Por Paco Martínez-Abarca.

«Lo que más me interesa es el tiempo» . Francis Ford Coppola


A estas alturas de su carrera, conocemos la travesía que el cineasta italoamericano Francis Ford Coppola ha tenido que recorrer para sacar adelante Megalópolis. Es muy meritorio el hecho de que finalmente haya visto la luz un proyecto que llevaba 40 años gestándose, con sucesivos rodajes, abandonos y reestructuraciones. Dentro del mundo del cine se dice mucho aquello de que el éxito de una película es poder hacerla. Y parece que el único camino posible ha tenido que ser dar la espalda a toda una industria como es Hollywood. Coppola ha terminado por producirse a sí mismo (como el hombre hecho a sí mismo). De todo esto, lo que verdaderamente tenemos que recordar para la posteridad es el hecho de que se ha abierto (quién sabe si por primera y última vez) una vía alternativa en la producción del cine estadounidense: la superproducción independiente. Lo cierto es que este sistema de autoproducción que ha sido la única vía posible para Coppola es, tal y como se ha acuñado en el nombre, incongruente e inviable. Digamos, que se puede hacer una película o dos capitalizando todos nuestros recursos (aquellos que puedan permitírselo), pero obviamente jamás se podrá sistematizar una industria que dependa necesariamente del patrimonio personal del autor.

Todo este contexto es lo que tenemos en cuenta al ver Megalópolis. Y es que el mismo origen de esta película nos hace querer entender aún más a un cineasta muy especial (el mismo que lideró una reestructuración del sistema de Hollywood que ahora le da la espalda), cuando vemos unas intenciones que sin duda se atisban, pero que posiblemente no se manifiestan tal y como su creador las imaginaba. El poder de su protagonista, Cesar Catilina (Adam Driver), capaz de detener el tiempo a su antojo, cobra todo su sentido en una interpretación en estricta clave metafórica. La magnitud de este superpoder es enorme, de la misma forma que es la ambición que mueve a Cesar Catilina por realizar las infraestructuras más vanguardistas que haya visto la humanidad. Con su nuevo material, el megalón, quiere hacer posible lo imposible.

Pero sin duda estamos viendo una película de ciencia ficción con un espíritu propio, ajeno a cualquier otra película de género. Megalópolis recoge la actitud más experimental del Coppola de sus últimas películas, sumado a un carácter mucho más ambicioso, propio de aquel cineasta de los años 70 y 80. Ante este decidido aliento vanguardista del director en lo que respecta a la dimensión más formalista del film, tales como las transiciones o las secuencias oníricas, el resultado puede sobrepasar la línea de lo verosímil. Y este es el principal escollo de Megalópolis. En aquellos instantes de epifanía de sus protagonistas (y del cineasta), el espectador, al igual que le ocurre al pueblo llano de la película, está exento de cualquier tipo de involucración en sus trifulcas de poder. De hecho, Coppola ha hecho una película sobre la libertad del individuo, pero solo del individuo de la élite, que como consecuencia reinará sobre el resto. Es una dicotomía importante, con resonancias a El manantial (The Fountainhead, King Vidor, 1949), adaptación protagonizada por Gary Cooper de la novela homónima de Ayn Rand. Esta película expone (y esto cree también Coppola) que debido a la política igualitaria, se impide que la labor de los genios creativos sea reconocida, y por eso defienden que ellos sean tratados de forma excepcional, respetando sus ideas, porque de estas se beneficia toda la sociedad. Su protagonista Howard Roark, y el de Megalópolis, Cesar Catilina, presentan similitudes no solo entre sí, sino con el propio cineasta. Estos tres artistas han hecho prevalecer su visión creativa frente a las exigencias de una industria que ha mirado hacia otras direcciones.

Sin duda uno de los rasgos más interesantes de Megalópolis es que a pesar de ser una utopía ubicada visualmente muy lejos del mundo ordinario, la película no escapa del presente e introduce, por ejemplo, la tecnología del QR. La película tiene un compromiso con el presente más fuerte que la mayoría de películas que estrenan en cartelera. No solo existe el presente representado por la tecnología. También, y esto es aún más importante, existe una conciencia total del rumbo de esa sociedad ficticia de Megalópolis, que guarda unos vínculos inequívocos con el presente del mundo en el que vivimos. Así, cuando Coppola referencia el reciente asalto al Capitolio por parte de partidarios del futuro presidente Donald Trump, o incorpora imágenes de archivo de conflictos de la humanidad recientes y del siglo XX, lo hace para recordarnos que esa “Nueva Roma”, con sus particulares reglas y su democracia marchita, no es más que el rumbo al que nos dirigimos como civilización. La acción no transcurre en un país ficticio. En un determinado momento de la película se vuelve explícito que el continente en que se encuentra la acción se trata de América.

Tras su estreno mundial en el festival de Cannes de 2024, la película fue remontada para su exhibición en salas dejando fuera elementos mucho más vanguardistas, dando a cambio fallos de ritmo y especialmente caídas de personajes tan simbólicos como el de Dustin Hoffman, cuyo paso por esta película se ha visto muy mermado, especialmente en su segunda mitad. 

La fuerza de Megalópolis reside en que es un relato cuya espina dorsal es el tiempo. Es una fábula (así se presenta en sus rótulos iniciales) que promete precisamente la metáfora como motor narrativo. Es así que esta propuesta de gobierno con la que se resuelve Megalópolis se puede entender, no solo en su manera más literal, sino también como una metáfora sobre el futuro del cine. Precisamente, el hijo que tienen Cesar Catilina y Julia Cicero se llama Francis, y detrás de esta atrevida decisión se encuentra alguien que también ha sido un arquitecto de las formas y un artista visionario, alguien que a veces ha acertado pero que también ha cometido errores.

El cine es un arte capaz de manipular el tiempo. Lo puede estirar, contraer, e incluso detenerlo, a la manera que vemos en el comienzo y el final de Megalópolis. Francis Ford Coppola nos cuenta, quizás, que la industria del cine también debería confiar, no tanto en esos cineastas hormigón, que aseguran el status quo y la seguridad, sino también en el megalón, en aquellos cineastas que ven otros mundos posibles y por los que esta industria, año tras año, es capaz de conmovernos.