Por Carlos Ortega Pardo.

Si algo caracteriza a los clásicos es su inmortalidad, o mejor: su eterna juventud. Por eso, porque no sólo no envejece, sino que encima mejora con cada visionado, Tiburón es un clásico casi desde su estreno, del que este verano se cumple medio siglo. En conmemoración de lo cual, el próximo 28 de agosto se volverá a proyectar en salas.
Igual que tantos miles, millones, de espectadores, me la sé de memoria, diría que incluso fotograma a fotograma. Sin embargo, revisitada quince o veinte años después de haberla visto incontables veces en mi adolescencia, me tiene clavado en el sofá durante dos horas que se pasan volando, los huevos de corbata con cada ataque de ese gran tiburón blanco —carcharodon carcharias, inolvidable latinajo— de siete metros y medio, hambre infinita y más resabiado que el toro Ratón.
Un joven Spielberg —27 añitos contaba la criatura— factura el producto de entretenimiento definitivo, da a luz una saga —eso sí, de calidad (muy) decreciente— y revitaliza un subgénero, el natural horror, de profuso cultivo en el paso de los setenta a los ochenta y del que todavía hoy se escuchan ecos sharkploitation en la inefable franquicia ‘Sharknado’ (ídem, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018 y lo que te rondaré, morena).
Tiburón empieza como una cinta de terror donde —seguramente a causa de las estrecheces presupuestarias— se sigue al pie de la letra la máxima de que resulta más estimulante insinuar que evidenciar, pues nunca llegamos a ver al enorme escualo que le da título hasta bien entrada la segunda mitad del metraje. A partir de entonces evoluciona hacia una historia de aventuras marineras en la línea de Herman Melville y su celebérrima ‘Moby Dick’: el cínico —y a todas luces alcohólico— cazador de tiburones compuesto por Robert Shaw es un Ahab moderno y la canción tradicional ‘Spanish Ladies’ que (des) entona con fijación rayana en el trastorno obsesivo-compulsivo aparece en dicha novela. Ni que decir tiene que, en ambas facetas, el film resulta ejemplar y que el artefacto mecánico —en rigor, tres; todos ellos cómicamente llamados Bruce— empleado para recrear al pez asesino se antoja más creíble y aterrador que el obsceno despliegue actual de CGI.
En el apartado interpretativo, y mención aparte del memorable papel de Robert Shaw, se produce un estimulante contraste entre el aplomo de un Roy Scheider curtido en numerosos papeles secundarios y el nervioso trabajo de un Richard Dreyfuss que buscaba darse a conocer —y vaya si lo logró— empleándose ardua y denodadamente en robar el plano, actitud que debió de condicionar bastante su pésima relación con el veterano Shaw y de la que no obstante se benefició sobremanera la historia, enriqueciendo la convivencia —forzada por las circunstancias— entre personajes tan dispares con un saludable pellizquito de rivalidad machirula por discernir quién la tiene más larga, la caña de pescar.
En fin, la banda sonora a cargo de John Williams —especialmente esas dos notas, mi y fa, que anuncian la llegada de esa especie de maligno con aletas— redondea una película icónica en todos y cada uno de sus aspectos; de enorme influencia no ya cinematográfica, sino incluso psicosociológica: poca gente habrá que se adentre nadando en el mar sin sentir al menos cierta inquietud. Yo procuro no alejarme demasiado de la orilla, y no precisamente por miedo a que se me lleve la corriente.

