualidad que Dadá naciera en Suiza o los Sex Pistols en la pérfida Albión! A grandes martillos, clavos rebeldes.

Que un personaje tan específicamente “datado” y “localizado” como Pippi Calzaslargas pueda ser reinvindicada como modelo de nada resulta muy alarmante, y por lo demás paradójico y hasta chusco, desde el momento en que se la ensalza desde círculos en los cuales se defienden activamente los valores contrarios a los que personifica la hórrida muchachita. Seguramente, nos encontremos ante un caso de neurosis severa, o en todo caso de una disociación grave por mor de la cual el hemisferio izquierdo de ciertas mentes ignora con qué se deleita el hemisferio derecho. Pero, como síntoma cultural, no puedo por menos que alarmarme ante el regreso a la primera línea de fuego icónico de semejante esperpento de ficción. ¡Ah! Y si quieren saber si yo nunca he disfrutado con las aventuras de Pippi, les diré que por supuesto: con diez años, esa edad en la que no te está permitido -a Dios gracias- hacer nada de lo que se permite hacer esta redomada cabezahueca.

3 thoughts on “Desenmascarando a Pippi

  • el 29 diciembre, 2020 a las 2:53 pm
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    Estaría bien dar una opinión sin creerse uno que se las sabe todas y andar acusando de enfermos mentales a toda la parroquia. La citada serie no pretendía ser un icono de nada, simplemente era entretenimiento infantil, pero es cierto que su fórmula muestra a un personaje que no era habitual por aquel entonces.

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