Fotograma del film Se7en (1995)

Walter Gonzalves

Por: Walter Gonzalves
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La escena se abre. Ingresamos a una atmósfera densa de un departamento saturado de leves sonidos urbanos: sirenas a lo lejos, voces apagadas, bocinas impacientes y el constante repiqueteo de la lluvia.
La ciudad respira caos. En contraste, vemos un departamento meticulosamente ordenado. Un tablero de ajedrez sobre la mesa sugiere una mente lógica, de planificación y cálculo.

Un hombre, solitario, se prepara con precisión: toma su placa, una navaja, un bolígrafo, unas llaves y un arma. Se ajusta su corbata. Su cama está tendida con pulcritud.
Sobre ella, un sobretodo impecable que se coloca con ritualismo.

Así comienza Se7en (1995), también conocida como Los siete pecados capitales, dirigida por David Fincher y escrita por Andrew Kevin Walker.
Lo que sigue es un viaje narrativo, filosófico y sensorial por el infierno moral de una sociedad que se devora a sí misma.
Suspenso, simbolismo y crítica se fusionan en una obra que no solo narra, sino interroga.

Crimen, sociedad y la verdad según el policial

Ricardo Piglia afirmó “El género policial mira a la sociedad desde el crimen. La verdad de la sociedad está en el crimen. No está en lo que la sociedad dice de sí misma”.

Es que el delito irrumpe y lacera todo falso discurso, no importa lo que la sociedad diga de sí, de cómo está —o quienes ejercen el poder— nos digan “cómo es”, el delito quiebra todo esquema,
pues nos da muestra visceral de la falencia con los tipos de delitos que predominan. Esta máxima guiará este análisis.

La ciudad sin nombre como símbolo

Respecto al lugar, Se7en transcurre en una ciudad sin nombre, oscura y decadente, que funciona como una metáfora del pecado y la desesperanza. Este entorno urbano sombrío es fundamental para la narrativa de la película, ya que refuerza el clima de opresión, violencia y corrupción moral que domina toda la historia.

Aunque la ciudad nunca es identificada explícitamente, presenta características de una gran metrópoli: lluvias constantes, calles estrechas y sucias, edificios deteriorados, departamentos lúgubres, estaciones de policía frías y hospitales deshumanizados. Este ambiente lúgubre y claustrofóbico se mantiene durante casi toda la película, enfatizando la idea de un mundo sin redención ni salida, donde el mal parece haber arraigado profundamente.

Por su parte, el desenlace de la historia ocurre en un desierto en donde no hay más que grandes torres que soportan los cables que transportan la energía, símbolo de un mundo donde lo esencial ha muerto.
El desierto, entonces, no es solamente un fondo. Es el rostro mismo del nihilismo: el final en donde nada queda, salvo la demostración de que todo lo que creemos sostener puede quebrarse fácilmente.

Arquetipos en tensión: Somerset y Mills

William Somerset (Morgan Freeman) y David Mills (Brad Pitt) representan visiones opuestas. Somerset es la razón escéptica. Mills, la pasión y el impulso. En su primera interacción, ya lo deja claro:

Mills: Si usted estará a cargo, teniente…

Somerset: Sí. Quiero que observe y quiero que escuche, ¿está bien?

Mills: No perdí el tiempo vigilando un Taco Bell. Llevo en Homicidios cinco años.

Somerset: No aquí.

Mills: Lo entiendo.

Somerset: Durante los próximos siete días, detective, me hará el favor de recordarlo.

Somerset es pensamiento y estrategia. Mills es impulsividad y acción. Uno escucha música clásica. El otro ve televisión y juega con sus perros. Uno gusta de vino, el otro de cerveza. Uno lee a Dante, el otro lo llama: “Infeliz poeta marica. Maldito Dante”. Uno posee la experiencia, el otro desea no ser tomado como un pueblerino novato. Esta tensión no es sólo narrativa: es simbólica.

Durante toda la película nos encontraremos escenas que muestran una y otra vez en donde Somerset debe sofrenar la impulsividad de Mills, impulsividad que incluso dificulta y entorpece por momentos la labor de dar cacería al asesino:

Escena del asesinato del abogado: pecado de la avaricia

Somerset: Tiene que haber algo.

