DE UN AMOR QUE TERMINÓ EN VENENO
Por Natalia Loizaga
Es la persistencia de la memoria la que hace que unos y otros vandalicen sus propios subconscientes, cometiendo actos criminales que nunca quedan impunes aunque siempre se salgan con la suya. Y qué acto es más criminal, insurrecto al propio ser, que recordarle a tu corazón que un día gozó de la presencia de quien hoy ha partido.
Y del amor solo queda el veneno, escribió Luis de Góngora y Argote. Una frase que, en su plenitud y desgarramiento, le persigue desde su divorcio. Dice, en un supuesto que se antoja desesperado, que tal vez nos han enseñado que el amor es algo eterno pero puede que nada lo sea. Dice que, como los amores pronto huyen, es momento de que nos hagamos a la idea de que ningún querer es para siempre.
Otorga su pensamiento, con todo el valor que ello implica, mientras recuerda cómo conoció a la que fue su amor y a la que ahora solo se refiere como exmujer. Rememora en alto su encuentro con un brillo en los ojos que solo se asoma entre los párpados de aquellos que un día estuvieron enamorados, un día que a veces es hoy.
Y del amor solo queda el veneno, repite mientras sus ojos resplandecen al contar que su mejor amigo de la infancia salió con aquella mujer primero, que su mirada e intenciones nunca se habían posado sobre dichosa dama y que, sin embargo, ese amigo se encabritó porque un día percibió—tal vez, de nuevo, fueron los ojos quienes lo susurraron— que ellos dos terminarían juntos. Años después se casaron. Dos hijos más tarde y un divorcio de por medio, del amor solo queda el veneno.
Si fuese cierto que del amor y sus ramificaciones, de los derroteros de la existencia enamorada, solo queda el veneno, cómo se explicarían entonces los ojos con los que él habla del primer encuentro con aquella mujer. Dónde marcharían esas dos pupilas grandes y resplandecientes que delatan un pasado, un amor, y en las que, aunque sea por unos instantes, no se vislumbra un solo atisbo de presente. De quedar solo veneno, serían tan solo cuencas vacías.

