José Luis Trullo.- Una vez más (y ya son incontables), hay que leer que se publican muchos, muchísimos, ¡demasiados! libros de aforismos: decenas, centenas… ¿miles? ¡Algún día habrá que contarlos! Yo, que le sigo la pista al género desde hace un tiempo, diría que no: que, en el mejor de los casos, en el último lustro se habrán editado en nuestro país unos 15-20 libros de aforismos al año, y además, muchas veces sin ni siquiera presentarse en calidad de tales, como si al autor y/o al editor le causara cierto reparo compartir vagón con la plebe hedionda. ¿Dos libros al mes son un exceso, caballeros, un abuso, un atropello editorial? Seguramente sí, para quien preferiría que los únicos que se publicasen fuesen… los que escribe y/o edita él mismo. En cualquier caso, comparados con los que ven la luz bajo la égida de la poesía o la novela, a mí me parece un número francamente modesto: desde luego, insuficiente para nutrir cualquier forma de queja, y menos aún tan funesta y estentórea.
También se afirma que, de ese ingente volumen, apenas dos o tres merecerían ser salvados de la monumental quema con la cual uno sospecha que sueña el criticón de turno (y de la que se sustraerían, ¡oh casual casualidad!, los escritos y/o editados por él, siendo como son, seguramente, de los peores). ¿Se habrá leído el Thorquemado de turno todo lo que dice él que se publica? ¿O se limitará –como es de sospechar– a pasar las páginas de los libros que le caen en las manos, con un rictus de franca repugnancia ante lo que allí parece querer encontrar? No me imagino a Don Perfecto gastándose un solo euro en adquirir ese sinfín de libros que, según él, y sin necesidad de leerlos, ya sabe que no valen nada. Una última opción, la más probable, es que se conforme con olisquearlos de lejos y por fuera, en la web o de pie, en una librería, y solo para confirmar su veredicto de que «eso es casquería literaria»: no como la suya, que ha sido escrita entre cirios venerables bajo una cúpula gótica en una isla desierta.
No contento con señalar con su dedazo acusador al prójimo indefenso -que bastante tiene con tratar de hacer lo que hace de la mejor manera que puede, sin coartar la libertad ajena de equivocarse-, el severo escrutador les imputa a los desprevenidos aforistas (que, a sus ojos, ni siquiera merecen el calificativo de tales, pues a la sumo en nuestro pais dignos del mismo habrá dos o tres… ¡incluido, claro, el iracundo censor!) el pecado capital de escribir un poco a lo loco, irresponsablemente, sin fruncir el ceño ni meditar con la palma de la mano en la frente acerca de la gravedad de la tarea que se trae entre manos. ¡Habrase visto! ¡Qué insolencia! Escribir aforismos sin más, al dictado de la musa: sin pedirle permiso a la autoridad competente, ni cursar una instancia antes, ni mostrar las credenciales que le habilitan para dar a conocer sus textos breves ante el único tribunal legítimo que cabe admitir en una democracia liberal: el del soberano lector. Urge implementar algún tipo de procedimiento administrativo que, como ocurre con los médicos o los abogados, certifique que quien se presenta a sí mismo como aforista se encuentre a la altura de dicho nombre.
Qué quieren que les diga, detrás de estas rabietas de mediocre infatuado con ínfulas de sumo inquisidor, yo solo percibo un indisimulado rencor y una risible soberbia, ambos vicios que suelen acompañar a quien le gustaría ser visto como él se ve a sí mismo: como el líder espiritual de una secta de elegidos que asumieran a rajatabla el mismo ideario que defiende el Padrino, con exclusión de cualquier otra forma (ya no digo concurrente, sino ni siquiera divergente) de expresión heterónoma a la promulgada por el Aforista Mayor del Reino de Barataria.
Mientras no demuestre públicamente Su Eminencia que se ha leído (¡y ha entendido!) todo lo que dice que se ha publicado, me tomaré sus periódicas bravuconadas retóricas como lo que son: zarandajas propaladas por quien solo habla por boca de ganso, y por oscuras razones que no seré yo quien trate de dilucidar.