Mills: Él no pintó el maldito cuadro. No, está jugando con nosotros, eso es lo que hace. ¿Ves esto? Así estamos nosotros.

Somerset: Sí. Espera un minuto.

(Ahora Somerset trepa por los muebles)

Somerset: Solo espera.

Mills: Estás bromeando.

Somerset: Llama al Laboratorio de Huellas.

Y es que el método para ser un buen detective es claro, y Somerset lo enuncia: “El truco es hallar el detalle y concentrarse en él, hasta agotar la posibilidad”

William Somerset: El lector en la penumbra

En cierto pasaje de SEVEN, el detective William Somerset observa la biblioteca policial, repleta de libros subrayados, alineados, olvidados, y murmura:

“Tienen a disposición todo el conocimiento y cultura, ¿y qué hacen ustedes? Jugar póker toda la noche.”

Esa línea, tan breve como devastadora, no sólo describe a sus colegas, sino que traza una crítica al estado general de la cultura. En Somerset habita el lector trágico: aquel que ha leído demasiado, que ha visto en cada página no consuelo, sino la confirmación de un mundo torcido e irredimible.

Somerset ha leído a Dante, a Shakespeare, a Milton. No los menciona como quien ostenta erudición, sino como quien busca —entre líneas— comprender lo que la vida parece esconder. Encuentra en un rincón de una escena del crimen la frase:
“Largo y arduo es el camino que conduce del infierno a la luz.”
Y la reconoce. Porque no investiga solo con métodos forenses, sino con una memoria entrenada en la literatura, capaz de intuir que cada crimen habla un idioma simbólico, oscuro y estructurado.

Somerset no se presenta como un héroe. Ni siquiera como protagonista. Su voz es la del testigo, la del lector lúcido que comprende que no hay respuestas definitivas. Lo deja ver con sobriedad al preguntar a Mills al inicio:
“¿Qué objetivo tenía la conversación que iba a iniciar?” Somerset no desperdicia palabras; escucha, observa, analiza.

Incluso cuando le anuncian que ya no será policía, su respuesta no denota alivio ni duelo:
“Esa es la idea … Ya no entiendo a este lugar.”
No hay dramatismo, solo hartazgo de lo real. Pero hay algo más: duda, desarraigo, una búsqueda sorda que aún persiste.

El mundo y su labor ha dejado de tener sentido, pero él sigue intentando ordenar sus fragmentos:
“Recogemos los pedazos, reunimos la evidencia… Incluso las pistas más prometedoras suelen solamente guiar a otras. Recogemos diamantes en una isla desierta. Los guardamos en caso de que seamos rescatados.”

Como en Bartleby, el escribiente, Somerset encarna esa figura melancólica del funcionario de la ruina, alguien que continúa su trabajo por hábito, no por fe. Incluso en los momentos más tensos, mantiene una mentalidad fría:
“¿Puedes poner atención por un minuto? Si dejamos un agujero como este no podremos procesarlo. Necesitamos una razón para entrar. Piénsalo.”

Incluso en medio del caos, Somerset sigue creyendo en el procedimiento, en la forma, en el método. No por idealismo, sino por conciencia de lo frágil que es todo cuando se cede al impulso. Esto nos lo demuestra cuando Mills maltrata a un fotógrafo que aparece de improvisto (y que luego nos enteramos que es el asesino John Doe):

Mills: Perdón, me sacan de quicio.

Somerset: Descuida. Es impresionante ver cómo lo mueven sus emociones.

En esto vuelvo a recalcar que Mills entorpece toda la cacería que Somerset intenta llevar adelante. Mills es un tercero que hace ruido y distrae mientras John Doe y Somerset juegan esta sangrienta partida de ajedrez.

En su análisis del asesino, John Doe, no busca denigrarlo o menospreciarlo. Somerset es prudente:
“Nuestro asesino tiene más propósito.” Y luego, con una serenidad aterradora, describe: “Es metódico, minucioso, y lo peor de todo, paciente.”

Somerset no teme al crimen organizado, sino al crimen con sentido. A la inteligencia puesta al servicio del mal. En Doe ve una inversión perversa de su propia figura: el lector que ya no investiga, sino que ejecuta el texto con sangre.

