Horacio Otheguy Riveira.
Primer relato. Comienzo de una ilación que avanza entre la distopía y cierto realismo actual. Una serie de cuentos muy bien perfilados, envolventes, como si una oscura intriga los guiara hasta el último aliento…
El Vacío
En aquel día bramará contra ella como brama el mar. Si alguien contempla la tierra, la verá sombría y angustiada; entonces la luz se ocultará tras negros nubarrones. Isaías, 5, 30 En el principio fue el Vacío. Después llegó la Palabra y con ella empezó el Mundo. Y de repente, un día, para sorpresa de todos, el Vacío regresó y la oscuridad envolvió la Tierra. Sucedió, para ser precisos, a las 9.12 horas (GMT) del jueves 4 de mayo de 2028. Lo normal era que el anciano amaneciera antes que el sol, pero ese día no fue así. La noche anterior había estado tomándose algo en el pub El Dragón Verde y por eso se despertó poco después de las siete y de mal humor. No estaba acostumbrado a beber y recordó, lamentándose, la cerveza que se había tomado: una artesana auténtica que fabricaban en la localidad y que se llamaba Old Sheep’s Hooves o algo así de estúpido. Su hija le iba a echar la bronca: «Eres demasiado mayor para beber», le diría si se enterara.
Ella se negaba a creer que él moriría algún día, mientras que para el anciano despertarse cada mañana suponía una verdadera sorpresa. Era hija única y se llamaba Barbara. Meg, la perra ovejera del hombre, estaba dormida en la alfombra que había delante de la viejísima cocina de gas Rayburn. Ella también era vieja y él le dio un leve empujoncito con la punta del pie y le dijo con cariño: —Arriba, perezosa. La perra levantó la cabeza y lo miró con ojos cansados y legañosos. La mujer del anciano había muerto el año anterior, así que ya solo quedaban él y la ovejera. Hacían buena pareja, al menos eso pensaba la perra.
Él fue dando tumbos por la cocina para coger la cafetera, pero, al hacerlo, se quedó con el asa en la mano. —Maldita sea, por todos los demonios… —exclamó. El animal ladeó la cabeza y se lo quedó mirando. El hombre fue en busca de un destornillador. En aquella casa se podía encontrar cualquier cosa: gomas elásticas, cordel, sellos, fusibles, bombillas, clavos… Su mujer la había equipado con todo lo que se podía necesitar. En los momentos en que no tenía nada que hacer (y en los últimos tiempos eran bastantes) se devanaba los sesos intentando averiguar si había algo que a ella no se le hubiera ocurrido.
Era como un juego (estacas para una tienda de campaña, un mazo, 10una olla para mermelada), pero todavía no la había pillado en nada. Su mujer ya no estaba, pero había dejado algo de ella en cada vela, cada colador para el té o cada juego de palillos chinos. Encontrar estos últimos le había costado, pero al final aparecieron guardados en la cómoda del dormitorio del fondo, dentro de una cajita lacada y decorada con motivos chinos, muy adecuado. Fue a buscarlos porque le hacía falta algo para empujar lo que obstruía el desagüe del baño.
Ellos nunca habían probado la comida china (¡ni una vez!, ¿por qué no?), así que se preguntó cuándo y por qué su mujer se habría hecho con un par de palillos. Cada objeto que había en aquella casa suponía una pequeña revelación. A veces creía que esas cosas solo se materializaban cuando él las buscaba. ¿Cómo se podía explicar si no lo de esos palillos? Él siempre había sido un hombre práctico, pero ya había tenido ese tipo de ideas extravagantes varias veces últimamente. La granja se llamaba Grassholm y estaba en lo más alto del pueblo de Hutton le Mervaux desde siempre; nadie recordaba una época en que no estuviera allí.
Por fuera no llamaba mucho la atención: un edificio gris y deslucido que se había confundido con el paisaje mucho tiempo atrás. Por dentro, sin embargo, conservaba cierta elegancia, porque habían mimado mucho la casa a lo largo de los años: habían encerado y pulido los suelos de anchas tablas de roble y forrado las paredes del comedor con paneles georgianos que aún seguían intactos. […]
En esta recopilación de relatos conoceremos a una reina que se compromete a algo que después no puede cumplir, a una secretaria que repasa la vida que acaba de dejar atrás y a un hombre al que le cambia la suerte después de oír hablar a un caballo.
Con la originalidad y la gran capacidad de observación social que la caracterizan, Kate Atkinson derrocha imaginación en este libro, en el que crea con una complejidad y una exactitud propias de un mecanismo de relojería un multiverso en constante cambio en el que nada es lo que parece.