Horacio Otheguy Riveira.
LA PRIMERA PARTE DE MEIN KAMPF SE PUBLICÓ EL 18 DE JULIO DE 1925. SU CENTENARIO ES UNA BUENA OCASIÓN PARA RECORDAR LO QUE DICE Y LAS RAZONES DE SU ÉXITO DEMOLEDOR
Se publican cada año docenas de libros sobre Hitler y el nazismo. Gran parte de ellos repite la misma pregunta: ¿cómo es posible que un pueblo culto y civilizado ? como lo era el alemán hace noventa años? apoyase de forma entusiasta a uno de los mayores carniceros de la historia? Este breve ensayo psicosocial sostiene que la pregunta es ociosa porque la respuesta es obvia: Hitler supo conectar perfectamente sus fracasos y frustraciones personales con los del pueblo llano. Sintonizó con pleno acierto las humillaciones que había sufrido en su juventud con las de una población aplastada por el tratado de Versalles, agraviada y explotada. Hizo llegar a sus compatriotas el mensaje que estaban deseando escuchar: «Se acabaron las humillaciones y las frustraciones. Vamos a ponernos en pie y a reclamar lo que es nuestro». Exactamente el mismo mensaje que dirigen a sus pueblos todos los líderes con vocación mesiánica. Todos: los de 1935 y los de 2025. La primera parte de Mein Kampf se publicó el 18 de julio de 1925. Su centenario es una buena ocasión para recordar lo que dice y las razones de su éxito demoledor.