Y sin embargo, no es en Doe donde encuentra su conflicto más profundo, sino en el mundo que permite y normaliza esa violencia. Reflexiona, en un monólogo seco y doloroso: “La apatía es la solución. Es más difícil perderse en las drogas que lidiar con la vida. Es más fácil maltratar a un niño que educarlo. Hasta el amor cuesta. Requiere esfuerzo y trabajo.”

Somerset no le teme al asesino. Le teme al abandono social, a la desidia cotidiana, a esa forma de crueldad suave y constante que se cuela por las rendijas de la rutina. No es casual que se defina con cierta ironía:
“Cualquiera que pase suficiente tiempo conmigo piensa que soy desagradable.” Ni que reconozca: “Te vuelves insensible después de un tiempo.”

Pero ese adormecimiento emocional no lo ha vuelto indiferente. Es una forma de blindaje. Porque todavía le duele la idea de traer vida a un mundo así. Cuando cuenta que su expareja quedó embarazada, recuerda el miedo que lo invadió al instante: “¿Cómo alguien puede crecer rodeado de todo esto?” No es una pregunta retórica. Es un lamento.

Y es allí, precisamente, donde ocurre algo sutil pero profundo: Somerset, que al principio de la película está decidido a irse, comienza a involucrarse de nuevo. Lo dice con pudor: “Lo hago para satisfacer mi curiosidad.” Pero esa “curiosidad” no es sólo intelectual. Es ética. Es humana. Es la necesidad de seguir, aunque se sepa que no habrá un final feliz.

Por eso, cuando todo se desmorona, dice: “Quiero continuar hasta terminar el caso.” Y no lo hace por deber burocrático. Lo hace porque reconoce en Mills algo que alguna vez tuvo, que fue ese impulso de querer cambiar las cosas, ser el héroe, hacer la diferencia.
Somerset no desprecia a Mills, lo ve con cierta ternura como alguien ingenuo que desea hacer el cambio, un esfuerzo individual de cambiar las cosas, alguien que aun siente y se mueve por ese sentir.

Desde una perspectiva literaria, se puede afirmar que Somerset es el verdadero protagonista de SEVEN. Es el único personaje que experimenta una evolución interna significativa: comienza como un hombre resignado, que quiere retirarse del mundo, y termina eligiendo quedarse y actuar, movido por una mezcla de deber, inquietud moral y redescubierta implicación emocional.

Somerset, como en las grandes novelas, transita un arco de transformación, lo cual lo convierte en el personaje central desde lo narrativo y lo simbólico.

En Somerset hay una tragedia callada: la del hombre que ha leído todo lo necesario para saber que no cambiará nada. Pero que aun así sigue leyendo. Porque sabe, como lo sabía Milton, que
“Largo y arduo es el camino que conduce del infierno a la luz.”

Y que hay caminos que no se transitan para llegar, sino para no olvidar que existen.

Cultura, castigo y simbolismo

La biblioteca es el santuario de Somerset. Allí, busca a Dante, Chaucer, Santo Tomás. “Long is the way and hard, that out of Hell leads up to light”, reza una de las citas de John Milton en el crimen de la gula.

Los asesinatos son castigos teatrales: glotonería inducida, codicia que explota, lujuria transformada en tortura. Son parábolas grotescas. Doe no solo mata: “Predica”, como señala Somerset. Enfrenta al pecado con el pecador.

El Derecho y su impotencia

El sistema legal se revela obsoleto. La prensa compra información. La policía improvisa. La lógica de Doe impone su ley: se entrega y dicta condiciones. Mills y Somerset deben seguirlo. El asesino domina el proceso. “La prensa hará un festín con esto”, dice Somerset, consciente de la derrota simbólica del derecho frente a la imagen.

SEVEN pone en tela de juicio una vieja disputa jurídica y filosófica: el problema del mal. Un mal que no sigue reglas, un mal que juega libre mientras los demás deben seguir una burocracia, pasos. Incluso la película deja ver algo: no se podría haber dado con John Doe si los detectives hubieran seguido las reglas.

Recordemos, Somerset soborna a un agente del FBI para que le dé un listado de personas que han tenido acceso a libros “peligrosos”, en el caso de la película, todos los libros relacionados a los pecados capitales. Y por otro lado Mills, cuando rompe de una patada la puerta del departamento de John Doe, soborna a una mujer en situación de calle para que declare que ella llamó a la policía porque el vecino John Doe le parecía sospechoso.

En ambas trasgresiones al procedimiento, aparece el dinero. Tanto el FBI como la persona sobornada para declarar no actúan por un interés superior o nada por el estilo, lo hacen por el dinero. La crítica es sutil pero punzante: el dinero mueve las cosas… y si se siguen la burocracia (o la ley) no se avanzará ni se atrapará al asesino.

Estética, ritmo y tragedia

Fincher llena la película de detalles obsesivos: el metrónomo de Somerset, los cuadernos de Doe escritos a mano, la cabeza que nunca vemos. Cada objeto tiene un propósito. Cada silencio pesa.

Cuando Somerset y John Doe es detenido, Mills expresa “no tiene sentido” a lo que se le responde “No se supone que tenga sentido”. Esto nos habla del absurdo del horror. El crimen no responde al relato. La realidad, a veces, no admite estructura, no sigue una lógica, pero la literatura y con ello la película, sí.
La tragedia necesita lógica, necesita una resolución que respete las reglas del propio mundo donde transcurre SEVEN. En el mundo real el asesino pudo cruzar mal la calle o ser víctima de un robo y morir, en el cine —y la literatura— eso no es aceptado. No puede finalizar así, salvo que el asesino y los asesinatos no sean el objeto del relato.

John Doe: el dios oscuro de SEVEN

Cada crimen ejecutado por John Doe no es solo un asesinato: es un juicio, una sentencia simbólica que encarna uno de los siete pecados capitales y denuncia lo que él considera una enfermedad moral de la sociedad. Su objetivo no es el caos por el caos mismo, ni una venganza personal. Su discurso —aunque monstruoso— se presenta como meticuloso, calculado, y en ciertos momentos, perversamente convincente.

John Doe (interpretado por Kevin Spacey) es el tercer vértice del triángulo moral que conforman los detectives Somerset y Mills. Si Somerset representa la lucidez reflexiva del que ha visto demasiado y Mills encarna la pasión impulsiva del que aún cree en la justicia, Doe es la sombra que los une y los interpela. Desde la oscuridad, orquesta su cruzada como un sermón sangriento, convencido de que sus actos no son crímenes, sino una forma de verdad revelada.

“El mundo necesita un mazazo”, afirma con frialdad.

Y más aún: “No me pidan que sienta pena por quienes maté.”

No busca el perdón. Ni siquiera pretende redención. Se erige como un nuevo profeta, un juez absoluto, un predicador del fin moral. Y lo hace desde una lógica interna que parece implacable. Su ética no es la del bien y el mal tradicionales, sino la de la consecuencia. Como un heredero oscuro de Nietzsche, no pone el límite en la ética, sino en la voluntad de poder y en el alcance de sus actos.

En este sentido, su mirada recuerda la noción del “superhombre” desligado de la moral convencional. Para Doe, el pecado no es solo un acto personal, sino una expresión de una sociedad podrida que ya no se inmuta ante el horror. Él solo hace visible lo que —según cree— todos se niegan a ver.

Pero su superioridad moral es solo una máscara. Le dice a Mills:
“Sé que estarías feliz de golpearme hasta la muerte con tus propias manos.”

Y esa frase, cargada de cinismo, revela su verdadero juego: la manipulación emocional. No quiere solo castigar a los pecadores; quiere arrastrar a los demás a su lógica. Por eso elige a Mills como instrumento del pecado final: la ira. Y se reserva para sí mismo el de la envidia. En una operación simbólica final, hace de su muerte el clímax de su obra, y convierte al detective en verdugo y víctima a la vez.

Como dice Somerset al analizarlo:
“Este tipo es metódico, minucioso… y lo peor de todo: paciente.”

John Doe no actúa por impulso. Su violencia está planificada. Se infiltra, observa, predice. Lo demuestra en cada detalle: desde el modo en que preserva vivo a una víctima durante un año, hasta cómo logra que su entrega sea el catalizador del desenlace.