Introducción.
La transparencia del nazismo. Las polémicas de los historiadores
Mi amiga alemana Karen Sesemann (que se casó con el psiquiatra español Antonio Colodrón) nació en 1937. Tuvo la suerte de haber sido traslada a un pequeño pueblo —donde nadie la molestó— poco antes de que las tropas soviéticas entrasen en Berlín. Pero a los ocho años una niña es consciente de lo que está pasando en su entorno.
—Y a los cinco también, yo recuerdo con horror el sonido de los aviones bimotores cuando bombardeaban Berlín, todavía me pongo enferma cuando escucho el ruido de un avión.
—Karen, tu padre participó en la guerra como oficial del ejército alemán, ¿qué contaba después sobre aquella experiencia?
—Nada. Nunca le oí decir una sola palabra. Pero al poco tiempo de acabar la guerra nos abandonó y tampoco tuve más ocasiones de hablar con él. Era catedrático de Psicología. No sé si militó en el partido nazi, probablemente sí, porque era un trepa, cambiaba de camisa según soplase el viento. Yo me llevaba muy mal con él, es lógico que no me contase nada de la guerra.
—Pero, a finales de los años treinta, ¿qué parte del pueblo alemán apoyaba realmente a Hitler?
—La inmensa mayoría. La gente empezó a tener trabajo, a ganar dinero. Se convencieron de que con Hitler en el gobierno se estaba reconstruyendo Alemania, tras la ruina que había supuesto el final de la Primera Guerra. A los chavales les encantaba desfilar, con los tambores y las banderas, se sentían importantes. Fue una explosión de orgullo nacional, una sensación de euforia… Excepto para los judíos y los comunistas, claro, y algunos más que no estaban de acuerdo con el régimen; pero no se atrevían ni a rechistar, tuvieron que callarse como muertos. Bueno, claro, también había mucha represión y muchos muertos en sentido literal.
—Pero un par de años después de la guerra, cuando tú tenías diez de edad, ¿qué parte del pueblo alemán apoyaba el plan de los aliados para restaurar la democracia?
—La inmensa mayoría. Siempre pasa lo mismo, y es lógico, en una guerra o en una situación de miseria lo importante, la primera necesidad, es sobrevivir; todo lo demás es secundario. La inmensa mayoría defiende al que en cada momento le da de comer, le garantiza un lugar donde vivir, le protege de la violencia y de la miseria. Ocurre en todas partes, necesitas comida, necesitas trabajo y en tu fuero interno piensas que están ocurriendo salvajadas, pero en medio de las salvajadas hay que sobrevivir.
Los españoles de cierta edad recordamos todavía la muerte de nuestro chaplinesco imitador de Hitler. A los ocho o nueve años le pregunté a mi padre: «¿Y cuando se muera Franco, qué va a pasar?». La respuesta llegó en un tono que encogía cualquier corazón infantil: «Ay, hijo mío, eso no lo sabe nadie». En muchas casas, familias acongojadas recordaban, el 20 de diciembre de 1975, los horrores de la Guerra Civil, se preguntaban por lo que iba a ocurrir a continuación, empezaban a temer por el pisito, el cochecito y las vacaciones que habían empezado a disfrutar en los años sesenta. Durante varios días, interminables colas de españoles desfilaron respetuosamente ante el féretro del que algunos llamábamos «Su Excremencia». El apoyo a todos los referendos convocados por el dictador había sido masivo. Tan masivo como el entusiasmo con que poco después de su muerte fue aprobada la ley que echaba abajo su Régimen y lo sustituía por una democracia constitucional que logró hacer realidad —mucho mejor de lo que entonces era previsible— las ideas políticas que Franco detestaba.
Hay razones para sospechar que las ideologías son recursos que manejan, con más o menos éxito, los responsables de marketing en esas mezclas de empresa, ejército e iglesia que se llaman «partidos políticos». La inmensa mayoría que mencionaba mi amiga Karen, de forma puramente pragmática o vaporosamente ideologizada, apoya siempre al líder que tiene suficiente poder para gratificar su orgullo y satisfacer sus deseos.
Fueron inolvidables las escenas de los primeros berlineses que atravesaron en 1989 el muro recién caído y se encontraron a un pelotón de periodistas con los micrófonos en ristre. «¿Qué esperan ustedes encontrar en el mundo capitalista?». «Neveras, televisores, Marlboro». «Bueno, ya, claro, pero también les ilusionará la democracia, la libertad de expresión, las elecciones…». «Sí, claro, pero primero nosotros queremos neveras, televisores, Marlboro…».
Es difícil de entender que se sigan publicando libros y más libros sobre la pregunta de siempre: ¿cómo es posible que un pueblo culto y civilizado como lo era el alemán en los años treinta apoyase de forma entusiasta a uno de los mayores carniceros de la historia?
Lo asombroso es que se siga planteando esa pregunta, y se le sigan dando respuestas de los más variados tipos. Sería interesante cambiar el punto de vista y plantear que la respuesta es evidente. Hay que evocar, de entrada, el enorme prestigio y el inmenso apoyo que recibieron los grandes «héroes» históricos de sus respectivos súbditos mientras duraron los días de gloria (e incluso después en la gigantesca historiografía narcisista de todas las naciones que fueron dueñas de un imperio, más o menos efímero): Alejandro de Macedonia, Julio César, Carlomagno, Felipe II, Napoleón, Stalin…
Hitler manejó con gran habilidad los mecanismos personales y sociales básicos de los alemanes en los años treinta; exactamente los mismos que actúan en todo ser humano. Usó el poder para suplir sus carencias personales y también las de su pueblo, dando a la vez satisfacción al deseo y al orgullo —personal y colectivo— que habían sido humillados en 1918, tras la capitulación. Por eso podríamos llegar a decir —metafóricamente, por supuesto— que Hitler le hizo una psicoterapia grupal a los alemanes: en 1933 cogió una comunidad deprimida y explotada, tras haber sido derrotada y humillada; la convirtió en un pueblo potente y orgulloso de sí mismo; logró elevar su autoestima y estimular sus deseos hasta tal punto que en 1940 los lanzó a la conquista del mundo, con las consecuencias por todos conocidas. Prolongando la metáfora médica y psicológica, se puede plantear que construyó con sus heridas personales —y las sociales de su pueblo— un discurso seductor de las masas. Las curó con tal éxito que llegó a ser explosivo. La explosión arrasó Europa. Si comparamos la situación depresiva y ruinosa del pueblo alemán tras el final de la Gran Guerra (y la aplicación del tratado de Versalles) con la estrictamente personal de Hitler en la misma época, es fácil ver la simbiosis fatal que se produjo.
Como otros muchos líderes carismáticos (por ejemplo, Nelson Mandela) Hitler superó la experiencia de la cárcel y desarrolló la capacidad de seducir a las masas hasta alcanzar el máximo poder en su tierra. Fascinó a su pueblo y lo arrastró hacia el abismo. Nelson Mandela, por el contrario —las comparaciones siempre deben incluir los elementos comunes y los diferenciales—, logró transformar de forma muy positiva la sociedad sudafricana. Son las dos caras, opuestas, de una misma fuerza, una habilidad, un talento que es capaz de mover muchedumbres y lanzarlas en un sentido o en otro.

Jóvenes voluntarios escuchan admirados a su líder, «amante de la paz en el mundo», que no tardará en demostrar lo contrario.
Los mecanismos básicos que explican el idilio de Hitler con los alemanes de su época son los mismos que actúan en todos los miembros de la especie humana. La peculiaridad que el nazismo ofrece a la hora de estudiarlos es que la forma extrema en que se manifestaron hace que resulten especialmente transparentes para cualquiera que los observe sin anteojeras ideológicas.
Este breve texto no es una obra de investigación, pero tampoco de divulgación. Maneja una bibliografía básica y accesible, recoge planteamientos teóricos que están depositados en las bibliotecas. Su objetivo es poner en relación algunas cosas ya conocidas para tratar de explicar las razones por las que sigue repitiéndose una pregunta cuya respuesta parece bastante obvia: Hitler fascinó al pueblo alemán porque logró convencerlo de que podía satisfacer su orgullo y sus deseos.


Una multitud convencida. Anhelante de las maravillas prometidas por los jerarcas nazis que hablarán para todos, enardecidos.

El esplendor tan buscado por los nazis se hace trizas en el mundo que invadieron, y también en su propia casa, como muestra la foto: Berlín, al final de la guerra. (Todas las ilustraciones conforman una selección del autor de este artículo; el libro no tiene imágenes).