Sin embargo, su plan tiene grietas. Afirma que solo coloca al pecador frente a su pecado. Pero en varios casos —como el asesinato de la prostituta o el castigo a la víctima de la pereza— su discurso se desvanece: no enfrenta al pecador, sino que impone la culpa, encarna el castigo sin mediación alguna. Y eso lo convierte, al final, no en un juez, sino en un verdugo con delirio mesiánico.

Errores en el guion

Sin menospreciar la impecable ejecución del guion, SEVEN presenta una incongruencia narrativa notable que merece atención. En un pasaje clave, el detective Somerset describe al asesino —aún desconocido en ese punto, más tarde revelado como John Doe— con las siguientes palabras:

“Imagina la voluntad que requiere mantener a un hombre atado un año entero, cortarle la mano y usarla para plantar huellas, introducir tubos en sus genitales. Este tipo es metódico, minucioso y lo peor de todo… paciente.”

Somerset acierta en su análisis: John Doe no es un asesino común, sino un arquitecto del horror, alguien que ha diseñado cada muerte como parte de un plan simbólico, preciso y progresivo. Su crimen no es meramente físico: es moral y teológico. Cada escena es una pieza en un dominó macabro que él mismo organiza, impulsa y contempla caer. Su voluntad no solo sostiene la ejecución: estructura el sentido del film.

Doe afirma, sin remordimiento, que su rol fue simplemente “colocar al pecador frente a su pecado”. El pecado, según su lógica retorcida, lleva a la muerte como si fuera una consecuencia inevitable. Pero esta afirmación merece ser desmenuzada.

  • Pecado de la Gula: Un hombre obeso es forzado a comer hasta morir. Doe lo enfrenta a su exceso: convierte el acto de comer —ya compulsivo en él— en su sentencia. No lo mata directamente, pero crea el escenario para que su pecado lo destruya.
  • Pecado de la Avaricia: Un abogado corrupto debe cortarse una libra de carne de su cuerpo para sobrevivir. La metáfora es clara: el precio de su codicia es su propio cuerpo. No logra sobrevivir. Aquí, el verdugo es el dilema moral impuesto por Doe.
  • Pecado de la Pereza: Un hombre es mantenido vivo en una cama durante un año, atrofiado, casi muerto. Esta es la más forzada de las muertes, ya que la víctima no tiene capacidad de pecar en ese estado: es castigado por lo que fue, no por lo que hace. Y es aquí donde la tesis de Doe empieza a resquebrajarse: no lo enfrentó a nada, lo convirtió en un objeto de castigo absoluto.
  • Pecado de la Lujuria: Un proxeneta es obligado a asesinar a una prostituta con un arnés sexual letal. El asesino es también víctima: traumatizado, no elige, sino que actúa bajo amenaza. Doe no enfrenta al pecador con el pecado, sino que impone el pecado a otro. La mujer muerta no es presentada como pecadora, sino como un cuerpo sacrificial.
  • Pecado de la Soberbia: Una mujer considerada «vanidosa» debe elegir entre vivir desfigurada o morir. Elige morir. Aquí el planteo se acerca a la lógica de Doe, pero con un problema ético: ¿quién decide que la vanidad merece la muerte? ¿Y si se trataba de una persona que solo respondía a presiones sociales? El juicio es arbitrario, no revelador.
  • Pecado de la Envidia: John Doe se declara envidioso de la vida del detective Mills. Este pecado lo asume él mismo. No enfrenta a un tercero, sino que se transforma en protagonista. Lo interesante es que su envidia no es trivial: envidia el amor, la vida común, lo humano. Lo que antes condenaba.
  • Pecado de la Ira: Mills, al descubrir que Doe ha asesinado a su esposa Tracy (cuya cabeza se encuentra en la caja), lo mata en un acto de furia. La escena culmina con la consumación del plan: Doe lleva a Mills a pecar y lo convierte en ejecutor del acto final. Aquí sí, coloca al «pecador» frente al pecado. Pero la trampa es perfecta: lo provoca, lo manipula, lo destruye emocionalmente para cerrar su obra.

Como vemos, sobre todo en los casos de los pecados de la envidia y de la ira, no tiene sentido. Se supone que el pecador se enfrenta a su pecado, estimo que quizá para ver si hay redención posible (como en el caso del pecado de la soberbia en donde pudo salvarse), y que es el pecador quien debe morir, como el primer asesinado.
Ahora ¿Qué pecado es el de Tracy, la esposa de Mills? ¿Y Mills por qué no termina muerto? ¿Y John Doe no debería ser muerto por sí mismo?

Es por esto que si bien reconozco la buena labor de la película, la misma no soporta “relecturas”, porque rompe con las propias normas que propone y ante ello hay dos soluciones: reescribir las reglas del juego, reescribir la jugada respetando las reglas impuestas o la tercera opción, mencionar que toda esta preparación es una mera ilusión o mascarada que el asesino “cree” que sigue, pero en realidad todo es una casualidad fortuita movida por el azar.

Otra incongruencia narrativa relevante se evidencia en una escena que, a primera vista, parece menor, pero que revela un desajuste en la psicología del personaje de John Doe. Ocurre cuando los detectives allanan su departamento. En plena tensión, suena el teléfono. Doe llama y, al atender Mills, le dice que lo “admira”.

Pero ¿tiene sentido esta afirmación si uno se ciñe estrictamente a lo que muestra la trama?

Mills, hasta ese momento, no ha demostrado ser un detective brillante ni metódico. No es él quien desentraña pistas complejas, ni quien hace avanzar la investigación a través del conocimiento. Mills es impulsivo, reactivo, visceral. Quien realmente arma el rompecabezas es Somerset: es él quien investiga en la biblioteca, quien accede al registro de préstamos del FBI, quien reconoce la estructura simbólica de los crímenes. Mills solo interviene en la acción directa —persecución y enfrentamiento armado—, y finalmente, cae rendido ante un simple golpe sin que Doe lo ejecute. Es decir, no hay méritos evidentes para esa supuesta admiración.

Ahora bien, si lo que Doe admira no es la inteligencia de Mills, sino su potencial como instrumento emocional, como alguien que puede ser manipulado y llevado a cumplir el rol final en su plan (la encarnación de la ira), entonces la palabra “admiración” está siendo usada con una doble intención: no es aprecio genuino, sino una manipulación encubierta, una trampa psicológica.

Sin embargo, si se analiza el subtexto, el personaje que verdaderamente podría provocar en Doe una forma auténtica de respeto intelectual es Somerset. Pero aquí también hay un matiz importante: tanto Somerset como Doe comparten una mirada lúcida y desencantada del mundo. Ambos reconocen el deterioro moral, la violencia latente, la descomposición del tejido social. Lo que los diferencia es la respuesta ética frente a esa realidad. Somerset elige el escepticismo reflexivo, la retirada contemplativa. Doe opta por la acción mesiánica y criminal, creyéndose agente de justicia divina.

En ese sentido, Doe no admira a Somerset porque lo percibe como el otro polo de la misma moneda: la conciencia sin acción. Mills, en cambio, es para él un instrumento, un ser imperfecto pero útil, una pieza clave en su arquitectura del pecado. La “admiración” que expresa es, en realidad, un acto de manipulación para completar su obra. Otra máscara más del asesino que quiere jugar a ser dios.

El final: caída y permanencia

Somerset intenta detener a Mills. Le dice: “Dame el arma, David”. Pero ya es tarde. El arma se dispara. El ciclo se cierra. Doe muere, pero triunfa. Mills cae. La justicia fracasa.

El último plano muestra a Somerset, agotado. “Estaré por aquí”, dice. No se jubila. No puede. Porque en un mundo como este, el deber moral no termina nunca.

Somerset dice: “Ernest Hemingway escribió alguna vez ‘El mundo es un lugar maravilloso, vale la pena luchar por él’. Estoy de acuerdo con la segunda parte.”

Se7en no ofrece redención. Ofrece una pregunta: ¿quién dicta los límites? ¿Quién juzga al juez? ¿Cuándo se vuelve uno parte del horror que desea combatir?

Verla —y escribir sobre ella— no es sólo una experiencia estética. Es una lección de filosofía, derecho, literatura y dolor.


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«Mi propósito es compartir y difundir el amor por la literatura. Gracias por ser parte de este proyecto.» W.G.